UTOPÍA

El ser humano padece una esencial insatisfacción en lo relativo a su  experiencia de vivir la vida. Cuando se consuma un deseo no le sigue sino una provisional satisfacción del anhelo, y éste se reproduce poco después. Los budistas intentan acabar con ello, pretenden erradicar todos sus deseos. Tal es el fundamento de su filosofía de vida, pero otras gentes, sobre todo las que se muestran muy insatisfechas en lo tocante a al orden social y a su posición en ese orden,  modelan en su mente ideales modelos de sociedad cortados a la medida de sus deseos, o bien se adhieren a la ilusión de los modelos que otros han imaginado. A esas ilusiones sociales se las denomina utopías. Como el espejismo que refleja un oasis lejano en la ardiente arena del desierto ―imponiéndose con fruición y esperanza a la visión del extenuado viajero que sediento transita sus dunas―, la utopía es el gozoso mundo que percibe el fatigado transeúnte de la vida cuando se refleja la sociedad existente en el espejo de sus deseos.

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Una utopía es el dibujo de una sociedad feliz, así que la primera utopía que surgió de la imaginación del hombre fue la del Paraíso Terrenal de Adán y Eva, aunque la gran utopía es el Cielo, el lugar donde Dios acoge a los bienaventurados y les otorga la felicidad por decreto. Bien es cierto que hay tantos Cielos como religiones, y no en todos ellos se pinta la felicidad de igual manera. El Cielo islámico es el más ilustrativo, pero el primer Cielo que fue concebido por la imaginación del hombre fue el del zoroastrismo, que se otorgaba como premio a quienes siguieran las doctrinas del dios Ahura Mazda (ya que los Territorios de los muertos de egipcios, mesopotámicos y griegos, no podemos considerarlos Cielos al no tener el difunto asegurada la felicidad en ellos).

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El nombre ―y la conceptualización― se lo debemos a Tomas Moro, que en una imaginaria ínsula llamada Utopía situó a una sociedad de régimen comunal y propiedad colectivizada en que las gentes vivirían en paz y felices, y donde reinaría la justicia. Pero sabemos que la justicia es una cuestión de criterio y me temo que no existe otra paz que no sea la impuesta de manera represiva o que no sea la paz del cementerio. En fin, que Tomas Moro era un idealista lo confirma el que se opusiera a la Reforma protestante, al divorcio del rey Enrique VIII con Catalina de Aragón, y a que el rey fuese la cabeza de la nueva iglesia. Fue ejecutado en 1535.

Casi todas las utopías imaginadas han pintado una sociedad igualitaria. Utopías socialistas, comunistas, anarquistas, de órdenes monásticas, de los bogomilos, de los cátaros…, parece como si el Igualitarismo constituyese uno de los mayores anhelos de las gentes. Voy a hablar con contención de utopías y de tal anhelo.

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Ya he dicho que la insatisfacción que nos produce la existencia  hace germinar la Utopía, que es, por tanto, un producto de la imaginación guiada por el deseo. Pero la Utopía es también un modelo de perfección que parece estar muy arraigado en la naturaleza humana. Las primeras formas religiosas, que giraban en torno a la fertilidad, creían en una correspondencia Cielo-Tierra en la que las cosas groseras de este mundo eran reflejo borroso de las cosas perfectas del Cielo. (Este cielo no es el todavía el de Zaratustra, al que adornaban la felicidad y el gozo). Platón tomó como suyo este modelo y habló de los arquetipos celestes, hechos de perfección y armonía. Así que la idea que construye imaginativamente un mundo perfecto ya es muy antigua y preludia la idea de la sociedad perfecta, que es ya utopía.

El primer gran esbozo de una sociedad igualitaria y feliz lo realizó Rousseau, pero lo he tratado tan a menudo en este blog que prefiero dirigirme hacia un discípulo suyo, Charles Fourier, socialista francés de principios del XIX. Fourier fundó la idea de los Falansterios, comunidades rurales que vivirían en un edificio de no más de 1.600 personas, con servicios colectivos y un sistema de trabajo y organización plenamente planificada. Cada individuo actuaría libremente para elegir un trabajo u otro y su jornada sería de seis horas, pero toda actividad estaba reglamentada en sus detalles, incluyendo los juegos del amor y el sexo. Como Rousseau, Fourier creía en la bondad innata del hombre y apostaba a que, partiendo de esa premisa, se solucionarían todos los problemas de convivencia. Como Rousseau y también como Moro, también creía que la propiedad privada era la causa de todos los males sociales. Lo cierto es que los pocos Falansterios que se crearon tuvieron una duración efímera, pues enseguida las pasiones humanas ―con las que estos utópicos no contaron― desbarataron el proyecto.

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Otro gran utópico fue Robert Owen, que en plena Revolución industrial inglesa pasó de ser un simple empleado a tener en propiedad varias fábricas y hacer una gran fortuna. Con tal riqueza, fundó en EEUU la sociedad Nueva Armonía, con su jardín de infancia y su biblioteca, pero resultó un absoluto fracaso que le hizo perder gran parte de su dinero; así que de vuelta al Reino Unido se dedicó a impulsar los movimientos cooperativos, llegando a tener un cierto éxito, aunque su intento de eliminar el dinero le produjo otro quebranto dinerario. Es el representante más conspicuo del llamado socialismo utópico.

