Del amor y otros fenómenos (I)

El amor en llamas

 

Omar Kayyam, un gran astrónomo y matemático del siglo XI pero que en Occidente es más conocido por su obra poética,  Rubaiyat, escribió acerca del amor lo siguiente:

Un amor que no arrasa no es amor

¿calienta acaso la hoguera un tizón?

noche y día, durante el resto de su vida

el amante deberá llevar el dolor y el placer por compañeros

Esas palabras parecen indicar que el verdadero amor es agridulce y eterno. Sin embargo, Stendhal, en Del amor, no concibe a la eternidad como necesaria en estos asuntos, y señala del amor cuatro tipos: el amor-pasión, el amor-gusto, el amor-físico, y el amor-vanidad. Entreveradamente hablaré de algunos de ellos, pero antes voy a tratar de cercar su esencia sentimental. Su conocimiento,  el de ese batiburrillo de sentimientos que es el amor, es un re-conocimiento que solo puede lograr plenamente quien de forma previa  lo haya experimentado. En Román paladino: para conocer el amor hay que sentirlo.  Del que lo siente se dice que está enamorado, esto es, que está inmerso en el amor. Hay que advertir, sin embargo, que el uso común ha restringido este concepto hasta identificar con él al que se encuentra en una suerte de embeleso, de atención máxima en la persona amada, de ilusión extrema y apasionamiento, hasta identificar el enamoramiento con el amor-pasión que señalaba Stendhal. A este amor me referiré hoy principalmente.

Empiezo diciendo que el enamoramiento ―y esto sonará hartamente prosaico―es una suerte de estupidez suprema que dura dos o tres años, y que tiene por finalidad evolutiva el procurar por la continuidad de la especie humana. A través de los vericuetos afectivos que presenta, el hombre y la mujer cooperan en la crianza del infante. Una de las primeras formas culturales que el homo sapiens inventó para complementar la fortaleza química que los genes procuran al enamoramiento fue la institución del matrimonio. Un contrato social que aseguraba a cada macho la posesión en exclusividad de una hembra, con penalización para quien intentara arrebatársela. La gran Leonor de Aquitania, madre de Ricardo Corazón de León, decía que el matrimonio es la tumba del amor. Pero el autor principal del asesinato del enamoramiento es la fecha de caducidad que lleva impresa. Esa pócima con ingredientes de atracción sexual, embeleso, celos, deseo de posesión,  atención mental focalizada en la persona amada, reblandecimiento sentimental, bienquerencia, seguridad y confianza variables, que constituye el enamoramiento, se acaba, ya lo he dicho, al cabo de dos o tres años. Cuando se cumplen, el amor-pasión se difumina y empiezan los saltos de cama, las infidelidades, las separaciones…, a menos que el amor-pasión se transforme en otro tipo de amor. Enzo Emmanuel, de la Universidad de Pavía, y Donatella Marazziti, de la Universidad de Pisa, han dado con el intríngulis químico de asunto: han descubierto que los niveles de testosterona bajan en el hombre enamorado, mientras las hormonas neutrofinas invaden su torrente sanguíneo y cambian su metabolismo. La bajada de testosterona explica la pérdida de pasión loca por otras mujeres hermosas, y las neutrofinas explican la supeditación afectiva que sufre. ¿Resulta posible prolongar este amor-pasión más allá de la fecha de caducidad impresa en su etiqueta química? Sí, siempre que nunca se satisfaga el deseo por la persona amada ni nunca se marchite. Es decir, siempre que ésta «no conceda» pero tampoco «niegue», cosa harto difícil de manejar y mantener, aunque algunos y algunas saben gestionar muy bien. Es decir, se trata de mantener encendida la llama del amor avivándola cuando mengua y meguándola cuando se aviva. Algunos son verdaderos artistas en estos menesteres. Más simple y sencillo, aunque quizá menos interesante, resulta mutar el amor-pasión a un amor más apaciguado, con menos altibajos de ánimo, con gratificaciones menos extremas pero también menos sufrimientos.  Y es que el amor-pasión es peligroso (por la falta de control que sobre él tenemos) y extraño. Para que se me entienda expongo dos de sus manifestaciones: el amor de dos enamorados puede desaparecer de la noche a la mañana por despecho  (menosprecio, desengaño, es decir, cuando uno siente que el otro le ha rebajado en su valer o simplemente que no es correspondido en su querer en el grado deseado), pero también puede perdurar eternamente en uno de ellos si  el otro muere en un fatal accidente. En este caso el recuerdo del amor perfecto se mantiene indeleble en el pensamiento(pues ninguna mala experiencia ha enturbiado la imagen idílica creada del amado o amada). Son esas cosas extrañas e incontrolables que tiene el enamoramiento. De haber seguido la relación es muy probable que el amor se hubiera convertido prontamente en odio, pero…

