Rousseau, el padre del «buenismo»
Diderot y d’Alembert, que dirigieron la Enciclopedia en la que participaron todos los grandes personajes de la Ilustración, dieron poca cancha a Rousseau en su elaboración, apenas algunos artículos musicales. De hecho, lleno de resentimiento, rompe con Diderot, Voltaire, Hume, Grimm…, que le habían brindado su amistad y apoyo. Sus escritos más importantes, El contrato social y el Discurso sobre el origen de la desigualdad, presentan serias contradicciones y ciertamente han sido sobrevalorados. Entonces, ¿por qué esa sacralización de su figura?
Esencialmente por la creencia en «el buen salvaje», por pregonar que «el hombre es bueno por naturaleza». Tal creencia ha sido desde entonces aceptada por muchos hombres, y es la base del «buenismo» que impregna las sociedades de Occidente. Pero, ¿contiene tal creencia algo de verdad?
Si se le pregunta a un biólogo, responderá que el hombre es de naturaleza egoísta; si se estudia el comportamiento de las tribus primitivas que aún perduran en muchos lugares del mundo, la conclusión a que se llega es la de que las guerras entre tribus rivales son moneda de uso común, y las luchas entre miembros de la propia tribu causan más muertes que las mordeduras de serpiente; si nos fijamos en la conducta de los niños, es de lo más cruel y egoísta. Se mire por donde se mire el buen salvaje no aparece por ninguna parte.
Psicológicamente, en ese creer en la bondad innata del hombre se esconde un odio feroz. Rousseau aduce que es la sociedad quien corrompe al hombre, que es la desigualdad entre los hombres quien hace a estos perversos. Es la cantinela a favor del Igualitarismo que luego entonarían Marx y Marcuse y tantos otros. Pero la fórmula psicológica que se esconde en ese canto es ésta: «desigualdad igual a injusticia».
Muchos hombres creen que es injusto que otros hombres destaquen en cuanto a fama, poder o riquezas, sienten ante ello un agravio comparativo que se convierte usualmente en odio y resentimiento contra quienes gozan de esa superior posición, así que pretenden rasar: que todos seamos iguales en la posesión y disfrute de esos bienes. «Si no puedes ser superior a los demás, no permitas que nadie sea superior a ti», es la máxima que guía al hombre mediante una complicada imbricación de sentimientos. Así que, con brío, hay que acabar con las instituciones represoras, hay que acabar con la desigualdad, hay que acabar con la perversa sociedad que nos hace malos. Y en ese acabar se encierra el destruir: con odio, para que la destrucción sea eficaz. Destruir a todos los enemigos de la revolución, tal como hicieron Lenin y Robespierre.
Pero en una sociedad igualitaria de tal guisa (como las anunciadas por Rousseau, Marx o Marcuse), sin leyes, sin moral, sin instituciones represoras, ¿qué impediría el abuso de los fuertes sobre los débiles en mucha mayor amplitud que en la sociedad no igualitaria?, ¿quién trabajaría más allá de lo necesario para la mera subsistencia?, ¿quién impediría que las venganzas cobraran su imperio?
La solución la encontró Rousseau: somos buenos por naturaleza, así que en cuanto reine la igualdad saldrá de dentro del hombre su innata bondad y todo será afecto y trabajo desinteresado por la comunidad. Es la misma cantinela de Marx y de Marcuse. Pero esto, psicológicamente, es la mera excusa de quien no sabe qué decir al respecto de las preguntas arriba planteadas y se deja guiar por el deseo. Lo que ocurrirá después no nos importa ahora, que no detenga tu odio destructor lo que «qué ocurrirá después», convéncete de que el paraíso que prometemos es real, luego ya veremos. Tal es el íntimo secreto de la psique de Rousseau, de Marx y Marcuse, carecer de proyecto real y suplir esa carencia con la hipótesis de una naturaleza bonachona que permitirá un paraíso a la medida del deseo de los hombres.
Esa contradicción entre la bondad humana que se afirma, y el odio que se emplea en la acción que debe mostrar esa supuesta verdad, fulge también en la vida de Rousseau. Propugna una educación de los niños basada en el amor, sin castigos, y va entregando al hospicio cada uno de los cinco hijos que tiene con Teresa Levasseur.
De madre calvinista que muere al poco de nacer él, y abandonado por su padre a los 10 años, queda al cuidado de unos tíos y durante dos años trabaja como pupilo en casa de una familia calvinista. Luego es mantenido por Madame de Warens, dama ilustrada que se convierte en su madre y amante. ¿Se precisan más argumentos para intuir en Rousseau un fuerte resentimiento contra las clases superiores que poseen fortuna sin poseer talento?