EL NOMBRE Y LA PALABRA

“Quien sabe el nombre de una cosa la posee”, reza un antiguo adagio. De esa magnífica intuición fueron partícipes casi todos los pueblos de la antigüedad. Los egipcios y los mesopotámicos tenían, además del nombre de uso común, un nombre oculto. Entrar en el conocimiento de ese “otro” nombre facultaba el poseer su alma y voluntad. También los gnósticos tenían que dar fe de su nombre secreto —escrito en su abraxas— en el momento de traspasar los límites de los cielos guardados por los arcontes. El gran Ibn Arabi, el mayor maestro del sufismo (murciano de nacimiento), otorga 100 nombres al altísimo; de 99 de ellos da cuenta, atribuyéndoles diversas manifestaciones divinas, pero el nombre número 100 es ignoto para la humanidad. El humano que consiguiera saber tal nombre se haría igual a Dios.

Hay razones neurológicas para afirmar que quien sabe nombrar una cosa la posee cognitivamente. Pondré un ejemplo: aunque me enamora la música clásica, no puedo “conocerla” (no puedo siquiera recordarla) porque no sé distinguir un adagio de un allegro, un “la” de un “si bemol”, un acorde de otro, un compás de otro, el “do” de un violín del “do” de una flauta… El día que consiga ese conocimiento, seré capaz de rememorar una frase musical, de estudiarla, de recrearme en ella, de extenderla… seré capaz de nombrarla. El nombrarla con propiedad es conceptualizarla, es decir, es ponerle una etiqueta que hace de enlace con conexiones neuronales de los conceptos relacionados con la cosa, es adquirir un gran conocimiento sobre lo nombrado. Así que, en ese sentido, nombrar una cosa es entrar en su conocimiento; es, más que una cuestión lingüística o prosódica, una cuestión cognitiva.

En un párrafo de Heidegger se menciona a la poesía como la fundación del ser por la palabra de la boca… Dicha función creadora de la palabra no es novedosa. Es otra magnífica intuición que aparece en el Génesis, en la mitología griega, egipcia, sumeria y en gran número de mitologías de todo el orbe. Algunos libros, como el Corán o el Talmut, no es que representen la palabra divina, es que son la palabra divina; no es que solo sean la palabra divina, es que son la divinidad. De ahí el empeño de toda una vida de los cabalistas (también ciertas ramas sunníes y shiies, así como el judaísmo en su conjunto) en descifrar el sentido oculto de la palabra divina, de ahí que rastreen el talmut o el corán del derecho y del revés, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, en diagonal y en vertical, alternando las letras, configurando ecuaciones numéricas con el valor de sus números… buscan poseer el poder creador de la palabra.

¿Por qué desde muy antiguo se ha otorgado ese poder creador a la palabra? Creo intuir alguna explicación de orden neurológico. Existe un mecanismo neural que “almacena” las palabras en el cerebro en relación a su tono, a su prosodia, a su semántica, a su semejanza fonética con otras palabras, a la semejanza de forma del objeto o función que designa, a las categorizaciones a las que pertenece dicha palabra. De esa concatenación casi infinita surge el poder creador de la palabra. Ésta no sólo sirve para articular el pensamiento, sino que evoca a borbotones el pensamiento. Pongámonos delante de una cuartilla en blanco. No sabemos qué escribir. Pongamos una palabra, una frase, una idea. Inmediatamente (de resultas de esa concatenación neural) nos surgirán nuevas palabras, nuevas ideas; el pensamiento empezará a bullir hasta no darnos de sí la mano para responder a todo cuanto nos surge en el pensamiento. Pero no es la conciencia quien dicta, no es la fría razón quien dicta, sino su subterráneo, el subconsciente. Las palabras, las frases, las ideas surgen sin consciencia de su emergencia. A este respecto quiero nombrar el síndrome de Marcel Proust. En Busca del Tiempo Perdido es quizá la mayor obra literaria del siglo XX. Proust escribió sus siete volúmenes a los cuarenta y tantos años, mucho tiempo después de que hubieran sucedido los hechos que narra. Escribe tumbado en la cama. Su método de trabajo consiste en empezar tomando unas magdalenas con té. Al olor de éstas, revive pormenorizadamente, vívidamente, los sucesos más minuciosos de su vida pasada. Quien haya leído su obra sabrá que no exagero, que en la descripción de un cuadro, de una frase musical escuchada muchos años antes, en la descripción del porte de monsieur de Charlus, en la perfidia que creía adivinar en Albertina o en los celos que ésta le causaba,  era detallista hasta lo microscópico. Una vez puesta la primera palabra en su pluma, un torrente de ellas acudía sin cesar.