El amor esta labrado en su base de sentimientos, es decir, de los artífices de estos: de temores y deseos. El amor es muy principalmente deseo de poseer. Por tal razón muere en cuanto se satisface; muere en cuanto uno de la pareja siente la seguridad de poseer plenamente al otro. De ahí que sea harto frecuente el desamor que surge en muchas parejas que tras muchos años de convivencia amorosa deciden casarse. Los papeles del matrimonio dan seguridad de posesión ante las familias respectivas y ante la sociedad, así que sintiendo que se tiene esa seguridad se relajan las muestras de afecto, se relajan los artificios diarios para ganar el amor de la pareja, se abandonan las liturgias y los ritos de seducción, en fin, una vez satisfecho el deseo de posesión, éste  desaparece y con él desaparece su estímulo. De ahí la aseveración de Leonor de Aquitania. Pero el amor conlleva también temor a perder lo que se cree o se quiere poseer. Temor a que el objeto amoroso nos sea robado por un intruso. El sentimiento de los celos manifiesta la tensión entre el deseo de poseer y el temor a ser desposeído. Los celos son semillas que crecen en los suelos más pedregosos: basta una sospecha auspiciada por el temor para que el manantial de la imaginación la haga crecer infinitamente hasta desquiciarnos por completo. El deseo es un generador de imágenes de la persona amada, pero el temor alienta las imágenes de peligro, «descubre» disimulos de ella, engaños ocultos, simula en la imaginación todos los escenarios de peligro posibles y crea la ilusión de que son reales. Esos son los celos, un sistema avisador de peligros potenciales para la finalidad de posesión de nuestro deseo. Deseo y temor se avivan mutuamente. Promueven un baile de análisis y contraanálisis, un examen de cada peligro potencial, una búsqueda de indicios que aseveren o rechacen un imaginado peligro, y una evaluación infernal, en círculo, que no conduce a parte alguna porque no es la razón quien impera en estos asuntos sino la ilusión que producen los sentimientos. Esto también es el amor. Pero ahora lo examinaré a través de otro prisma.

Sentimientos (I)

Sentimientos

Imagen

De su andamiaje dice Antonio Damasio[i] que «son una expresión mental de todos los demás niveles de regulación». Según el principio de anidamiento propuesto por este autor, parte de la maquinaria del sistema inmune está incorporada a la maquinaria de los comportamientos del dolor y del placer; parte de esta otra se halla incluida en la maquinaria de los instintos y emociones; y, finalmente, parte de todo lo anterior se incorpora a los sentimientos. Huelga añadir, visto el entramado, que cuando un sentimiento se manifiesta, se produce un proceso mental, reacciones emocionales, impulsos instintivos, se acompaña de ingredientes de dolor y placer e incluso de regulaciones más básicas. De ahí la dificultad de poner lindes a este campo. Pero conviene hacerlo: los sentimientos manifiestan su esencia en lo social. Este es su caldo de cultivo, su soporte y su quicio. Evolutivamente nacieron con vocación social, y en lo social radica su funcionalidad. No se olvide esto.

