COMPASIVOS

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Anteayer mismo, mi vecino del 5º, que no saluda ni a Dios si se cruza con él, y que no acude a las reuniones de la comunidad de vecinos porque –según sus palabras— todos somos unos fachas por vivir en pisos de un cierto nivel social (el propietario de su vivienda es su papá), saludaba alborotado la llegada de los migrantes del Aquarios (barco fletado por una ONG y el gobierno italiano no permitió que atracase en sus costas), que, según algunas malas lenguas, trae algunos soldados que han servido hasta hace poco en la organización terrorista islámica Boko Haram.

Yo sospecho que sus albricias por la llegada de la expedición no se deben a la piedad o al altruismo. Resulta difícil de creer que un sujeto que muestra animadversión con todos los que viven a su alrededor se muestre compasivo con gente que desconoce. Tal vez al ser musulmanes los del barco –que sabemos que no se distinguen por practicar una relación amigable con los nativos del país al que arriban—se identifique con ellos por aquello de “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”. Más bien soy del pensar que con su apariencia bondadosa hacia esa gente foránea, simple y llanamente sigue las consignas del progresismo reinante, que de cuando en cuando pone cara piadosa y de bondad para que la ciudadanía no vea siempre la cara del odio y el insulto. Se ponen de vez en cuando la máscara de la compasión para que su verdadero rostro no se les desgaste. Y, claro, porque esa máscara les permite insultar –que es su deporte favorito—a todo aquel que ose  ponerles alguna objeción. Tienen el apoyo de los Medios, volcados en el asunto, una competición de canales por ver ¡quién escupe mayor sentimentalidad a la audiencia!

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Lo cierto es que no entiendo muy bien esa exaltación de la fibra compasiva hacia aquellos que una ONG metió en el barco, y, en cambio, despreocuparse de otros cientos de millones que han quedado en África en peores condiciones que están estos que han llegado. Debe ser que en cuanto las televisiones ponen un reclamo de esta índole, todos los televidentes se tornan compasivos de profesión. A mí, la verdad, me da mala espina, porque estoy convencido de que si los canales pusieran a una rata moribunda en sus televisores y la acompañaran de comentarios propicios, en los hogares de media España se lloraría por su muerte. ¡Y no digamos si se tratara de un perro! Cosa semejante se ha visto ya en varias ocasiones. La televisión se ha convertido en la fuente de conducta y moralidad de la población. De la población que carece de criterio, claro está.

Ahora bien, muchos profesionales de la compasión abogan por ir más allá y eliminar las fronteras de los países. Voy a utilizar el término descerebrados para calificarlos, pues se calcula que más de la mitad de la población africana desea venirse para Europa. Digo yo que, en proporción, a España arribarían varios cientos de millones. ¿Alguien ha pensado en la catástrofe que ese hecho comportaría? No nos quedaría otra que comer piedras para que los recién llegados pudieran comer. ¡Y de la sanidad, la educación, la vivienda, la cultura, la convivencia, no digamos! Tal cosa solo se le podría ocurrir a aquel ministro de Zapatero que competía en estulticia con él. Sebastián se llamaba. Regaló una bombilla comprada en China a cada español, pero el paso de rosca de casi un millón de ellas no era el adecuado.

Además, llama la atención un extraño fenómeno: Venezuela. Un país del que han tenido que escapar casi cuatro millones de habitantes; un país donde –según datos de la Cruz Roja internacional—murieron casi 300.000 niños de miseria y desnutrición el año pasado; un país donde el número de asesinatos por  violencia callejera llega a los 30.000 cada año; un país donde los dirigentes políticos y los militares son los capos del mayor cártel de droga de las Américas; un país que soporta una dictadura brutal. Bueno, pues Venezuela no aparece en los Medios españoles a ninguna hora, ni aparece un solo lamento de la progresía española –que tan compasiva se muestra con el Aquarios—hacia esos millones de refugiados que lo han perdido todo. Así que tanto regocijo y jolgorio por la llegada del barco huele a humo y a engaño; huele a propaganda política y a estafa televisiva.

