Una idea puede abducir al individuo, hipnotizarlo, cebar de impulsos un circuito neuronal y sostener reiteradamente en la conciencia una imagen o un pensamiento. En tal caso, la idea se hace obsesión, se apodera de la conciencia y la somete a su imperio. En esos casos la idea se abona con fuertes sentimientos y echa tales raíces en la conciencia del sujeto que más que creencia robusta se convierte en madre posesiva que abduce el razonamiento, ante la cual ninguna evidencia que presente la realidad en su contra será suficiente para liberarla de sus garras. (Los sentimientos dichos suelen originarse del juego de interacción de temores y deseos que genera la pertenencia a un grupo). El sujeto queda encadenado a una creencia férrea que dirige a su antojo la conciencia que de las cosas tiene y ciega o anula toda perspectiva distinta a la que ella ofrece. La creencia abduce al individuo absorbe su entendimiento y lo esclaviza. El sujeto se convierte en un personaje totalitario al que guía esa idea o creencia.
Son incontables los ejemplos de esa ceguera individual o colectiva que niega cualquier evidencia en contra. Es el caso del enamorado que persiste en creer que es amado porque él ama, a pesar de los continuos desaires que sufre por parte de su amada, sin que le ronde desánimo alguno ni idea de que ella no le corresponde. Es el caso de los que creen en pseudociencias como la astrología, la homeopatía o la quiromancia, que nunca se plantean si el suceso o la cura que les anunciaban se cumplen o dejan de cumplirse. Pero es también el caso de los amantes de utopías sociales tales como el comunismo, a quienes los cientos de evidentes desastres a que ha conducido la implantación de tal utopía no desanima, teniendo siempre a mano una justificación increíble de los desastres o simplemente negándolos, sin percibir evidencia alguna en el hecho de que todas las utopías han acabado en distopías cuando se han implantado. Incluso es el caso de los creyentes y practicantes del psicoanálisis, que, sin haber presentado jamás prueba alguna de su capacidad sanadora, sigue siendo considerada como ciencia en algunas Universidades, y sigue siendo como tal practicada. Y, también, claro, tenemos a los religiosos creyentes de metafísicas oscuras y vanas, que están tan ciegos que creen ver en ellas excelsas deidades filosóficas.
El caso es que las gentes sacrifican y entrega su vida a las ideas más peregrinas, más ingenuas o más repugnantes. Los kamikazes que se sacrificaban por la idea del honor, Robespierre por su idea de la República, los soldados de las Brigadas Internacionales, el Che Guevara, Moisés, Juana de Arco, Lenin, Mao, el escritor que sacrifica su vida en busca de éxito, son ejemplos claros de personas entregadas a una idea obsesiva sin la cual su vida deja de tener significado alguno. Pero hoy hablaré un poco más de la obsesión del amor.
¿De qué nos enamoramos?: de una sonrisa, de un dulce mirar, de una voz aterciopelada, de dones que anhelamos, de gracias que nos producen gozoso sentir. A enamorarnos nos empuja esa necesidad de gozo, y según sea la particular necesidad así será la gracia requerida para abrir la puerta del enamoramiento. Hay un hecho que descubre sin lugar a dudas el enamoramiento; se percibe cuando al mirar a la persona amada a los ojos sientes unicidad, sientes que sois numéricamente uno, que formáis un solo ser; es una sensación mística cual la que siente el eremita cuando se percibe por encima del mundo, unificado con el mundo, la que percibe el yogui, el sufí, el asceta, cuando creer tener delante de él el rostro de Dios. Pero volvamos a pisar el suelo.
Hay quienes requieren en el otro un carácter fuerte para avivar su amor, mientras que en otros se aviva ante un carácter débil, quienes siempre buscan en el objeto amado un rostro de adusta seriedad o, por el contrario, buscan que de él emane un aspecto picaresco; otros desean profundidad de pensamientos en la persona amada, y otros simpatía en el decir, pero todo el mundo está predispuesto a enamorarse de un rostro y un cuerpo bello, grácil, pues todos sentimos el gozo de la belleza.
Se anhela la posesión del gozo ansiado y que aparece en escena el temor a perder ese gozo, y tal temor se resuelve como temor a perder a la persona amada, así que aparecen los celos, la obsesión de poseer. Pero el amor más sentido, el amor que produce más embeleso, surge de remodelar imaginativamente, hasta la perfección, la gracia de la persona amada que nos cautiva. Tan elaborada imagen bulle en la conciencia de uno y esparce gozo en su corazón. Para eso la persona amada debe hallarse lejos, pues la cercanía no tardaría en hacer aflorar sus imperfecciones y en derrumbar parte de la figura que hemos construido de ella. Si esa amada muriese sin que el enamorado hubiera traspasado la nebulosa del enamoramiento, su imagen lo acompañaría toda su vida (incluso podría desencadenar una tragedia del tipo de Tristán e Isolda, Romeo y Julieta o los Amantes de Teruel); sin embargo, si enamorado y amada se casasen, muy probablemente se odiarían a no tardar.
Ya lo dijo Leonor de Aquitania, la princesa que presidía las justas de amor cortés que tenían lugar en su palacio: “El matrimonio es la tumba del amor”. Yo no estoy totalmente de acuerdo, en el matrimonio pueden producirse combates épicos y rencores rancios, pero también puede darse una simbiosis en la pareja –aun con las desdichas que acarrea el vivir juntos muchos años—que haga que la vida de cada cual resulte imposible de soportar sin el otro.