Marx y engels

Contra Owen y contra su socialismo utópico lanzaron pestes Marx y Engels, e idearon el autoproclamado Socialismo Científico que, bien mirado, tiene todos los visos de ser una utopía revestida de ropaje pretendidamente científico. Claro que, contrariamente a los anteriores utópicos nombrados, que describían cómo iba a ser la sociedad feliz y perfecta, Marx y Engels no dijeron una sola palabra de cómo sería ni de cómo construirla. Como señala  el filósofo Karl Popper: «¡Trabajadores del mundo, uníos!: He ahí la fórmula con que se agotó el programa práctico». Fundamentaron la llegada del comunismo en esa varita mágica que es la Dialéctica de Hegel (que tanto sirve para arreglar un roto como un descosido, e igual saca un conejo o un elefante, a gusto del observador, de la chistera ) y en la ilusa esperanza de que el hombre nuevo comunista sería la bondad personificada ―al estilo de Rousseau― y que trabajaría con todo su ahínco por la sociedad sin esperar recompensa alguna. Pura utopía y deseo.

Otro creador de utopías fue Marcuse, que inspiró el movimiento hippy y el Mayo del 68, pero he hablado ya tanto de él que prefiero referirme a otra utopía célebre, la de Shangri La, que aparece en la novela de James Hilton, Horizontes perdidos, y que fue llevada al cine con gran éxito en 1937 por Frank Capra. Shangri La es una región escondida por altas montañas en el corazón del Himalaya, en la que reina un clima benigno y la bondad innata del hombre de inspiración budista. Finalmente y con gran esfuerzo dos personajes logran escapar de la utopía.

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Las utopías anarquistas duraron lo que un caramelo a la puerta de un colegio cuando se pusieron en práctica (en un próximo post explicaré las razones psicológicas por las que las utopías igualitarias han acabado todas en distopías, pues ahora no hay espacio para ello), pero una utopía que la película La Misión, ha hecho famosa gozó de éxito durante un buen tiempo, hasta que los intereses de la corona española y de la corona lusa dieron al traste con ella. Me refiero al proyecto que llevaron a cabo los misioneros jesuitas españoles con los indios guaraníes junto a las cataratas del Iguazú, creando una sociedad autoabastecida y en paz y armonía. Otra sociedad que goza de esos dones es la de los Amish en Norteamérica, grupo religioso de antiguos anabaptistas alemanes y suizos radicados mayoritariamente en Norteamérica, que viven según las costumbres y la tecnología del siglo XVIII, y separados de la vida moderna que les rodea. Lo que mantiene esa forma de vida es una fuerte moral religiosa, sin la cual la sociedad se desintegraría enseguida. ¡Y es que parece que solo somos capaces de vivir en paz y sin rencores cuando un fuerte garrote o una deidad gravita sobre nuestras cabezas!, pero estas razones y otras las expondré en un próximo post.

Lo políticamente correcto II. Marcuse y la doble faz del «buenismo»

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En relación a las preguntas que formulé al final de mi anterior post en este Blog, ¿quiénes manejan lo políticamente correcto?, ¿cuáles son sus orígenes?, la respuesta es clara: principalmente los movimientos igualitaristas. Es decir, los que abogan por una sociedad donde todos los individuos que la integran posean las mismas libertades y derechos, pero también el mismo estatus social y el mismo nivel de riqueza; sin que, en consecuencia, la laboriosidad que muestre cada cual, sus capacidades o sus méritos, esto es, sin que todo aquello que uno aporta de manera desigual a lo aportado al bien común por los demás se le otorgue valor alguno. Se trata de equiparar al mediocre con el excelente, al capaz con el incapaz, al laborioso con el bigardo.

Han existido numerosos movimientos igualitaristas a lo largo de la historia, el cristianismo primitivo fue uno de ellos, y el marxismo es otro que en ciertos ambientes sociales y culturales sigue aún en boga. Ningún movimiento igualitarista ha tenido éxito ni ha durado gran cosa. Los últimos intentos, los que experimentaron con sistemas comunistas, tal como los habidos en Rusia y en China, tuvieron que ejercer una represión brutal sobre la población y acabaron conduciéndola a la miseria. Así que muchos intelectuales marxistas se desengañaron de esos modelos y trataron de alcanzar el Igualitarismo por otro camino. A tal propósito se creó en 1923 la llamada Escuela de Frankfurt. Entre sus pensadores más prominentes figuran Horkheimer, Adorno, Marcuse, Benjamín y Habermas. De sus doctrinas arranca lo políticamente correcto.

El interés de dicho grupo se cifraba en instaurar el socialismo en Occidente, pero su método no consistía en provocar una revolución violenta según el modelo de la soviética, sino en buscar la destrucción revolucionaria de la civilización occidental socavando paulatinamente sus valores. Borrar el matrimonio y la familia, la nación, los símbolos, los héroes, el cristianismo, lo fuerte, la competitividad, la excelencia…

Pero tal propósito se ve obstaculizado por barreras muy poderosas, a saber: 1.-cómo justificar lo factible de que en esa sociedad utópica igualitaria el individuo, condenado a la imposibilidad de asenso  social y económico, coopere motivado y con esfuerzo al bien común (se considera que en esta sociedad nuestra todo individuo se mueve por motivos egoístas); 2.-cómo justificar que pueda reinar en dicha sociedad la convivencia pacífica entre las gentes, esto es, que los rencores, envidias, celos, egoísmos, ambición, crueldad, ansias de venganza, odio, rencor…, desaparezcan en esa sociedad “liberada”; 3.-cómo conseguir adeptos a esa causa si, en palabras de Marcuse, “el proletariado ha perdido su negatividad”, ha dejado de ser revolucionario.