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Hay gente que ya reclama a esos profesionales de la compasión que se hagan cargo al menos de un refugiado y lo tengan en su casa y se responsabilicen de él. Eso sí sería verdadera compasión. Pero mucho me temo que la gran mayoría de los que hoy claman por la compasión no han hecho un acto compasivo real en su vida, ni tan siquiera pasarse por los comedores de la Cruz Roja española durante estos duros años de crisis con la finalidad de ayudar. Mucho me temo que muchos de estos compasivos de pacotilla son meros vividores del estipendio público, y que otros muchos son como marionetas que mueven los hilos de la televisión. En todo caso, insultar a quienes no muestran con suficiente vehemencia su sensiblería moral, tal como suele hacer la progresía, es una cosa infame.

 

CINE Y NATURALEZA HUMANA

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Atisbar las razones más profundas de nuestro comportamiento (vislumbrar un puente lógico entre nuestra conducta y nuestra naturaleza) es un asunto complejo. Ni tan siquiera los sabios profesionales que se ocupan de ello –psiquiatras, psicólogos, filósofos, neurocientíficos, etólogos—han dado con verdades que resulten ser firmes, profundas e inequívocas. Sin embargo, quienes muestran un alto grado de conocimiento acerca de nuestra naturaleza son los directores de cine. Los buenos directores, claro, aquellos que logran que el espectador se identifique con el protagonista y participe de sus pasiones y de sus avatares. Aquellos directores que zarandean emocionalmente al espectador y lo abducen y lo angustian y dejan en él la grata ilusión de haber sido el protagonista de la ficción representada.

Si uno visiona una buena película y se muestra atento a las pasiones que le brotan, tal vez aprenda cosas nuevas acerca de su naturaleza íntima. Tal como ocurre cuando se mira uno los rasgos de la cara en un espejo, la atención a nuestras pasiones durante el  visionado de la película nos puede mostrar rasgos ocultos de nuestra naturaleza.

Pónganse delante de la pantalla y atienda a las situaciones cinematográficas y a sus propios sentimientos. Más de uno de ustedes se descubrirá gozoso ante el dolor que sufre el malvado de la película. A tal clase de gozo se le denomina crueldad y se considera hoy en día uno de los mayores pecados que existen, pero no se puede negar que forma parte de nuestra naturaleza más íntima.

Conozco un sinfín de películas que generan rabia e indignación en el espectador. Es fácil conseguirlo cuando la película muestra una lacerante injusticia social. Claro que, para ello, se tienen que infundir valores éticos apropiados en el espectador. ¿Cómo se hace? Generalmente, no con razones sino con imágenes que mueven a la compasión, que nos mueven a identificarnos con los compadecidos, presentando lastimosamente –como merecedora de lástima—una situación social. En este sentido, algunos filmes maravillosos son los de Novecento, de Bernardo Bertolucci, Octubre y El acorazado Potemkin, de Serguei M. Einsenstein, con los que propagó en Occidente una ola piadosa y justificadora hacia la Revolución soviética (así que el terror del Archipiélago Gulag nos pilló desprevenidos).

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Nuestra naturaleza clama por reparar la injusticia, y clama por hacerlo de la manera que sentimos más justa, esto es, mediante la venganza. La venganza es la fórmula más universal y primitiva de justicia. Ojo por ojo y diente por diente, prescribe la ley del Talión. El espectador identificado con el protagonista siente suya la necesidad de tomar cumplida venganza, y la siente como si de un hecho justiciero se tratase. (Muchas de las acciones y propuestas  de los movimientos que a fecha actual dominan el clima moral existente, me refiero a feministas, islamistas, igualitaristas…, presentan a las claras el marchamo de la venganza en su intencionalidad). Conozco algunas películas decentes cuya temática es la venganza, como Les diaboliques, de Henri-Georges Clouzot, pero las más vistas han sido bodrios en las que su actor principal fue Charles Bronson. Éstas resultaron ser muy comerciales porque en ellas se satisfacía  una venganza contra los delincuentes que atemorizan muchos barrios norteamericanos. El filón de la venganza, la crueldad y la injusticia siempre da de sí; resultan extraordinariamente humanos. Hoy en día se intentan expulsar de nuestra naturaleza esas pasiones. ¡Ilusos!

