Fanáticos

 

Al haber sido un mucho rebelde y una pizca desconfiado, resulté refractario al sectarismo—pues las sectas exigen sumisión y confianza—aunque no niego que fui tentado a encuadrarme bajo ciertas siglas y ciertos símbolos. Dejaron de insistir en cuanto se percataron de que entre mis virtudes no estaba la de ser sumiso. No discrepar de la opinión reinante es la principal virtud del animal de rebaño. Pero yo discrepo incluso de mí mismo. Hoy puedo estar convencido de la certeza de un juicio, y mañana, tras de indagar en ello, puedo convencerme de lo contrario. Tal fluctuación, que puede parecer veleidad, no me impide poseer creencias firmes, creencias arraigadas en las arenas de la razón y de la lógica de los hechos, y, ciertamente, como todo el mundo, tengo también un poso de creencias irracionales.

La mejor manera de que uno no cambie ningún juicio o idea o creencia consiste en no aprender nada nuevo: los juicios sobre las cosas, eternamente repetidos, van día a día cavando profundas trincheras y las creencias más absurdas arraigan en la conciencia. Lo curioso del caso es que suelen ser juicios o creencias ajenas que uno toma prestadas y hace suyas sin otro criterio que el de seguir la opinión del rebaño. Esta falta de indagación, de criterio propio, esta falta de renovación de ideas, facilita la aparición del fanatismo.

El fanático, en un dogmático monólogo consigo mismo, repite: yo tengo razón; yo poseo la verdad absoluta; tú estás equivocado; tú eres mi enemigo. En esencia, todo aquel que no comparte su visión del mundo o de alguna particular parcela de la realidad, es culpable a ojos del fanático. Los que ya tenemos una cierta edad hemos conocido el fanatismo de que hacía gala la Iglesia Católica: todo aquel que no se cobijase en ella era reo del infierno. Afortunadamente, sus fanáticos propósitos han desaparecido o están desapareciendo. Todo lo contrario a lo que ocurre en el Islam, que ha revitalizado su fanatismo en los últimos lustros.

Pero hay otros grupos tanto o más fanáticos que los religiosos y que actúan como lobos con piel de cordero. El fanatismo nacionalista, cuyos dramáticos efectos se hicieron palpables con la desmembración de la antigua Yugoslavia y la orgía de sangre que tal hecho produjo. El nacionalismo catalán, que ha dividido Cataluña en dos y ha separado familias, amigos y amantes (parece como si la historia nunca enseñara nada). Tenemos a veganos que te asesinarían por el delito de comer carne; a no fumadores que te asfixiarían por encender un cigarro; animalistas que quitarían la vida a cazadores y aficionados a las corridas de toros; a ecologistas que tienen por más la vida de un lagarto o un tomillo que la vida de una persona; feministas radicales que caparían a todos los hombres; igualitaristas que serían capaces de destruir todas las riquezas y todos los bienes existentes en el país para que, en la miseria, todos fuéramos iguales.

Y tienen otra particularidad los fanáticos: pretenden redimirnos. Es decir, albergan el propósito de que seamos felices o de que ganemos la bienaventuranza eterna aunque sea a fuerza de decretos y martillazos. El comunismo y el socialismo pretendieron liberar a las gentes de su yugo, y ya sabemos lo que trajeron. Temo si alguien me quiere redimir sin yo haberlo pedido. La tradición de redimir es de las religiones: del cristianismo, del islamismo, del socialismo… Pretenden actuar altruistamente con nosotros, pero ¡que los cielos me libren de su altruismo!

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El fanático vive encerrado en una burbuja de información en la que no entran opiniones distintas a las que inyectan en dicha burbuja sus líderes. Han de leer un determinado diario, ver una determinada cadena de televisión, escuchar determinados debates o charlas, juntarse con determinados individuos…; solo así gozará el fanático de creencias firmes. La burbuja informativa no puede contener productos tóxicos. Conozco a marxistas que no leen nada que no venga reflejado desde el horizonte del marxismo; conozco a independentistas catalanes que se prohíben ver otra emisora televisiva que no sea la que propugna la independencia. Y algunos de ellos son profesores universitarios. La cortedad de sus miras, encerrados como están en una ilusión irracional y en una burbuja informativa, les imposibilita la percepción de la realidad. De no poseer una perspectiva amplia y variada, veremos la realidad deformada y mutilada, inconexa. Una monolítica forma de mirar le convierte a uno en fanático.

El fanático sitúa una idea por encima de su propia vida, por encima de sí mismo. Se hace esclavo de esa idea y está dispuesto a sacrificarse por ella. Recordemos a los que se inmolan, a los que prefieren vivir en la miseria pero ‘todos iguales’ (véase Venezuela), al payés catalán que dice preferir arruinarse e incluso morir por la independencia de Cataluña. Las naciones han inculcado siempre el fanatismo entre la población, sobre todo en caso de guerra, pero también para tener a la gente abnegada y sumisa: el ‘Patria o muerte’ de Fidel Castro, el lema de ‘Todo por la Patria’ de la Guardia Civil…

Fanático es aquel que posee una sola mirada y una inatacable convicción acerca de una idea de justicia o redención, pero la idea no lo es todo, en ocasiones apenas existe idea o tan solo existe de manera formal y el fanático se nutre sólo de odio y ansias de revancha. En el mundo musulmán la mujer juega un papel secundario y apenas posee derechos ni libertades. Preguntémonos entonces  por qué el feminismo, sobre todo el más radical, no protesta por tales ocurrencias sino, al contrario, suele defender con vehemencia al Islam. En todos los países musulmanes se persigue la homosexualidad, y en algunos el homosexual es reo de la máxima pena, pero el  lobby LGTBIC no levanta su voz contra el Islam. Existe mucho fanático con la máscara-idea puesta en el rostro, pero si la levantáramos no aparecería otra cosa que odio y revancha. Pero este es otro asunto que tal vez trate más adelante.