Las palabras, por su organización neural, evocan el pensamiento, germinan otras palabras, otras ideas, otros pensamientos. Son articuladoras y creadoras de pensamiento.

No era gratuita la magnífica intuición de los antiguos.

POR EL BIEN DE LA HUMANIDAD

Los mesías  rojos se anuncian con un cartel que destaca en grandes letras  su amor por la humanidad. Solo hay que mirar la bibliografía al uso sobre la revolución bolchevique o la revolución cubana para percatarnos de ello. Lenin, Che Guevara y Fidel Castro levantan todavía olas de admiración en sus correligionarios, pero si se escarba un poco en sus hechos aparecen muchos, muchísimos, cadáveres. También los apóstoles rojos dicen actuar por amor a la humanidad, clamando en muchos casos por obligar a las gentes a “ser felices”. Expongo un ejemplo de apostolado.

Herbert Marcuse tuvo un reconocimiento grandioso durante los años 50 y 60 del siglo XX, gracias principalmente a dos de sus libros: Eros y civilización, y El hombre unidimensional. Posteriormente fue perdiendo importancia entre sus correligionarios marxistas. Sin embargo, no se puede negar que en sus escritos están prefiguradas gran parte de las ideas  con que se han conformado la ideología marxista-feminista-ecologista que hoy en día impera en Occidente. Marcuse clama en favor de los animales, del ecologismo, de Marx («…negativa a la rudeza, a la brutalidad y al espíritu gregario; aceptación del temor y la debilidad; reducción de la población futura»)

y de quienes jugarían el papel de proletarios (a quienes acusaba de haber perdido su negatividad), («…los proscritos y los extraños, los explotados y los perseguidos de otras razas y otros colores, los parados y los que no pueden ser empleados»).

Pero lo que me interesa resaltar ahora es su papel de salvador de la humanidad. Estas son algunas de sus recomendaciones sociales para cuando llegue el día esperado de la Liberación:

(«Quitarles las diversiones para que estallen: …la mera supresión de todo tipo de anuncios y de todos los medios adoctrinadores de información y diversión sumergiría al individuo en un vacío traumático…» …  «el no funcionamiento de la televisión y de los medios similares podría empezar a lograr, así, lo que las contradicciones inherentes del capitalismo no logran: la desintegración del sistema.»

«Ellos deben ser “obligados a ser libres”, a “ver los objetos como son y algunas veces como deberían ser”, se les debe enseñar el “buen camino” que están buscando».)

Marcuse es uno de tantos que proclama odio hacia todo el mundo en nombre de la humanidad.

Plantemos cara a la siguiente cuestión: ¿Por qué los grandes líde­res revolucionarios y todos cuantos ejercieron el terrorismo de izquierdas durante los siglos XIX y XX procla­maban a los cuatro vientos su beatífica intención de salvar a la humanidad de opresiones e injusticias de toda índole en vez de procurar exclusivamente por sí mismos y, en todo caso, en vez de procurar primeramente por el bienestar de sus allegados?

