Se ha de reconocer que el impulso a chingar (en la acepción que refiere al sexo, o si prefiere, use estas otras: joder, follar, fornicar, copular, montar, tirarse a…) preside, mueve la vida y la reproduce.
Descrea de los prolijos estudios que sobre el “ser” se han realizado, descrea de la retórica de los filósofos, no se deje amilanar por los moralistas, ponga en solfa las alocuciones de los políticos, mire a los utópicos con sus gafas de la risa, recele de la seria gravedad de los científicos, baje a todos ellos del pedestal en que han estado encumbrados. Porque ni filosofía ni utopía ni cultura ni ciencia han encontrado nunca una verdad como esta: chingar es lo que más nos importa.
Chingar con jóvenes y de aspecto hermoso, y, según afirmaciones estadísticas, que su sexo sea el opuesto al nuestro. Cuando no se consigue tal cosa con la necesaria variedad y frecuencia, nos ocupamos de lo demás: creamos formas culturales, nos embarcamos en proyectos utópicos, inventamos artilugios para volar o cocinar los alimentos, o nos da por construir pensamientos acerca de la naturaleza de las cosas. Pero, no nos engañemos, digamoslo sinceramente: todo gira en torno al sexo.
Incluso el poder es secretamente “para” el sexo y no al contrario. Lo que íntimamente desea el político que arenga a las multitudes con emoción orgiástica, aunque no sea consciente de ello, es seducir a su secretaria, tener un imán sexual que atraiga a las mujeres de su entorno, desnudar a la becaria, sentir el placer de que las mujeres de su séquito suspirasen por su verga y por sus carnes. Pero la moral y los tabús sociales ponen coto en la conciencia a sus deseos íntimos y, de forma sustitutoria, la conciencia se abre al propósito del poder, de la fama y de la prominencia, que no son otra cosa que sucedáneos del sexo. Incluso el monje o el eremita tienen el chingar como cosa sagrada, pues dedican su vida a huir del influjo que les produce y por temor a que domine su vida.
En la cima de todos los deseos, oculto tras de las variadas nubes de esperanzas y propósitos y de los cirros de las riquezas y las famas, irreconocido generalmente, se encuentra el motivo que engendra casi todos los demás motivos y deseos del hombre: se encuentra el deseo sexual y su Corte. Una Corte donde el flirteo, la sensualidad, los ritos de seducción y los escarceos amorosos son las damas de honor. Pero ese rey del sexo muestra dos caras: la de poseer el objeto de deseo y la de ser deseado.
Detrás de toda la actividad del hombre a que le reconducen los tabús sociales y le facilitan sus singulares capacidades, oculta en un subterráneo profundo, se percibe la lumbre del sexo. El físico o el matemático que se enfrentan a resolver los arduos problemas que plantea la Teoría de Cuerdas, no cifran su búsqueda en tratar de descubrir una verdad ardua sobre la realidad del mundo, sino en destacar por encima de los demás físicos por haber encontrado esa verdad. Pero ese es solo el primer subterráneo, pues ese querer destacar tiene también su oculto propósito: conseguir seguridad y autoestima para atraer a mujeres hermosas.
Y aunque luego la edad y las circunstancias hagan inviable el oculto deseo de todo hombre, la maquinaria cerebral ya está en marcha ―con su implacable inercia― en busca de los sucedáneos hacia los que nos hemos embarcado durante toda una vida de ocultación y evitación de nuestras descarnadas ansias de sexo, pues el temor a la reprobación social nos conduce a disimularlo. Y seguimos buscando el sucedáneo, el bien sustitutivo del sexo, sin percatarnos que fue el sexo lo que empezamos buscando desde el primer momento.
Y, no se engañen tampoco: el hombre, más que inteligente, más que culto, más que capacitado o diligente, querría ser hermoso. Ese es su deseo más secreto. Ser hermoso para atraer hacia él el sexo.