Para atisbar su complejidad vale exponer un caso: un individuo ofende a otro públicamente. De forma inmediata, el ofendido siente ira contra el ofensor y vergüenza (al ser percibida por el público presente la ofensa que le hiere y rebaja) ante los presentes. La ira tiende a consumirse con violencia, pero el ofendido puede sentir temor hacia el ofensor y, a causa de ello, sofrenar los dictados de su ira. El ofendido se siente ante los demás desvalorizado, lo que produce un sentimiento con gran dosis de dolor de ánimo: la humillación. Con el paso del tiempo, el recuerdo de esa humillación mantiene la ira en candelero, haciendo aflorar un  deseo muy sentimentalizado: el odio. Éste, se revierte imaginativamente contra el ofensor como deseo de venganza (de vengar la afrenta), es decir, con el ánimo de cobrarse crecidamente la  humillación sufrida. En la escenificación mental que conlleva el deseo de venganza, se representa con gozo la obra del sufrimiento y dolor del ofensor —y este gozo por el dolor ajeno es un instinto sentimentalizado que se conoce como crueldad. De no llevarse a cabo la venganza en su debido tiempo, el odio se añeja, se encalla, se camufla en rencor, que es un sentimiento perdurable (en los lugares pequeños se transmite de generación en generación entre familias). Si quien ofende o agravia no es un individuo sino que tiene como origen lo que el agraviado u ofendido entiende como una injusticia social, la humillación genera un resentimiento contra los promotores de tal pretendida injusticia. Como se ve, toda una maraña. De ahí la dificultad de poner lindes a este campo.

La génesis y los ingredientes que propone el citado autor los definen: Los sentimientos sociales son adaptaciones evolutivas consistentes en ciertos desencadenantes que tienen lugar en nuestro organismo ante un suceso o estímulo socialmente relevante, cuyos ingredientes principales son emociones, una representación mental del estado del cuerpo que produce imágenes, y un modo alterado de pensar, con pensamientos acordes a la emoción que se siente, así como alguna variación del dolor y del placer.  En tanto que representaciones mentales del estado del cuerpo, la conciencia entra en juego; no se trata solo del mero disparo emocional, sino que, acompañándolo,  interviene la atención, las razones, el pensamiento, los recuerdos… De ahí la importancia que cobra la corteza prefrontal ventromediana para lidiar de forma adecuada una «situación social»  con el capote de los sentimientos .  Parece ser que esa región está adaptada para detectar los estímulos socialmente relevantes, es decir, aquellos eventos o relaciones sociales que fueron de primordial importancia para el éxito o fracaso biológico de los individuos de nuestra especie. Ahora bien,  el área señalada, que se comunica con la amígdala a través de la corteza cingulada, también está comunicada con otras áreas de procesamiento superior y con otras estructuras cerebrales que sustentan la producción de imágenes, de forma que la atención, los recuerdos, la imaginación y los pensamientos mismos se suscitan y se alteran en concordancia con los «gritos» emocionales provenientes de la amígdala. El sentimiento es el cúmulo de todo ese proceso; es la marejada mental que nos sobreviene cuando el organismo percibe la importancia que un hecho social tiene para nuestra eficacia biológica. Dicho de manera que puede resultar harto sorprendente: el sentimiento es también  respuesta del organismo en su afán de seguridad. La búsqueda de seguridad constituye uno de los afanes más prominentes del organismo, enredado como se halla en esa aparente finalidad teleológica de sobrevivir y dejar descendencia.  Es decir, los sentimientos le señalan a la mente aquello por lo que tiene que preocuparse el organismo, y, en ese sentido, representan un sistema de seguridad. O de una manera más precisa: el organismo dispara los sentimientos para señalar a la mente aquello que le preocupa, aquello que la mente debe tomar en consideración; y, ¿para qué?: para que las imágenes, la razón, los pensamientos, tomen parte activa en formular la respuesta, sofocando, modelando, regulando, moldeando e incluso concitando el automatismo emocional e instintivo.

Una funcionalidad sorprendente. El organismo, «empeñado» en lograr eficacia biológica,  engarza áreas filogenéticamente muy antiguas, como el sistema límbico ―al que pertenece la amígdala―, con áreas «nuevas» como la corteza prefrontal. Engarza emociones, instintos, dolor y placer, con imágenes y razonamientos, y surgen los sentimientos en el medio ambiente en que vivimos, que es social. (Algo semejante ocurre con los deseos, que vienen a ser a los instintos lo que los sentimientos a las emociones.) También actúa el tándem dolor/placer, con la funcionalidad de recompensa/castigo, señalando a las emociones las conductas a evitar e indicando la conveniencia de dicha evitación[ii].


[i] Antonio Damasio, En busca de Spinoza, p. 41

[ii] Claro que, una consecuencia no deseada de esa señalización que produce el placer es la adicción. James Olds y Peter Milner (1954) demostraron la adicción de la rata a la cocaína y a la estimulación de los centros nerviosos que provocan el riego con dopamina. Recientemente, Serge Ahmed ha diseñado un experimento que ha puesto de manifiesto que las ratas optan por el jarabe dulce incluso antes que por la cocaína. Los humanos podemos hacernos adeptos al juego, a la bebida, a la relación sexual, a las drogas… La evolución no ha «reparado» los mecanismos del placer/dolor –eliminando de ellos la adicción–, porque no fue relevante en los modos de vida de nuestra larga historia evolutiva. Ahora sí puede serlo.