No es preciso remarcar la clase de pasiones (y su intensidad) que surgen en los espectadores de un film de contenido sexual, lo que demuestra su importancia esencial. Cuando se abolió la censura en Europa, la película Emmanuelle barrió de la conciencia de los europeos la prevención hacia la sexualidad.

Las películas que exaltan el sentimiento de pertenencia a la tribu, o el impulso por competir, siempre han sido abundantes en el cine. Las hazañas –individuales o colectivas—de héroes valerosos y aguerridos han formado parte de la niñez de muchas generaciones. Ingleses y norteamericanos han sabido explotar perfectamente este filón. Cualquier película de tema bélico responde a este tipo. Nombraré dos que, además,  derrochan buen gusto y sensibilidad, a la par que abordan temas de honor, deber etc., me refiero a Las cuatro plumas (versión de 1939), de Zoltan Korda, y a la mucho más reciente Carros de Fuego, de Hugh Hudson, sobre los atletas británicos en las olimpiadas de París de 1924. Orgullo, honor, deber, deseos de victoria, patriotismo, son ingredientes de ellas y lo mismo sienten los espectadores porque esas pasiones forman parte esencial de nuestra naturaleza. Otra cosa es que ahora se intenten desvalorizar.

Otro tipo de pasiones que nos hacen sentir algunos filmes, las pasiones más reconocidas en la actualidad, surgieron en nosotros durante nuestra historia evolutiva debido a la necesidad de cooperar para sobrevivir. El afecto, la ternura, el amor, son algunas de ellas. Matar a un ruiseñor es toda una delicia cinematográfica que logra sacar de nosotros la ternura más sincera. Cierto es que a veces el afecto y la ternura desembocan en amor cuando se amalgaman con la sexualidad. Pero el amor no es catalogable: puede ser destructor, puede mover al odio, al sacrifico, a la venganza, al rencor, a los celos, a desear el dolor. Es una bocanada de pura irracionalidad. Ahí tenemos a Glenn Close en Atracción fatal. Pero también puede encender la llama que produce la más excelsa luz de nuestro ser. Vean aquel Love Story que hizo en su día llorar a la reina Isabel de Inglaterra.

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Un tipo de cine, muy en boga en la actualidad, versa sobre distopías futuristas, o sobre tensiones psicológicas, o produce incesantes sobresaltos en el espectador, o  repugnancia o todo tipo de miedos; juegan a crear en el vidente la ilusión de peligros inminentes o sensaciones de malestar o aversión, pero aliviados por el control que tiene la conciencia de que aquello no es real. Esas series cinematográficas donde se da tanta abundancia de muertos vivientes, de asesinos de violencia extrema, de vampiros y licántropos, pero también de sociedades futuristas reprimidas y de mundos tenebrosos, responden a los esquemas dichos. Blade Runner, Los juegos del hambre y la serie televisiva Black Mirror, son algunos ejemplos. La angustia la sentimos como si estuviera bajo palio, pero eso no obsta para que el corazón se desboque por la afluencia de opiáceos y neurotransmisores diversos que nos hacen sentir “vivos”, que nos producen sensación de aventura con control. El espectador tiene su alma en vilo, y eso, para gente joven en edad de iniciación guerrera que sigue una vida bastante anodina, significa satisfacer una naturaleza que le pide riesgo (pero no en exceso), que le pide estar con el alma en vilo durante un par de horas.

Todas esas pasiones que sentimos en el cine forman parte de la naturaleza humana,  nos enardecen, son las progenitoras de nuestro comportamiento social. Sin embargo, habrá reparado el lector en que la inteligencia no ha aparecido por ningún lado. En realidad, casi nunca viene a ser la causa primera de nuestra conducta. Las películas con diálogos exquisitos, con tramas apasionantes, con análisis en profundidad, apenas cobran relevancia en el cine actual. Si antaño existió, iba dirigido a un público selecto para quien la inteligencia de los personajes y del diálogo era cuestión principal en el film. Bocatto di Cardinale. Hoy ha desaparecido.