Rousseau clamaba por una educación infantil basada en la comprensión y el cariño, pero entregó a la inclusa a sus cinco hijos. Marx predicó la liberación del proletario de la penuria en la que estaba sumido, pero tres de sus cinco hijos murieron por las condicio­nes de miseria en que vivían, mientras su padre derrochaba la fortuna de su esposa en aprovisionar de armas a revolucionarios, mientras esquilmaba económicamente a sus amigos y se negaba a realizar trabajo alguno que proporcionara sustento a su familia. Lenin vivió gran parte de su vida a costa del dinero de su madre y luego del dinero que recibió de los alemanes para que rindiera las tropas rusas; y mientras arengaba a sus camaradas con discursos de salvación del proletariado, dejaba morir de hambre a millo­nes de rusos y ucranianos, o bien los fusilaba. Robespierre, en cambio, se declaró ene­migo de la pena de muerte, eso sí, antes de llegar al poder, a partir de entonces se mostró partidario de guillotinar a la mitad de los franceses. Otro salvador de la humanidad fue Che Guevara, quien pretendió hacer de todo revoluciona­rio una máquina de matar cargada de odio. Pol Pot, en cambio, era muy selectivo, pensó que solo los campesinos merecían ser liberados, así que arrasó las ciudades y a sus habitantes[1]. Si levantamos la máscara de la bella apariencia, del altruismo y la bondad hacia los desconocidos, aparece debajo la carne viva, la cruda realidad del personaje: una gran indiferencia hacia los cercanos, hacia los de la misma sangre. Un supuesto amor a la humanidad, por un lado, y, por el otro, un egoísmo extremo palpitando en la indiferencia que muestran para con los suyos. La máscara ideológica y lo que ésta esconde.

Tal impostura se puede entender como una estrategia —consciente o no—tendente a negar la maldad de los propios actos, propósitos y sentimientos, auto justificándose con una máscara de bondad. Un examen atento a sus actos y a sus propósitos delata en todos ellos  un odio inmenso a la humanidad. Ya que recono­cer tal odio les podría crear sentimientos de culpa, se convencen de que cometen sus crímenes por amor. Los seres humanos tenemos un arte especial para auto justificarnos. Quien haya leído la vida de esos personajes sabe que eran movidos por ambición de poder y por odio –las ideologías se encargan de ocultar esto—no por amor a la humanidad. Pero, en cambio, se convencen de actuar por amor, y su ideología es un buen disfraz para ello. Se dicen a sí mismos: me pro­pongo liberar a los pobres de la Tierra, así que tengo derecho a acabar con todos cuantos se opongan a mi beatífico proyecto. Así justifican sus crímenes. A su odio y a la utilización de los deshereda­dos de la Tierra para sus propósitos de poder y grandeza lo llaman amor a la humanidad, de ese modo ocultan su odio a la humanidad.

Otro día tocará hablar de los grandes multimillonarios, tipo Bill Gates o Soros, que pretenden salvar a la humanidad reduciendo la población mundial y empobreciéndonos a todos. También de los ecologistas, que pretenden salvar el planeta acabando con la especie humana. Por último, un consejo: si te hablan de salvar a la humanidad, al planeta, a los animales, a la patria, a la nación catalana…,  huye rápido de ellos.


[1] Un extraño amor a la humanidad demostró tener el filósofo Foucault, que veía cárceles hasta en las miradas y que abogaba a favor de asesinos comunes, pero alabó al Irán de los Ayatolas y rindió pleitesía a Mao, El Gran Timonel, bajo cuyo mandato murieron de hambre y fusilamientos más de cuarenta millones de chinos.

OCURRENCIAS DISPERSAS

La rueda del mundo

Mil años estuvieron los cristianos esperando la «inminente» llegada del fin del mundo acompañada del juicio final.  Tal era su gran esperanza para escapar de este valle de lágrimas. Cincuenta años llevan los miembros de la Iglesia del Cambio Climático esperando el apocalipsis climático que nos destruirá. Cambian las circunstancias, pero no cambian las respuestas. Con esperanzas y amenazas se dirige el rebaño.

Saltos frustrados

Los antiguos griegos y los musulmanes de los primeros siglos del islam estuvieron a punto de conseguir un salto tecnológico que en la realidad tardaría muchos siglos en producirse. La aversión al trabajo manual de los pensadores griegos impidió que su matemática se hiciese práctica y se encarnase en ciencia. A los musulmanes se lo impidió el triunfo en el siglo XI de la concepción religiosa más rígida.