Puntadas con hilo

1

Resulta de una  obviedad sin discusión posible que la escuela tiene que ser un reflejo de la sociedad en que se halla inmersa. Si la sociedad catalana es bilingüe y los dos idiomas se usan por igual según el deseo de los individuos, la escuela también, de forma radical, lo debería ser. Si no lo es y, por el contrario, se impone con exclusividad una lengua, no existe modo razonable alguno de negar que tal acción es opresiva y discriminatoria, que representa una vulneración represiva de la libertad y de los derechos lingüísticos de la población.

Si se pretende justificar tal acción aludiendo a un supuesto derecho de la «lengua propia» del territorio (fundamentado lo «propio» en la Territorialidad en vez de la realidad lingüística), además de pervertir intencionadamente el significado de «lengua propia», se está defendiendo la supeditación de los derechos y libertades democráticos a un supuesto valor supremo de Territorialidad. Esto es: como en la Alemania de Hitler, como en la Italia de Mussolini,  como en la España de Franco, con esta justificación se desprecian los valores democráticos y se ensalzan y ponen en un pedestal los valores derivados de una concepción sacra de lo territorial.

2

Leo en el periódico El Mundo del 8 de febrero, que el equipo rector de una escuela (a la que se pretende obligar a impartir el 25 % de las clases en castellano) ha proclamado con orgullo que «harán todo cuanto esté en sus manos para proseguir con la inmersión lingüística en catalán». ¿Qué otro significado no tiene esto sino una muestra de altanero desprecio a la ley, qué otra cosa que una loa a suprimir el derecho de enseñanza en castellano, qué otra cosa que una represión de la libertad paterna de elegir la lengua en que quieren que se eduquen sus hijos?, ¡y lo proclaman con orgullo!, ¡y son jaleados por ello por los patriotas del independentismo!, ¡como si les asistiera una moral de origen divino que se coloca por encima de la democracia, de las leyes y las normas!, ¿qué moral es ésta?, ¿no es una moral represora de libertades y derechos?, ¿no es una moral que atenta contra los valores democráticos básicos?, ¿no es una moral que quebranta la ley?, ¿no es una moral que persigue imponer un «pensamiento único»? Una moral represora que obedece a los dictados de la diosa Territorialidad.

Una moral represora muy semejante a ésta existía en la Alemania de Hitler, en la Italia de Mussolini y en la España de Franco.

3

El control de los medios de comunicación mediante dádivas o amenazas; la pretensión de imponer una «verdad» exclusiva y única en los individuos; el aleccionamiento en el fanatismo; el señalar con dedo acusador a un supuesto enemigo e inculcar odio en su contra; el alarde incesante de banderas, lemas y consignas; el falseamiento interesado de la Historia; el amedrentamiento, el acoso, la condena al ostracismo del discrepante y del disidente; el intento de convertir a los ciudadanos en rebaño…, fueron prácticas habituales en la Alemania de Hitler, en la Italia de Mussolini y en la España de Franco. Estas prácticas obedecen a una ideología y a una moral que tiene un nombre concreto desde hace casi un siglo. Se denomina fascismo.

Lo psicológico en Borges. Emma Zunz

Borges, El Aleph, Emma Zunz

Naturalmente Borges es su lenguaje. Y, naturalmente, nadie defendería que  lo psicológico tenga un papel relevante en Borges. Lo psicológico indaga motivos y causas, despliega las razones del subconsciente y pone a los deseos y a los sentimientos bajo sospecha, mientras que Borges suele ceñirse escrupulosamente a los hechos. Sin embargo, aunque Borges no explicita la disposición sentimental que empuja a cometer los actos ni aún menos construye un clima emocional preparatorio y propiciatorio de los hechos, sino que, organizándolos con cierta relación de simetría  espacial y  temporal, parece obviar o cuando menos trivializar los asuntos pasionales,  estos asuntos  aparecen en sus narraciones en potencia, ocultos, cifrados, no dejando de tener por ello importancia suma en el desarrollo y en el desenlace de la narración. Vale a veces una reflexión del autor ―que no parece venir a cuento―, valen ciertas palabras dejadas como de adorno junto a los hechos descritos, para que de su ayuntamiento se evoque en el lector atento toda una marejada de razones psicológicas; razones que hacen mover a los protagonistas. El desapasionamiento que se muestra no excluye la existencia cifrada de deseos y sentimientos.