Con motivo de solventar los dos primeros puntos los pensadores nombrados echaron mano –increíblemente—de una idea ya antigua: la del buen salvaje rousseauniano. La consideración de que el hombre es bueno por naturaleza y es la sociedad quien le corrompe. Más aún, Rousseau aduce que es la desigualdad social la que hace al hombre perverso; así que, al respecto, la propuesta implícita en los pensadores de la Escuela de Frankfurt se podría formular así: Somos buenos por naturaleza, de ahí que si reinase la igualdad entre los hombres esa innata bondad sería manifiesta y en las relaciones humanas se harían realidad el afecto y el esfuerzo desinteresado a favor de la comunidad, esto es, se alcanzaría el Paraíso socialista, se resolverían los dos primeros obstáculos. (Rousseau creía que la bondad del hombre se podría hacer surgir a través de la educación de los niños en el amor y en la suavidad en el trato, aunque él fue entregando una a uno a sus cinco hijos al hospicio. Esa doble faz de Rousseau aparece también en Marcuse. Algunos que muestran muy a las claras su resentimiento social y su odio a la humanidad, están enamorados, sin embargo, de la idea de amor a la humanidad. Rousseau era un resentido social que odió a todos cuantos le ayudaron, casi todos los enciclopedistas).

Sin embargo, la formulación que he expuesto resultaba muy pobre para ser presentada al distinguido mundo de la metafísica y de la intelectualidad marxista del siglo XX, había que darle un barniz “científico” (que entonces estaba muy de moda entre estos pensadores). Quien se encargó de esa reformulación fue Marcuse, el padre espiritual de las revueltas estudiantiles del 68 y del hipismo. Sus dos libros más populares, Eros y Civilización, y El Hombre Unidimensional, se dirigen a solventar ese asunto. Para hacerse una idea de lo “científico” de su análisis, diré que utiliza el metapsicoanálisis freudiano como herramienta (ni siquiera el psicoanálisis, que jamás ha presentado prueba alguna de su verdad ni de su poder sanador, sino el metapsicoanálisis, ese cúmulo de ocurrencias de Freud acerca de “la horda primitiva”, “del asesinato del padre”, del complejo de Edipo, etc. etc.); y aún así, aún utilizando todo ese material de derribo, retuerce frecuentemente los dictados de Freud para deducir todo aquello que desde el comienzo le interesa deducir. En El Hombre Unidimensional, sin embargo, se pasa a la dialéctica hegeliana para tratar de convencernos que hay que crear “negatividad” en las gentes para que se rebelen contra el sistema.

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Marcuse trata de remachar con estos arreglos pseudocientíficos la existencia de una supuesta naturaleza primitiva, reprimida y “olvidada” de hombre bueno. Resulta pertinente extenderse en la explicación de este asunto porque en estos libros se encuentran ya definidos todos los valores que defienden el “buenismo” y lo políticamente correcto, así como su oculto carácter represivo. Dice Marcuse que  llegados a un punto en donde es posible erradicar la escasez en todo Occidente,  demostrará mediante el alambique del psicoanálisis que desaparecerán todos nuestros instintos destructivos al absorber Eros a Tánatos, consiguiendo una sensualización y una erotización del organismo en que todo será juego, alegría y paraíso. Como lo oyen. Describiendo tal incomestible mejunje discurren las páginas del libro.

En Marcuse ya está prefigurado el “buenismo” que hoy domina la moral de Occidente: carga contra la monogamia y el patriarcado, prescribe como cosa necesaria la erotización de la personalidad, se muestra a favor del ecologismo y del trato humanitario con los animales, está a favor de la ambivalencia sexual, y proclama el orden de la sensualidad contra el orden de la razón, que convertirá el trabajo en un juego erotizado. Pero considera a la democracia liberal y capitalista un sistema absolutamente perverso y represivo al que hay que demoler. El lanzar diatribas contra todo y contra todos deja pocas dudas del carácter totalitario y represivo de sus propuestas.

“El sistema de dominación lo controla todo. Todos formamos parte de su engranaje y todos cooperamos en su funcionamiento. Como un enorme agujero negro, el sistema de dominación absorbe, manipula y pervierte cualquier actividad social. La ciencia, la tecnología, el análisis lingüístico, la filosofía analítica, el operacionalismo que impera en la sociedad, el lenguaje de los medios, el carácter positivista de las ciencias… están supeditados servilmente al sistema de dominación imperante. Aquel saber que pretenda aclarar, restringir, definir, limitar y reducir, sirve en último término a los propósitos del sistema, pierde su negatividad. “

Contra el Mal antedicho lanza Marcuse sus rayos (contra “escribas y fariseos”, especialmente contra Wittgenstein y contra Erich Fromm) en su libro El hombre unidimensional. Toda la sociedad es un escenario malsano, alienador, represor, de cartón piedra, que esconde y tapa al verdadero hombre, al verdadero mundo, a la verdadera felicidad. Sobre el mundo actual se cierne una máscara de maldad que muestra todo irreal y falso; pero Marcuse nos quiere quitar dicha máscara para que entremos en el mundo de la libertad por él inventado.

Su lectura nos produce la impresión del fanático predicador que cree hallarse poseído por la verdad, y que nos impondría esa verdad con sangre y fuego si fuese necesario, produciéndole sufrimiento nuestro disfrute si ello debilita nuestra negatividad. Le irrita que el bienestar llegue a la gente  porque se pierde negatividad. Cuando la música culta se populariza le molesta porque de esa forma los clásicos han perdido fuerza antagonista; cuando las bellas artes, la estética, cuando los privilegios culturales han llegado a las masas, le irrita por la misma razón. La pérdida de bienestar social le alegra porque aporta negatividad.  Él está en su empeño de implantar el Socialismo contra viento y marea.