Inventar problemas y agrandar mitos

Los políticos y los «vividores» son duchos en inventar problemas que les procuren buenos beneficios, aunque con ellos agobien o asfixien a la población. A cuenta de la violencia machista viven cientos de miles de feministas, aunque estadísticamente la violencia siga en sus trece de no aumentar. Aplíquese el mismo cuento al Cambio Climático, a la violencia infantil, al racismo y a un gran número de «problemas». En caso de que el problema esté perdiendo atención, los políticos y vividores ponen su foco en él y lo agrandan hasta el extremo de hacerlo aparecer como el mayor peligro de la humanidad.

Aburrimiento

Aseveró Bertrand Russell que el aburrimiento es causante de la mitad de las revoluciones y locuras que se producen en el mundo. Me viene al recuerdo aquella banda, «los cinco de Cambridge»,que espió desde Inglaterra para la URSS. De familias adineradas, incluso aristocrática en uno de los casos, eran buscadores de emociones fuertes con que aliviar su aburrimiento, creyeron que el espionaje les proporcionaría el remedio que buscaban.

Temor

Temo que, al igual que la utopía comunista trajo decenas de millones de muertos y pavor generalizado en los países donde se instauró, la utopía globalista de la convivencia pacífica y sin fronteras traerá el fin de la civilización en Europa tal como la entendemos, y vendrá acompañada de una gran catástrofe social. De buenas intenciones está embaldosado el infierno.

Creencias

Hay una predisposición en el hombre a creer en una entidad superior, perfecta y justa, a la que someterse y a la que entregar la vida en sacrificio. La entidad puede reconocerse como un dios o como una idea, como una religión o como una ideología, como Yahvé, Alá, el planeta Tierra o el comunismo. En esas entidades se busca protección y justicia, y se mantienen enraizadas en el marco de las creencias populares desde hace miles de años, aunque el mundo sea ahora completamente distinto a como fue cuando cobraron plenitud. No hace muchos años que aún se practicaba en ciertas zonas rurales de Francia y España ceremonias de fertilidad al lado de megalitos prehistóricos; y la actual expresión religiosa hacia vírgenes y santos apenas tiene diferencias de matiz con la que se daba miles de años atrás para con dioses y diosas de la fertilidad. ¡Y qué decir de las ceremonias que giran alrededor del Cambio Climático!

Metafísica e idealismo

Una parte de la filosofía camina frecuentemente por esos caminos como buscadores de oro, incapaces de encontrar una sola pepita dorada de certeza. Finalmente, pintan de amarillo un guijarro y lanzan al vuelo campanadas de triunfo. Enseguida acuden miles de daltónicos a seguir profundizando en el filón.

LA TECNOLOGÍA QUE SE NOS VIENE ENCIMA

La tecnología es conocimiento aplicado a la creación de una máquina para producir una cierta labor de manera eficiente, así que, como sucede con el conocimiento en general, del empleo que se le dé dependerá el provecho o el perjuicio que producirá. Por ejemplo, la energía nuclear nos puede proporcionar incontables beneficios o nos puede destruir.

La revolución tecnológica venida de la mano de Internet (al poner a competir a billones de mentes pensantes que intercambian sus conocimientos) posibilita la conversión en científico de lo que hasta ayer mismo era considerado mágico. Ya somos capaces de volar, de ver imágenes que se producen a millones a kilómetros de distancia, de controlar la conducta y las sensaciones humanas mediante un chip implantado en el cerebro, de clonarnos, de poner en órbita estelar un ojo que vigile nuestros más mínimos movimientos, de regenerar partes del cuerpo que se han lesionado, incluso de crear máquinas más inteligentes que nosotros mismos. El desarrollo de la mecánica cuántica, del ordenador cuántico, la manipulación del ADN, la epigenética, la biología sintética…van a hacer girar en pocos años la faz de lo imposible.