Emma Zunz, una narración inscrita en El Aleph, es un buen ejemplo para recalcar el fenómeno. La historia trata de una venganza. Una carta anuncia a Emma Zunz el suicidio de su padre, acusado de desfalco y deshonra. Ella sabe que su padre es inocente y la venganza le reclama castigar al verdadero culpable. Borges nos cuenta en una línea la impresión que esa muerte le produjo. Pero la impresión restalla evocativamente con mucha mayor fuerza unas líneas adelante: «…porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo y seguiría sucediendo sin fin». Eso es todo. Explícitamente no fulge un solo sentimiento que aderece la situación, que cree clímax al propósito de que resulte comprensible al lector la venganza que ya planea Emma.  No hay un solo sentimiento pero esas palabras remiten a un dolor inmenso y a una soledad perenne. Ese dolor y esa soledad a que Emma es condenada hacen creíble que la venganza cobre vida en su conciencia. Sin embargo, el desentendimiento de Borges por el clima pasional se hace patente en las siguientes líneas de la narración, que muestran la espera del momento de la venganza, y presentan a una Emma contenida, sin que una sola emoción o una sola palabra delaten su decisión.

La venganza es un deseo cargado de sentimientos de odio y crueldad. Llevarla a cabo exige edificar sentimentalmente una voluntad de acción. Una cosa es desear vengarse, otra distinta es cargarse de los sentimientos que la hagan posible. Emma apenas conoce al señor Loewenthal, gerente de la fábrica donde ella trabaja y culpable del suicidio de su padre. Esa falta de relación hace que apenas resulte factible imaginar la consumación, menos aún llevarla a cabo. Hace falta sentir. El agravio lo sufrió su padre; ella necesita sentirlo en sus carnes, «sentir» que es ella la agraviada, para que la venganza haga en ella su cuerpo, para que el odio contra Loewenthal anide en su conciencia. ¿Cómo transformar su dolor en crueldad? ¿Cómo lograr que la carne responda y construya una voluntad irrevocable? Otros hubieran creado páginas y páginas de atmósfera angustiosa con el ánimo de hacer creíble el acto vengativo. Borges, el genio de Borges, imagina una solución extrema que, ciñéndose a meros hechos,  sorprende por lo increíble que parece. Nos la sugiere previamente: nos predispone a vislumbrar unos hechos por acaecer mediante un solo dato que en el contexto en que se expresa parece fútil: «En abril cumplirá diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico…». Unas páginas después se desvela el argumento psicológico por el que Emma transforma su dolor en voluntad de matar: odiando a todos los hombres y enfocando ese odio contra Loewenthal. Emma se entrega como furcia portuaria a un grosero marinero en un turbio barrio. Emma se entrega a la repulsión, al horror hacia todos los hombres. Y ese sacrificio implica también sentir la punzada de odio hacia el propio padre.

«¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, enseguida, en el vértigo. El hombre sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. »

La voluntad ya había sido edificada: «El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco», dice Borges a continuación. Ya en el limen de la acción vengadora, recalca: «Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de la castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra.»  Borges nos desvela aquí que la voluntad de castigar la ha edificado el ultraje a que Emma se sometió con el ánimo de vengar a su padre; que fue preciso el ultraje, fue preciso enfondarse en la ciénaga de la repulsión para lograr la sentimentalidad que impusiera  en las carnes la imperiosidad de la venganza (que hasta entonces sólo había sido deseo y proyecto).

Cierto es que Borges parece incidir en asignar al ultraje otro propósito, el de justificar la muerte de Loewenthal ante la autoridad. Nos dice que Emma «Apretó el gatillo dos veces» y que luego tomó el teléfono y repitió…:«Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté…» Unas páginas antes se preguntaba Borges ante el lector: «¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba…?» Es cierto, ante la autoridad, la fuerza emocional del asco por el ultraje padecido hace verosímil la versión que Emma entrega. Pero el ultraje como elemento que da verosimilitud a una muerte en respuesta a un intento de violación, es un argumento secundario, incluso superfluo; hubieran bastado signos: vestido roto, huella de resistencia, moratones, una preparada representación… El lector atento se percata de que el argumento es mucho más extraordinario y complejo: la edificación sentimental de una voluntad que cumpla con el propósito de venganza que su dolor le reclama. Aquel es el argumento explícito, éste es el implícito y esencial.