“Quitarles las diversiones para que estallen: …la mera supresión de todo tipo de anuncios y de todos los medios adoctrinadores de información y diversión sumergiría al individuo en un vacío traumático…  «el no funcionamiento de la televisión y de los medios similares podría empezar a lograr, así, lo que las contradicciones inherentes del capitalismo no logran: la desintegración del sistema[i].»

 

También, como en cualquier régimen comunista, propugna la ‘dictadura educacional’:

“En realidad la sociedad debe crear primero los requisitos materiales de la libertad para todos sus miembros antes de poder ser una sociedad libre; debe crear primero la riqueza antes de ser capaz de distribuirla de acuerdo con las necesidades libremente desarrolladas del individuo; debe permitir primero que los esclavos aprendan, vean y piensen antes de saber qué está pasando y lo que pueden hacer para cambiarlo[ii].

Ellos deben ser “obligados a ser libres”, a “ver los objetos como son y algunas veces como deberían ser”, se les debe enseñar el ‘buen camino’ que están buscando.

Marcuse emprende una cruzada contra el mundo, contra la ciencia, contra la cultura, contra la felicidad de las gentes… Solo la lucha contra el sistema parece tener algún valor para él por la contradicción que apareja. Como se ha podido ver, lo políticamente correcto y la represión que consigo conlleva no son algo nuevo, ya estaba presente en las intenciones de Marcuse allá por los años cincuenta. Tal es la doble faz del “buenismo” en general, odiar al mundo y presentar la cara de amor a los demás.

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Otro pensador de la Escuela de Frankfurt, Habermas, impregna también el “buenismo” que pretende dominar la moral de Occidente y desterrar la antigua moral. Habermas encarna el dialoguismo que saca a relucir la izquierda cuando se abordan cuestiones como la relación a mantener con grupos sociales que no asumen la democracia, los derechos humanos y las libertades, tal como muchos de los grupos islámicos residentes en Europa, así como la mayoría de los países de religión musulmana. Habermas prescribe el diálogo para la resolución de conflictos. No postula un paraíso, tal como hace Marcuse, pero sí una ética de comunicación intersubjetiva que lo propicie. Prescribe unas condiciones de legitimidad y unos principios argumentativos que sean una exigencia moral. Pero ello obliga a un reconocimiento por igual a lo propio de las culturas y valores ajenos, una equiparación de valores, una relativización de valores, un considerar que en el diálogo debe pesar por igual lo democrático y lo totalitario, los derechos humanos y la sumisión a la religión. Fruto de ese pretendido diálogo surgió el proyecto de convivencia en la Multiculturalidad en Europa, que ha significado un absoluto fracaso. La alcaldesa de Madrid, la buenista Manuela Carmena, nos ha dejado un ejemplo de lo aberrante que resulta llevar el tal diálogo al extremo en que se lleva. Pocos días después de los atentados terroristas de París nos sorprendió con sus declaraciones en pro de empatizar con los terroristas del DAESH para conseguir la paz.

 

En la siguiente entrada daré respuesta a la tercera dificultad con que la Escuela de Frankfurt se enfrentó: cómo conseguir adeptos a esa causa si, en palabras de Marcuse, “el proletariado ha perdido su negatividad”, ha dejado de ser revolucionario.

 

[i] Herbert Marcuse, El hombre unidimensional, editorial Ariel, Barcelona 1981, p. 274

[ii] Ibid, p. 71

Ideas que cambiaron el mundo

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Las ideas que han ido cambiando el mundo de las relaciones sociales con más ímpetu no han sido ideas profundas y ni siquiera son las que nos cuentan. De manera típica han sido ideas simples conducidas por deseos, obsesiones e intereses, y a las que el predicamento social alcanzado hizo grandes. Mediante esas pequeñas ideas se encauzaron las pasiones de las gentes –y en eso reside su virtud—a propósitos que parecían ilusionantes y liberadores.

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La idea de Karl Marx de que el tren de la historia traería de manera inexorable el paraíso comunista (idea sustentada en la fe en esa chistera de prestidigitador llamada Materialismo dialéctico, de la que el marxismo saca indistintamente un conejo o un elefante), agavilló el resentimiento de los más menesterosos, germinó ilusiones en sus conciencias, y les señaló el norte de derribar el orden social establecido.

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Otra idea aún más exitosa fue la idea que condujo al Capitalismo. Fue formulada por Adam Smith, que estaba imbuido de la idea calvinista de la Predestinación y de la Soberanía de Dios, y viene a decir que los hombres son egoístas por naturaleza, así que conviene dejar que se comporten egoístamente en lo económico, pues la mano de Dios, que todo lo gobierna, les impulsará a conseguir de forma inconsciente el mayor bien posible para la comunidad. La mano de Dios viene representada por el mercado. Si a tal idea le añadimos otra idea calvinista, la que argumenta que el éxito en la vida es signo de estar poseído por la Gracia divina, nos explicamos la carrera hacia el éxito que se produjo en el comercio, en las finanzas, o en cualquier otra actividad social en el Reino Unido durante los siglos XVIII y XIX. Y nos explicamos también, en términos comparativos, la miseria y la opulencia que genera la idea del capitalismo.