Algunos de los proyectos que ya se han llevado a cabo con éxito o que están en marcha son estos: conservar vivo un cerebro desconectado del cuerpo (Hay un hermoso cuento de Roald Dahl —el autor de Matilda y de La fábrica de chocolate— titulado William and Mary, en el que se lleva a cabo tal proyecto); clonar digitalmente un cerebro; la llamada Inteligencia Artificial… Otros, como la teletransportación cuántica de materia y los viajes en el tiempo, no me cabe duda de que el futuro los hará factibles.

Éstas son algunas de las ventajas que pueden proporcionar las nuevas tecnologías:

—Mejorar, reparar, ampliar, reemplazar las extremidades y órganos de nuestro cuerpo.

Leer los procesos mentales que tienen lugar en el cerebro.

—Guardar copias digitalizadas de todo un cerebro o de ciertos pensamientos

—Controlar digitalmente el funcionamiento cerebral.

—Alargar nuestra vida.

—Mantenernos sanos en todo momento.

—Vivir eternamente.

—Construir robots mitad biológico-mitad máquina

—Sustituir en las pantallas del cine o de televisión a los actores por modelos biométricos suyos, a los que se puede rejuvenecer o envejecer a voluntad mediante la Inteligencia Artificial generativa.

—Construir edificios mediante gigantescas impresoras 3D

—…

Ya se ha señalado que la bondad o iniquidad de una tecnología depende del uso que se la dé, pero hay una sobre cuyo uso se debería ejercer un control férreo. Es la IA. El peligro que puede acarrear para la supervivencia de la especie humana el uso de la Inteligencia Artificial es inmenso. Definida en un sentido amplio, es un sistema que posee una ingente cantidad de datos y de conocimientos relacionados, y que estaría diseñado y pensado para aprender por sí mismo (él mismo podría añadir o modificar su software y su hardware). En cada interacción con el entorno (en cada experiencia) ampliará sus conocimientos, predicciones, formulaciones y respuestas. ¿El peligro? Imaginemos que se le pone al frente de diversos sistemas de producción y control, de sistemas de información, de armas nucleares, de ordenadores cuánticos, de control de masas, de armas bacteriológicas…Si consiguiese hacerse con el control de sí mismo, y parece que su capacidad de aprendizaje le facultaría para ello, ¿quién podría oponerse a sus designios?, ¿quién podrá oponerse a que destruya la especie humana o que la esclavice?

Este Lucifer en potencia me recuerda al célebre GOLEM.  En la novela del mismo nombre, escrita por Gustav Meyrink, se dice que un rabino creó —según los métodos de la Cábala— un hombre artificial, el Golem. Cobraba vida gracias a la influencia de una hoja mágica que el rabino ponía entre sus dientes. Una noche el rabino olvidó quitársela y el Golem salió a la calle destrozando todo a su paso. El rabino destruyó la hoja y la criatura cayó sin vida. (¿No les recuerda a la retirada de un dispositivo que controle, el programa, para parar las secuencias que efectúa el ordenador?). Borges relata una leyenda ligeramente distinta: el rabino insufla al Golem vida cabalística escribiendo en su frente de barro la palabra hebrea EMET (verdad); cuando la criatura se subleva, el rabino le engaña acercándose a él para soplar en su frente, así borró la primera letra, la E, quedando la palabra MET (muerte), y el Golem se redujo a polvo. (¿Borrar una línea de su programa?)

En cualquier caso, la especie humana tal como la conocemos parece tener los días contados. Aquella ocurrencia de Hegel, «todo lo razonable es real» —sobre la que sus adoradores andan todavía indagando y adorando su misterio—, tiene mucho más sentido reformularla así: «todo lo imaginable es realizable». En otras palabras, nos estamos convirtiendo en dioses. Pero tal hecho podría no ser otra cosa que mera ilusión. Tal vez no seamos sino ceros y unos dentro una máquina, tal como plantea Souglas Hofstadter en The Mind’s Eye; o tal vez solo seamos el sueño de un dios o de alguien que, a su vez, es soñado por un dios, tal como, de manera sublime, nos cuenta Borges en su relato Las ruinas circulares.  

¡Vivir para ver!