Si la psicología es el arte en investigar la motivación de los actos, Borges es un artista consumado. Pero en él los hechos, las referencias aparentemente fútiles, las locuciones exentas ―descarnadas―de atributos pasionales pero cifrando mediante su exacta y ordenada significación la acción de lo primordial del ser humano, sustituyen a las indagaciones, sustituyen a las deducciones, sustituyen, incluso, a la exposición de motivos sentimentales. Es lo que esos hechos y palabras evocan en la imaginación del lector lo que debela el aparentemente inextricable muro de las motivaciones. El lienzo psicológico que tinta Borges es abstracto y está difuminado, apenas se vale de unos trazos de realidad, pero hay que observar atentamente las pinceladas, hay que pulir bien los anteojos de la imaginación y del entendimiento para ver la grandiosidad de la obra.

Las ideologías en la Ciencia

Voy a hablar de creencias que se tienen por fiables, por poco sentimentalizadas, que poseen –así se suele considerar—mayor grado de verdad. Me refiero a las creencias científicas. No es políticamente correcto entre los científicos aunar los vocablos «creencias» y «científicas», dado que lo científico se suele colocar en lo más alto del pedestal que anuncia la «verdad», mientras que lo todo lo relacionado con creencias se coloca en un pedestal que apenas destaca del suelo, como si el «creer» estuviera desvalorizado, fuese cosa del vulgo. Por tal razón se suele emplear «saberes científicos» o «conocimientos científicos», dándose por supuesta su verdad; pero nunca «creencias científicas», aunque creencias son. Son creencias y, como tal, se encuentra expuesta su verdad al albur de las interpretaciones; bien es cierto que es aconsejable fiarse más de unas que de otras pues se meten muchas en el mismo cajón. Responden a distintas maneras de entender y aplicar el término «científico». Las Ciencias Físicas, las más «duras» de entre todas ellas, exigen un rigor exquisito en los pasos, en las condiciones y los métodos a aplicar para validar la «verdad» del asunto que se trate. Se exige coherencia argumental, adecuada matematización, evidencia experimental verificable, predicción… Otras como las ciencias históricas, no pasan de ser meras interpretaciones de hechos parcialmente documentados y siempre analizados con parcialidad. De científico apenas poco más poseen que un cierto rigor en el análisis, y la pretensión de serlo. Resulta meridianamente claro que tras de la  parcialidad en el  análisis y del sesgo que se produce en la interpretación se encuentra  la ideología del interpretador. La visión de la realidad se percibe con las gafas de nuestra ideología. La ideología  del interpretador cincela a su antojo la verdad con el ánimo de infundir  en el lector de su obra la creencia acorde a su ideología. Véase, si no, la historia interpretada por un marxista: tras de todo suceso encuentra lucha de clases y lo económico resulta ser el fundamento de toda acción. O la historia de la antigüedad contada por  «ojos» griegos o por «ojos» romanos.

Claro, se puede alegar: «la parcialidad señalada o las ideologías no tiene ni puede tener lugar en el desarrollo e interpretación de las ciencias “duras” como la Física»… No, con reparos. No es que el investigador no la tenga, sino que la posibilidad de replicar las experiencias científicas y quedar expuesto al ridículo en caso de no obrar con diligencia, pone coto a su parcialidad. No obstante, existen los ejemplos de ello. El célebre astrofísico Arthur Eddington partió el 29 de mayo de 1919, al poco de acabada la Gran Guerra, al frente de una expedición a la isla Príncipe, en el golfo de Guinea, en la costa oeste de África, donde se vería un eclipse de Sol total. Trataba de confirmar la teoría de la Relatividad General de Einstein, que predecía  la curvatura de la luz en las cercanías solares De vuelta a Inglaterra, Eddington comparó las fotografías tomadas durante el eclipse con las que había tomado seis meses antes en Inglaterra, del mismo cielo de estrellas y con el mismo telescopio. La teoría de Einstein se confirmaba. Pero Eddington, llevado por su fe en la Relatividad, cometió de forma intencionada la poco científica acción –aunque a la larga irrelevante acción—de  desechar las fotografías que manifestaban discrepancia con lo que se esperaba encontrar. ¡Y es que la fe en una creencia se toma muchas veces como criterio de verdad[1]! A propósito, ni siquiera el mundo científico está libre de esas ilusiones, al menos hasta que la experimentación da su visto bueno o lo niega. Por ejemplo, la belleza matemática de una teoría suele ser tomada, mágicamente, como criterio de verdad entre los científicos. Cuando casi nadie tomaba en serio la Teoría de la Relatividad General, la belleza de sus fórmulas procuraba a Einstein una fe inquebrantable en ellas. En una carta al físico Arnold Sommerfeld, escribía: «Usted se convencerá de la Relatividad General una vez la haya estudiado. Por consiguiente, no voy a decir una palabra en su defensa».