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Una idea mucho más simple que éstas se halla actualmente en la cresta de la ola. Fue Rousseau –cuya vida e ideas presentan grandes incoherencias—el padre de la criatura. En esencia dice que ‘el hombre es bueno por naturaleza’, cosa que no resiste el más ligero análisis pero que empapó las utopías liberadoras hasta Habermas y Marcuse, que se quiso plasmar en lo que se denominó ‘el nuevo hombre soviético’, y que boga viento en popa en el ‘buenismo’ social.

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En muchas ocasiones ‘la idea’ ha sido presentada con el apoyo de ‘la voz de Dios’. La alucinación de Pablo de Tarso en su viaje a Damasco, viendo el resplandor de Dios y oyendo su voz (se conjetura que San Pablo era epiléptico), fue la causante de que el cristianismo –hasta entonces una religión exclusivamente judía—se extendiese a todo el Imperio Romano, pues Pablo era ciudadano romano. La prédica cristiana, amoldada a las ideas del de Tarso, percutió a partir de entonces en el corazón de los más míseros del imperio. Nada menos que ofrecía el inmediato fin de los tiempos y aparecer, resucitado, a la derecha del Padre.

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Juana de Arco también escuchó la voz de Dios, y dando, con su vigor y su fe, el ánimo y el orgullo a la nobleza y al pueblo francés, a los 17 años encabezó el ejército que expulsó a los odiados ingleses de Francia.

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En un maniaco cabo austriaco la voz de Dios se transformó en la voz de la raza. Apenas había en Hitler otra cosa que la presunción de la superioridad racial del pueblo alemán, pero una larga tradición germana en ese sentido –en la cual destacaba Prusia—, unida a la humillante derrota sufrida en la Gran Guerra y al cataclismo de la República de Weimar, hizo posible que sus ideas raciales calaran en la población. Aportaban orgullo, señalaban a los judíos como culpables de su desgracia, y prometían grandeza imperial. Pero sus ramplonas ideas condujeron a Alemania y a Europa al descarrilamiento. Valga como ejemplo de que las ideas más simples o más peregrinas pueden enseñorearse de la conciencia y del corazón de las gentes si encuentran el clima moral y cultural apropiado para crecer.
En todos los grandes Mesías –grandes paranoicos—la idea se convierte en una deidad a la que hay que adorar, y en cuyo altar se celebran y se convierten en lícitos todos los sacrificios. Los Mesías se encadenan a una idea y encadenan también al pueblo al que quieren salvar. La idea actúa como una luz con la que se columbra a lo lejos un mundo nuevo; actúa como un símbolo hipnotizador o como una campana tocando a rebato a la población. Bajo su estandarte todos los crímenes están justificados.

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La democracia, la libertad, la vida, se han ofrecido impunemente en el altar del comunismo. La tan celebrada Revolución soviética de Octubre no fue otra cosa que una revuelta armada contra el gobierno socialdemócrata de Kerensky. La idea del comunismo desembocó en millones de ajusticiamientos y de una represión de libertades y una infusión de miedo a la población como pocas veces se había dado en la historia. El Gran Salto Adelante, dirigido por Mao en China, trajo casi 40 millones de personas muertas de hambre. A Mao se le ocurrió la idea de producir acero en cada casa de agricultor, por lo que debían abandonar la agricultura. En Camboya, el comunismo maoísta tuvo la idea de implantar un sistema totalmente agrario, evacuando las ciudades y destruyendo la civilización urbana. El resultado fueron casi dos millones de camboyano asesinados.

Recordemos a Robespierre y su idea de la República como bien absoluto. Ante ella todo debía doblegarse y cualquier asesinato estaba justificado. Todo era válido para el propósito de República: dar un golpe de Estado, declarar la guerra a media Europa, instaurar la nueva religión del Ser Supremo, y guillotinar a todo aquel que dudase.
En estos últimos casos no es la voz de Dios ni la voz de la raza quienes aportan argumentos y fuerza a la ‘idea’, sino otra deidad, la voz del pueblo. Esa voz es la que sirve para legitimar todo tipo de tropelías, desmanes, asesinatos y represiones. Con su ayuda se pretende instaurar el totalitarismo.
Para alucinar a las masas, los mesías de la idea no tienen que ofrecer razones, sino levantar sentimientos, y, si acaso, engañar convincentemente prometiendo un paraíso. Contra la ingenua creencia de los filósofos de cualquier época, la razón ha dicho poca cosa en la germinación de los acontecimientos sociales e históricos. A la res humana en su aprisco solo la mueve las alucinaciones, los deseos y los sentimientos.

