La cuestión catalana (I)

A estas alturas de los hechos nadie duda de que el nacionalismo independentista catalán es un torpedo lanzado contra la convivencia en Cataluña y en toda España, y que, asimismo, amenaza con destruir la estructura orgánica del Estado. Lo alarmante del caso es lo vertiginoso y reciente de su crecimiento. Si hasta hace bien poco tiempo el máximo valedor de ese independentismo, ERC, apenas reunía un 10% de los votos emitidos en Cataluña, ¿de dónde, cómo y por qué ha surgido esa marea de gentes (sobre todo jóvenes, es decir, muy influenciables) que quiere separarse del resto de España y que hasta «ayer mismo» utilizaban mayoritariamente el castellano como lengua? Iré analizando esas cuestiones, pero empiezo hablando de la cuestión propagandista encerrada en esas palabras-emblema o consignas o estandartes de las reivindicaciones nacionalistas que, encurtidas en el caldo de cultivo del independentismo y sirviéndose de la actual crisis económica, generan egoísmos y sentimientos que  hacen al individuo proclive a opiniones, justificaciones y creencias ilusas, erróneas y perversas sobre la realidad de la relación entre Cataluña y España.

«España nos roba», «derecho a decidir», «liberación nacional» son algunos de las altisonantes y huecas consignas y estandartes que, con  finalidad de engaño y de ocultar prácticas totalitarias, abren brecha en el convencimiento del ciudadano catalán. En el ánimo del receptor de esas altisonancias se evoca y se sugiere: primero, que existe un enemigo, España, que es el responsable de la crisis económica y de casi todos los males y miserias que padecemos; segundo, que la bota española obstruye nuestro camino hacia una arcadia feliz, hacia un paraíso catalán de bienestar y felicidad; tercero, que tenemos carencias de derechos y libertades porque el Estado español nos oprime, esto es, que Cataluña ha sido y sigue siendo una nación subyugada. Estos mensajes, repetidos hasta la saciedad por los medios propagandísticos de que dispone el nacionalismo catalán se incrustan en el tuétano del hombre-masa y le llevan al convencimiento de que otra realidad más satisfactoria es posible con la creación de un Estado propio. Forman parte de la promesa redentora del mesías Mas.

Pero, en cuanto a que «España nos roba», lo que Cataluña aporta al conjunto de España con el motivo de lograr una igualdad en derechos de todos los españoles y una cohesión del todo el territorio nacional, no es, en proporción, mayor ni distinta de lo que aportan las regiones más ricas de Alemania, EEUU o Suiza a las menos ricas para lograr ese mismo propósito, y se ha de considerar que ni siquiera es Cataluña la Autonomía que más aporta a ese fondo común. Así que, en realidad, lo que se encierra el «España nos roba» es, además de una ilusa promesa mesiánica de futura prosperidad: «queremos aprovecharnos del mercado español y de las ventajas que ofrece pero sin cooperar solidariamente para que otras regiones tengan los mismos derechos que nosotros», es decir, una infusión de puro egoísmo al ciudadano catalán. Eso sí, «España nos roba» presenta la misma perversa eficacia que el grito de guerra que mantuvo en Aragón a Marcelino Iglesias durante tres legislaturas: «Que nos quieren robar el agua». Pura demagogia que llama a los instintos más egoístas del ser humano, fabricando un enemigo que hace eficaz al nacionalismo: «Los malos son los “otros”»

En cuanto al «derecho a decidir», ¿a qué nivel ha de ser contemplado?, ¿en base a qué razones?, ¿razones históricas, lingüísticas, económicas, o simplemente de voluntad popular?, porque las históricas no caben tras más de cinco siglos de unión (por mucho que retuerzan y tergiversen la historia), las lingüísticas carecen de sentido siendo aún el castellano el idioma más hablado en Cataluña, y si se alegan razones de voluntad popular, ¿por qué no ha de contemplarse el «derecho a decidir» de una provincia, de una ciudad, de un pueblo? Pero aun siendo importantes estas objeciones, hay otras de mayor calado. La reforma del Estatut propuesta por Maragall (propuesta basada en la mera pretensión de perpetuarse en poder) interesaba a un 6% de la población catalana; los partidarios de la independencia, desde la transición hasta el maremágnum que trajo la crisis económica nunca habían llegado a un 20% de la población, así que los deseos de independencia no han estado en el sentimiento  de la mayoría de la población durante muchas décadas, así que el maremágnum antedicho, esa vorágine nacionalista es nueva, es muestra de las voluntades veleidosas y sugestionadas de los hombres, y es producto del albur de un cuestionamiento coyuntural y seguramente transitorio de las relaciones con España. Así que, atendiendo a ese aspecto coyuntural, breve y veleidoso que la dicha vorágine nacionalista presenta, ¿tiene sentido poner en valor un supuesto «derecho a decidir» que no tiene para el individuo otra entidad que la ilusa sugestión de la palabrería, pero que se hace servir de palanca con que derribar la convivencia en Cataluña y en España entera, y que a efectos prácticos sólo sirve a los talibanes del nacionalismo? El hombre es de naturaleza variable, es veleta zarandeado por pasión y alucinaciones, y sabe de la provisionalidad de sus creencias, así que siente la necesidad de aferrarse a algo fiable y duradero. La Constitución, en la política, cumple ese propósito. Sirve de baluarte cuando el transitorio vendaval de la crisis y los sinsabores arrecian. La Constitución pone la vista en lo firme y duradero —porque el tiempo acrisola la estupidez humana—, precisando su elaboración de capacidades, esfuerzos y asentimientos generalizados. Es algo hecho desde la conciliación para la concordia; algo firme a que agarrarse cuando soplan los vientos pasionales, cuando huracanes circunstanciales hacen enloquecer a los hombres provisionalmente, cuando las alucinaciones pretenden imponer su dictado. Tal construcción es la Constitución española. Considerando ese carácter voluble de las gentes, con buen criterio se fijan en la Constitución las condiciones que se han de dar para que ciertos derechos individuales y grupales puedan ejercitarse. Las consecuencias de ejercer el «derecho a decidir» no sólo afectarían a la convivencia en Cataluña y en España, sino que es también una amenaza a la construcción europea porque propicia la desintegración; por tales razones y con criterio unánime y concertado, la Constitución contempla que ha de ser toda España quien decida sus cambios, considerando con buenas razones y con la experiencia acumulada que en las democracias de Occidente no existe ni puede existir un país en el que una de sus regiones esté oprimida o explotada por otras, ni sometida por ellas, pues los resortes democráticos lo impedirían.