El deseo, germinador de ilusiones varias, es una gafa bifocal: impulsa al descubrimiento científico, pero puede hacernos ver cosas que no son. Un ejemplo muy figurativo: Stanley Pons y Martin Fleischmann, de la Universidad de Utah, publicaron en la revista Nature un artículo sobre la denominada Fusión Fría. El 23 de marzo de 1989, en una conferencia, dieron a conocer su «descubrimiento»: se abría la posibilidad de fabricar energía barata ¡y en la propia casa de uno! En esencia consistía en un par de electrodos conectados a una batería y un recipiente con agua pesada rica en deuterio. Científicos de todo el mundo se lanzaron durante las semanas siguientes a reproducir los resultados y, sorprendentemente, ¡casi la mitad de ellos declararon haberlos reproducido! Pero la certidumbre de que aquello no era cierto se impuso. La magia de la botella no duró mucho, y el bochorno de los científicos replicadores fue grande.

Claro que, cuando no existe posibilidad de experimentar una hipótesis, las creencias y las ideologías ajenas al asunto de que se trate pueden tomar las riendas para determinar su «verdad». Tal cosa ocurre con la hipótesis del cambio climático global por las emisiones de dióxido de carbono y otros gases a la atmósfera. Los panconservacionistas del medio ambiente y la izquierda en general, ven churras donde la derecha ve merinas (hasta hace poco); aunque parece que se ha acabado imponiendo el compromiso del «por si acaso es así, dada la correlación que observamos, vamos a actuar».

Pero el ejemplo de más relieve y más ignominioso del sometimiento de la verdad científica al influjo de  creencias e ideologías en toda la historia de la humanidad –más aún que en los casos de Galileo y Copérnico—se produjo en la URSS.  En el Segundo Congreso Soviético de Granjas Colectivas, en febrero de 1935, Trofim Denisovich Lysenko, un oscuro biólogo, ataca a los genetistas soviéticos porque «con sus teorías importadas de Occidente están destruyendo la agricultura soviética»; palabras que satisficieron enormemente a Stalin. Con el utópico proyecto de transformar los cereales de invierno en cereales de primavera, ideando una suerte de lamarquismo de nuevo cuño que conseguiría adaptar las semillas al clima siberiano,  Lysenko — haciendo uso del engaño de conseguir «una nueva biología dialéctica y comunista» para lograr el apoyo de Stalin—, consiguió llegar a ser en 1938 presidente de la Academia Nacional de Ciencias Agrícolas, y ser temido en todo el ámbito agrícola y universitario. Durante tres décadas, Lysenko y sus partidarios controlaron la enseñanza, las investigaciones biológicas y la agricultura, llevando a la URSS a un fracaso tras otro en la producción de cereales. Sin embargo, ninguna evidencia en su contra fue suficiente para contrarrestar el entusiasmo que producía con sus palabras entre los dirigentes comunistas: «La teoría mendeliana de la herencia es falsa por ser reaccionaria y metafísica, y niega los principios fundamentales del materialismo dialéctico». Recuérdese que el marxismo dialéctico, sobre todo en la versión de Engels, pretende explicar todo conocimiento con oscuras palabras (a imitación del maestro supremo en esas lides, Hegel), y ataca con saña a la metafísica dominante en Occidente. Lysenko escribió: «En la URSS existen dos biologías radicalmente opuestas, una es materialista y soviética; la otra es reaccionaria, capitalista, idealista y metafísica». Como resultado del enfrentamiento, hizo prohibir la enseñanza de la genética mendeliana, y ordenó la destrucción de todos los libros e investigaciones basados en ella. Y no contento con ello, comenzó la purga política de los científicos que discrepaban de sus teorías: arrestos, deportaciones, ejecuciones, se sucedieron a cientos. ¡Durante treinta años! Los progresos en biología desaparecieron, pero ninguna evidencia en contra podía luchar contra su fervor ideológico y los apoyos que con ello conseguía. Un iluso ignorante con poder quizá sea la especie animal más peligrosa que existe, al menos la más destructiva; tenemos ejemplos de ello que nos tocan de cerca.