Pensamientos dispersos al calor del estío

  1. Los más pasionales, los más aguerridos, los que más odian, son siempre la vanguardia de cualquier movimiento. Primeramente arrastran a los indecisos; más tarde, a los pusilánimes.
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  2. ¿Qué pretenden los hombres de las mujeres y viceversa? Qué busca la mujer en el hombre: seguridad; qué busca el hombre en la mujer: belleza; qué admira la mujer en el hombre: la fuerza; qué admira el hombre en la mujer: la dulzura; qué busca la mujer fuera del matrimonio: pasión; qué busca el hombre fuera del matrimonio: sexo; qué reprocha la mujer al hombre en el matrimonio: no ser el ideal buscado; qué reprocha el hombre a la mujer en el matrimonio: que se pase el día reprochando; qué pretende la mujer del hombre: que se someta a su voluntad; qué pretende el hombre de la mujer: que sea el descanso del guerrero.audrey5
  3. Cuando la realidad es penosa la ilusión de otra realidad crece.
  4. La necesidad de esperanza nos hace receptivos a cualquier ilusión.
  5. Un ánimo emocionalmente alterado es un manantial de ilusiones.
  6. La oscuridad se ha convertido en la atmósfera lumínica de la filosofía; el éter es su escenario.
  7. Las creencias nos proporcionan: certezas, conveniencias, previsiones, sentimientos, prejuicios, criterios y perspectivas.
  8. Uno siempre busca justificarse a sí mismo, incluso negar la responsabilidad de sus propios actos; pero en épocas de zozobra, de futuro incierto, de inseguridad, uno busca un enemigo a quien hacer culpable de todo lo que a uno le pasa.
  9. El resentimiento es un flujo prolongado de impotencia.
  10. Rousseau amaba la idea de humanidad, pero odiaba a la humanidad.
  11. El sentimiento de injusticia que padecen algunas gentes es tan enorme que son capaces de poner sus vidas en peligro por una causa que creen que acabará con la injusticia.
  12. Cuanto más fuerte es el odio y el resentimiento que mueven al fanático, más se convence de estar en posesión de la verdad y de que su causa es justa.
  13. ¡Qué ingenuos somos los hombres! Dicen los biólogos que en casi todas las especies son las hembras las que eligen. Los machos se engalanan de colores y plumas, despiden aromas seductores o se presentan con todo tipo de cantos y espectáculos de danza.

Pequeños confites de estupideces sacras (IV)

El profeta Marcuse
En la investigación científica resulta muy raro que se busque a «tientas y a ciegas»; al contrario, suele tenerse, de antemano, una idea cabal de lo que pretende encontrar. Gauss ilustró este hecho con una certera frase: «Ya conseguí el resultado que buscaba, pero todavía no sé cómo se llega a él». Marcuse sabe de antemano lo que tiene que encontrar, la innata naturaleza bondadosa del hombre y, consecuentemente, la «liberación».

Como en el cristianismo, como en el marxismo, el credo de Marcuse es redentor; pero, además, se asemeja al cristianismo en que, a imagen de Jesús, los afectos, la paz, el amor, «abren el Reino de los Cielos»; y, también, como Jesús, Marcuse ataca a los «fariseos» y a los «publica-nos», y advierte contra las «tentaciones» y contra los «falsos profetas». Podemos hablar del Evangelio según Marcuse. Como Marx, Marcuse tiene ascendencia judía, es decir, un gusto especial por la profecía

¿Qué rasgos muestra del «paraíso»? Apenas da razones, pero nombra, según las palabras de Marx, un ingenuo: «a cada cual de acuerdo con sus necesidades»; «…poner todas las necesidades al alcance de todos los miembros de la sociedad»; coloca palabras de devoción para con «las fases matriarcales de la sociedad»; pone de ejemplo la cultura Arapesh descrita por Margaret Mead*; nos descubre que el modelo que más se acerca a su «paraíso» son los falansterios de Fourier, socialista utópico que diseñó un modo de vida en comunidades denominadas falansterios, pero Marcuse reniega de la idea de mantener la «gigantesca organización y administración que retiene los elementos represivos». Carga contra la monogamia y el patriarcado; prescribe la erotización de la personalidad como cosa necesaria; está a favor del ecologismo; de la ambivalencia sexual de Orfeo y Narciso; pregona la disciplina estética instala el orden de la sensualidad contra el orden de la razón; repite a menudo que el trabajo no enajenado consistirá en juego, y estará erotizado; y en cuanto a la libertad, señala que «el hombre es libre cuando no está constreñido ni por la ley ni por la necesidad».

Si en Eros y civilización Marcuse utiliza el psicoanálisis y el metapsicoanálisis freudiano como sustancias argumentales de su deseo, en El hombre unidimensional se sirve de la dialéctica para clamar su misión profética y apostólica.

El sistema de dominación lo controla todo. Todos formamos parte de su engranaje y todos cooperamos en su funcionamiento. Como un enorme agujero negro, el sistema de dominación absorbe, manipula y pervierte cualquier actividad social. La ciencia, la tecnología, el análisis lingüístico, la filosofía analítica, el operacionalismo que impera en la sociedad, el lenguaje de los medios, el carácter positivista de las ciencias… están supeditados servilmente al sistema de dominación imperante. Aquel saber que pretenda aclarar, restringir, definir, limitar y reducir, sirve en último término a los propósitos del sistema, pierde su negatividad.

Sólo lo ambiguo, lo aparentemente irracional, lo metafísico, lo cargado de ilusión, lo que posibilita alternativas liberadoras, sostiene aún la suficiente carga de negatividad (negatividad en sentido dialéctico). Así determina el Bien y el Mal el profeta Marcuse. Contra el Mal antedicho lanza Marcuse sus rayos como si fuesen escribas y fariseos (especialmente contra Wittgenstein aquí y contra Erich Fromm en Eros y…) . Toda la sociedad es un escenario malsano, alienador, represor, de cartón piedra, que esconde y tapa al verdadero hombre, al verdadero mundo, a la verdadera felicidad. Sobre el mundo actual se cierne una máscara de maldad que muestra todo irreal y falso; pero Marcuse nos quiere quitar dicha máscara para que entremos en el mundo de la libertad por él inventado. Sin embargo, la vanguardia proletaria que Marx pronosticara como elemento de contradicción, de negatividad contra el sistema, ha perdido su «negatividad». Marcuse se muestra contrariado: «antes, su forma de esclavitud era su fuente de negación»; «los cambios en los instrumentos de producción modifican la actitud y la conciencia del trabajador»; «el nuevo mundo del trabajo tecnológico refuerza así un debilitamiento de la posición negativa de la clase trabajadora: esta ya no parece como la contradicción viviente para la sociedad establecida», nos dice con pesadumbre. El profeta ha perdido la fe en «el pueblo de Israel».