«Libertad y liberación de Cataluña», palabras altisonantes y hueras donde las haya. De la libertad individual, ¿existe merma de libertad en el ciudadano catalán en relación a cualquier otra región de España o de Europa? No, obviamente ninguna. Y claro como el agua que Cataluña no es una región oprimida si subyugada ni sometida, que tiene sus leyes, sus tribunales, sus propios modelos de convivencia, sus parlamentos, que legisla, ¿de quién habría que liberarla? Surge la sospecha: «algo huele a podrido en Dinamarca» cuando se observan de cerca las reivindicaciones de libertad del nacionalismo catalán. ¿No pretenderán con ese grito de libertad sacudirse las opiniones y voluntades discrepantes? Un ejemplo, aludiendo falta de libertad, hace unas semanas dimitió el equipo directivo de un Instituto de Enseñanza Secundaria porque se les obligaba a que se impartieran clases en castellano, es decir, porque no querían atenerse a la ley. Otro ejemplo, la negativa del gobierno de la Generalitat a cumplir y hacer cumplir las leyes sobre política lingüística en Cataluña. Un tercer ejemplo, el del nacionalista que en la TV3 se ufanaba de haber denunciado a cientos de comerciantes por rotular sus comercios en castellano (la ley más retrógrada que quizá haya existido). Los tres son ejemplos claros de personajes e instituciones que presentando la máscara de sentirse agraviados por la falta de libertad en Cataluña conculcan los derechos y libertades de los que discrepan de su opinión: niegan la enseñanza en castellano, impiden rotular el comercio en el idioma elegido por el comerciante, impiden que se hable en clase en otro idioma que no sea el catalán…Libertad para poder prohibir, reprimir, coartar, para imponer un totalitarismo en lo informativo y un monolingüismo, para modelar un pensamiento único. Se exigen derechos y libertades a esa entidad supuestamente agresora que es España, para negar al discrepante esos mismos derechos y libertades en nombre de la identidad catalana.  (Continuará…)

4 comentarios en “La cuestión catalana (I)

  1. Después de leer este análisis sobre la realidad del nacionalismo catalán me reafirmo en mi teoría de que la democracia consiste en pastorear a una masa de ciudadanos sin criterio propio, haciéndoles creer que son ellos los que deciden.

    Y esto no es malo en sí mismo, salvo cuando los políticos enloquecen y llevan al rebaño, en estampida, hacia el acantilado.

    Y nuestra única esperanza es que alguien le eche la zancadilla a los nacionalistas antes de que sea demasiado tarde y las ovejas se precipiten en el abismo.

    Saludos

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    • Tienes razón Yack, poseemos un carácter sectario, es decir, el hombre-masa necesita del grupo, sin él se encuentra desamparado, extrañado en un mundo que no entiende. Y necesita entender ese mundo, pero no tiene criterios ni juicios para ello, así que fía en la opinión de un líder. Necesita también creencias para «andar por la vida», y las toma del grupo, y necesita afectos, protección, amparo, identidad y referencia, y las toma en el grupo. De esa manera el hombre es sectario. Pocos «individuos» conozco, la mayoría son hombres-masa (en la terminología de Ortega)
      Saludos

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      • Y lo peor es que la mayoría de esos individuos que no se dejan arrastrar por las consignas de sus dirigentes, manejan creencias demenciales.

        Habría que enseñar en las escuelas a pensar basándose únicamente en los hechos objetivos, teniendo siempre presente que todo lo que no es científicamente comprobable sólo es una creencia que puede estar equivocada, aunque no nos lo parezca.

        Saludos.

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  2. Entiendo lo que me dices, pero, además de razón, el hombre está hecho también de sentimientos, de afectos, de deseos y de instintos, así que, compartiendo contigo ese necesario enfoque científico que debe darse al pensar, dejándose de las zarandajas de la metafísica que han corrompido toda la filosofía por su futilidad, demos chance a aquellos elementos de lo humano antes nombrados, que quien cultiva sus sentimientos y sus deseos aprende a vivir, así que soy partidario también que se enseñe en las escuelas a cultivarlos
    Un saludo

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