[1] Hay gremios que se especializan en creer en todo lo turbio o en aquello que venga envuelto en oscuridad; y en otros, lo ambiguo, lo vaporoso, lo novedoso, la belleza del asunto, o la misma jerigonza, sin más, sirven de criterio de verdad de un asunto.

Sacralización de la democracia

Yack: Si la democracia se cifrara en votar una vez cada cuatro años (a unos elegibles, desconocidos para el ciudadano generalmente, y a un programa decorativo que nunca se cumple), en la URSS, en el Zimbabue de Robert Mugabe, en la Siria de Basar al-Asad, en la Venezuela de Madero, en la Cuna de los Castro o en el Irán de los ayatolás, podríamos decir que reina o ha reinado la democracia, pero nadie en su sano juicio tildaría de democráticos a los sistemas políticos de esos países.  Por otro lado, la condición de que existan varios partidos con distintas estrategias de gobierno, siendo necesaria, no es suficiente para que se instaure una democracia deseable en el sentido de corresponder el poder a la colectividad. Este país y otros muchos tienen una larga historia de bipartidismo ―que es favorecido por la disposición de medios económicos y por el sistema electivo reinante― que es propicio al acuerdo y al cambalache entre ellos en aras a su propio beneficio, produciendo frecuentemente una corrupción generalizada, una perversión de la democracia. Tampoco el cumplimiento riguroso de la ley que tú nombras es hacedor de democracia, pues esa ley puede no estar hecha para el bien común, sino para el beneficio de unos pocos, generalmente los propios partidos políticos. No. La democracia implica voz ciudadana, adecuados mecanismos prebiscitarios, participación, derechos y libertades, es decir, un modelo de democracia que facilite la convivencia en base a la voluntad general.

El método más eficaz para llegar a un sitio es el de saber de antemano el sitio al que se quiere ir. La democracia, como modelo a conseguir, debe hacerse creencia en la conciencia del ciudadano (recuerdo al lector que una creencia es una idea que ha hecho suelo en la conciencia y se ha convertido en rutina del pensamiento), debe ser rutina en relación al modo de actuar socialmente y en relación al modo de concebir los mecanismos de organización y participación política.  Si no abunda en la conciencia de los ciudadanos ese tipo de creencias, cualquier brisa producida por creencias del tipo paradisiaco o redentor ―léase nacionalismo, socialismo, comunismo, fascismo―conducirán al barco de la democracia a puertos totalitarios o caóticos, tales como el del fanatismo independentista catalán o el sistema bolivariano de Venezuela o el régimen de los ayatolás de Irán. La navegación del velero Democracia no puede supeditarse a la intención de llegar al puerto del socialismo ni del Islam; no puede amarrar en puerto alguno, su esencia está en la navegación. La Democracia no puede ser un medio para el fin del socialismo ni del Estado catalán ni del imperio de la shariat islámica. Frente a esas fuertes creencias debe reinar la creencia en la democracia: ésta debe ser el fundamento de la convivencia. Con más valor público que cualquier otra creencia. El modelo de democracia que tiene en cuenta la participación, la libertad respetuosa y respetada, los derechos del individuo y de los grupos, resulta ser el mejor modelo posible para resolver conciliatoriamente los asuntos sociales, y el modelo que produce mayor bienestar general y mayores beneficios sociales y económicos.

Se necesita infundir en la conciencia colectiva el modelo de democracia de libertades y derechos de participación e intervención sociales. Que ese modelo sirva de principio legitimador de la política. Y tener bien presente a Locke, Montesquieu y Stuart Mill. Al fin y al cabo somos máquinas movidas por los vientos de las creencias.