El romántico profeta Marcuse añora el tiempo pasado, de mayor sufrimiento pero de mayor «verdad»: «Es cierto que este romántico mundo anterior a la técnica estaba lleno de miseria, esfuerzo y suciedad y estos, a su vez, eran el fondo de todo el placer y el gozo. Sin embargo había un «paisaje», un medio de experiencia libidinal que ya no existe». Incluso la música culta, al popularizarse, al ser escuchada en la cocina, le parece a Marcuse una cosa insultante porque ha perdido su «fuerza antagonista». Como el profeta Ezequiel en el cautiverio de Babilonia, Marcuse nos advierte contra la «corrupción de las costumbres» (el placer represivo como sucedáneo del verdadero placer, la conciencia feliz anestesiante, en suma, la pérdida de negatividad) y nos ofrece en lontananza un «retorno a Jerusalén», su paraíso. Y finalmente, sin mucho ánimo, bien es cierto, sin mucho convencimiento, anuncia quienes es factible que posibiliten la venida del paraíso (la venida del Reino de los Cielos), los que sustituirán a la vanguardia proletaria: «…los proscritos y los “extraños”, los explotados y los perseguidos de otras razas y otros colores, los parados y los que no pueden ser empleados. Su oposición es revolucionaria incluso si su conciencia no lo es. »

Su lectura nos produce la impresión del fanático predicador que cree hallarse poseído por la verdad, y que nos impondría esa verdad con sangre y fuego si fuese necesario, produciéndole sufrimiento nuestro disfrute si ello debilita nuestra negatividad. Le irrita que el bienestar llegue a la gente porque se pierde negatividad. Cuando la música culta se populariza le molesta porque de esa forma los clásicos han perdido fuerza antagonista; cuando las bellas artes, la estética, cuando los privilegios culturales han llegado a las masas, le irrita por la misma razón. La pérdida de bienestar social le alegra porque aporta negatividad. Él está en su empeño de implantar el socialismo contra viento y marea.
Quitarles las diversiones para que estallen: …la mera supresión de todo tipo de anuncios y de todos los medios adoctrinadores de información y diversión sumergiría al individuo en un vacío traumático… «el no funcionamiento de la televisión y de los medios similares podría empezar a lograr, así, lo que las contradicciones inherentes del capitalismo no logran: la desintegración del sistema.»

Para Marcuse, igual que para el marxismo en general, la democracia liberal no es un fin en sí mismo, sino un medio para llegar al socialismo; un medio del que se debe prescindir en el momento que convenga: « La dominación tiene su propia estética y la dominación democrática tiene su estética democrática». El socialismo –la liberación en Marcuse—tiene para él un «valor» muy superior a la democracia; parece ser el más alto bien y la más alta verdad existente, y que, consecuentemente, merece que se le sacrifique incluso la vida. No resulta extraño que todas las sociedades en que se ha instaurado un sistema socialista se hayan convertido en sistemas totalitarios. No es una crítica del sistema lo que realiza, sino que nos ofrece una visión maniquea en donde todo es dominación, servidumbre y esclavitud. O blanco o negro. Él está poseído por la verdad y el mundo es una conspiración de necios embrutecidos, sujetos a las cadenas de la «dominación» que necesitan ser liberados y necesitan ser reeducados en la nueva fe. Fanatismo ideológico aunque ofrezca un paraíso edulcorado e ilusorio; pero un fanatismo semejante al de algunos grupos islámicos o terroristas. La lucha contra el sistema es cuanto tiene valor:
…en el grado en que la sociedad establecida es irracional, la conciencia llega a ser libre para la más alta racionalidad histórica sólo en la lucha «contra» la sociedad establecida. La verdad y la libertad del pensamiento negativo tienen su base y su razón en esta lucha.

También, como en cualquier dictadura socialista, propugna la «dictadura educacional»:
En realidad la sociedad debe crear primero los requisitos materiales de la libertad para todos sus miembros antes de poder ser una sociedad libre; debe crear primero la riqueza antes de ser capaz de distribuirla de acuerdo con las necesidades libremente desarrolladas del individuo; debe permitir primero que los esclavos aprendan, vean y piensen antes de saber qué está pasando y lo que pueden hacer para cambiarlo.

Y, haciendo referencia al Contrato social de Rousseau, añade:
Ellos deben ser «obligados a ser libres», a «ver los objetos como son y algunas veces como deberían ser», se les debe enseñar el «buen camino» que están buscando.

Algunas cualidades humanas de una «existencia pacífica»:
…negativa a la rudeza, a la brutalidad y al espíritu gregario; aceptación del temor y la debilidad; reducción de la población futura; vida privada individual protegida.

Pero, sobremanera, el modelo «ilusorio», ya tratado, de la vida como juego, tiempo libre y autodeterminación. Un modelo, un paraíso que gravita en el aire: planificación central sin poder; libertad instintiva sin conflictos; juego y diversión sin violencia; erotización del cuerpo e imaginación como instrumentos de la «pacificación»…

Tal parece que Marcuse haya pretendido tomarnos el pelo. Sin embargo, como ya indiqué, este modelo «ilusorio» ha calado en muchos grupos sectarios igualitaristas. Porque, ¿qué sociedad se crearía subyugando el instinto hacia la prominencia, es decir, sin esa fuerza que nos impele a competir, a conseguir el bien más importante, a sentir celos, a sentir envidia, a la avaricia, a desear lo mejor para uno mismo, que nos impele incluso a la crueldad? Ciertamente la sociedad se convertiría en un páramo yermo en donde se carecería de impulso para cualquier acción que no fuese la de alimentarse y la sexual. Esto es, no habría cultura, no habría progreso, y la civilización devendría en selvática. Tal es, en el fondo, sin él reconocerlo, la sociedad a lo que conducirían la utopía marxista o la utopía soñada por Marcuse.

Pequeños confites de estupideces sacras (II)

Rousseau, el padre del «buenismo»

 

Diderot y d’Alembert,  que dirigieron la Enciclopedia en la que participaron todos los grandes personajes de la Ilustración, dieron poca cancha a Rousseau en su elaboración, apenas algunos artículos musicales.  De hecho, lleno de resentimiento, rompe con Diderot, Voltaire, Hume, Grimm…, que le habían brindado su amistad y apoyo. Sus escritos más importantes, El contrato social y el Discurso sobre el origen de la desigualdad, presentan serias contradicciones y ciertamente han sido sobrevalorados. Entonces, ¿por qué esa sacralización de su figura?

Esencialmente por la creencia en «el buen salvaje», por pregonar que «el hombre es bueno por naturaleza». Tal creencia ha sido desde entonces aceptada por muchos hombres, y es la base del «buenismo» que impregna las sociedades de Occidente. Pero, ¿contiene tal creencia algo de verdad?

Si se le pregunta a un biólogo, responderá que el hombre es de naturaleza egoísta; si se estudia el comportamiento de las tribus primitivas que aún perduran en muchos lugares del mundo,  la conclusión a que se llega es la de que las guerras entre tribus rivales son moneda de uso común, y las luchas entre miembros de la propia tribu causan más muertes que las mordeduras de serpiente; si nos fijamos en la conducta de los niños, es de lo más cruel y egoísta. Se mire por donde se mire el buen salvaje no aparece por ninguna parte.

Psicológicamente, en ese creer en la bondad innata del hombre se esconde un odio feroz.  Rousseau aduce que es la sociedad quien corrompe al hombre, que es la desigualdad entre los hombres quien hace a estos perversos. Es la cantinela a favor del Igualitarismo que luego entonarían Marx y Marcuse y tantos otros. Pero la fórmula psicológica que se esconde en ese canto es ésta: «desigualdad igual a injusticia».

Muchos hombres creen que es injusto que otros hombres destaquen en cuanto a fama, poder o riquezas, sienten ante ello un agravio comparativo que se convierte usualmente en odio y resentimiento contra quienes gozan de esa superior posición, así que pretenden rasar: que todos seamos iguales en la posesión y disfrute de esos bienes. «Si no puedes ser superior a los demás, no permitas que nadie sea superior a ti», es la máxima que guía al hombre mediante una complicada imbricación de sentimientos. Así que, con brío, hay que acabar con las instituciones represoras, hay que acabar con la desigualdad, hay que acabar con la perversa sociedad que nos hace malos. Y en ese acabar se encierra el destruir: con odio, para que la destrucción sea eficaz. Destruir a todos los enemigos de la revolución, tal como hicieron Lenin y Robespierre.

Pero en una sociedad igualitaria de tal guisa (como las anunciadas por Rousseau, Marx o Marcuse), sin leyes, sin moral, sin instituciones represoras, ¿qué impediría el abuso de los fuertes sobre los débiles en mucha mayor amplitud que en la sociedad no igualitaria?, ¿quién trabajaría más allá de lo necesario para la mera subsistencia?,  ¿quién impediría que las venganzas cobraran su imperio?

La solución la encontró Rousseau: somos buenos por naturaleza, así que en cuanto reine la igualdad saldrá de dentro del hombre su innata bondad y todo será afecto y trabajo desinteresado por la comunidad. Es la misma cantinela de Marx y de Marcuse. Pero esto, psicológicamente, es la mera excusa de quien no sabe qué decir al respecto de las preguntas arriba planteadas y se deja guiar por el deseo. Lo que ocurrirá después no nos importa ahora, que no detenga tu odio destructor lo que «qué ocurrirá después», convéncete de que el paraíso que prometemos es real, luego ya veremos. Tal es el íntimo secreto de la psique de Rousseau, de Marx y Marcuse, carecer de proyecto real y suplir esa carencia con la hipótesis de una naturaleza bonachona que permitirá un paraíso a la medida del deseo de los hombres.

Esa contradicción entre la bondad humana que se afirma, y el odio que se emplea en la acción que debe mostrar esa supuesta verdad, fulge también en la vida de Rousseau. Propugna una educación de los niños basada en el amor, sin castigos, y va entregando al hospicio cada uno de los cinco hijos que tiene con Teresa Levasseur.

De madre calvinista que muere al poco de nacer él, y abandonado por su padre a los 10 años, queda al cuidado de unos tíos y durante dos años trabaja  como pupilo en casa de una familia calvinista. Luego es mantenido por Madame de Warens, dama ilustrada que se convierte en su madre y amante. ¿Se precisan más argumentos para intuir en Rousseau un fuerte resentimiento contra las clases superiores que poseen fortuna sin poseer talento?