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Mirada incierta al futuro

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Nos hallamos, sin duda, en los albores de una época de grandes turbulencias. Los nuevos tiempos han planteado una multitud de incógnitas, cada una de ellas con sus dilemas de incierto pronóstico. En China, en India, en Corea, en Malasia, se han producido transformaciones económicas gigantescas. Las actuales corrientes migratorias solo tienen parangón con las acaecidas antiguamente en las estepas asiáticas con destino al limes romano. La interconexión global, los acelerados avances tecnológicos, los hitos alcanzados en inteligencia artificial y en la manipulación mediante biotecnología, auguran cambios drásticos en los ámbitos sociales y laborales. Parece como si los nuevos tiempos nos hubieran arrastrado a un vórtice marítimo de magnitud y alcance imprevisibles que puede hundirnos en gélidas aguas o transportarnos a viscosos universos de dimensiones desconocidas. Como el reumático que barrunta frío o lluvia por el dolor de sus articulaciones, el malestar general del mundo no parece augurar nada bueno.

Las amenazas de futuro que se ciernen sobre nuestras cabezas son de muy diferentes tipos. Algunas de ellas presentan un claro cariz geoeconómico, como el acelerado desplazamiento de los centros de producción de tecnología y riqueza de Occidente a Oriente. China, Corea del Sur y Japón, están hoy, junto con los EEUU, a la vanguardia mundial del poder financiero y tecnológico, y están dejando atrás a Europa. En relación a este aspecto, los países que no sepan adaptarse con rapidez a los cambios productivos y cuya laboriosidad no se encuentre a la altura de sus más directos competidores, pueden colapsar económicamente, pueden verse arrojados al furgón de cola del tren de la prosperidad.

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Pero quizás se encuentren las mayores amenazas –y las mayores esperanzas—en  las nuevas tecnologías y en su aplicación. Lo que se ha dado en llamar robótica, inteligencia artificial, inteligencia colectiva, biotecnología, ingeniería genética, biología sintética, están ya abriendo el camino de una nueva revolución industrial (la cuarta o quinta, según distintas apreciaciones) que, como todas las anteriores –si no mucho más—tendrá grandes repercusiones en lo económico y en lo social.

Se habla ya de que en algunos modos de producción, como las cadenas de montaje, la mano de obra será sustituida por robots en su totalidad, y que en muchas profesiones que a priori  no parece factible su automatización los grados de sustitución podrían alcanzar un 50%.

No cabe duda de que en el corto plazo estas transformaciones en los medios y modos de producción traerán consigo grandes desajustes sociales que pueden causar  rupturas en la homeostasis social de las sociedades avanzadas. Por ejemplo, un aumento desmesurado del número de parados, y una bajada general del nivel de vida de las clases medias. Pero las consecuencias a medio plazo, por la incertidumbre que presentan, pueden resultar aún más catastróficas, y las soluciones que se proponen, tales como imponer tasas contributivas por cada robot empleado o la de un salario mínimo universal, no parece que sean muy satisfactorias. No mientras las empresas puedan deslocalizarse hacia países con tasas más bajas que las existentes en los países de origen, y no mientras  la población desempleada  carezca de la perspectiva de qué hacer con su ocio y con el resentimiento que posiblemente le genere su situación laboral; además de la aparición de un nuevo estrato social (y posiblemente una refundación y transformación de los demás), la de los desempleados de por vida.

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Pero, en otro sentido, las complicaciones pueden devenir tenebrosas: las empresas, la organización social, el control sobre esa organización, la política, las decisiones de todo tipo, pueden acabar sometidas al control de los sistemas de inteligencia artificial empleados para facilitar su eficacia. Y no se olvide que estos sistemas irán siendo más y más avanzados, con mayores capacidades de procesamiento y con mayor autonomía. No existe ningún argumento convincente que nos haga creer que esos sistemas –esas nuevas entidades—no tomarán en el futuro el control total allí donde actúan. No existen argumentos convincentes que nos dé la seguridad de que no seremos desplazados. O bien, que quien controle esos sistemas (o robots) no los utilice para imponer su tiranía sobre el ciudadano y sobre la sociedad en general; o bien que los sistemas sean hackeados y envirusados, pudiéndose convertir cualquier hacker en responsable de una gran catástrofe o en la destrucción y el caos. Piénsese que los nuevos ordenadores cuánticos podrán llegar a tener velocidades de procesamiento cientos de miles de veces mayor que las de los procesadores actuales. Con ellos muchas cosas que ahora nos resultan de ciencia-ficción serán posibles; como enseñar a un robot a replicarse y a aprender (con lo cual les estaríamos dando el control futuro de la humanidad), como hacerles creadores de nuevas especies biológicas o de una nueva especie en la que lo biológico y lo electrónico se comparta.

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La biología sintética, que combina la biotecnología y la robótica, sin duda tiende un puente hacia el sueño tan antiguo de crear una forma de vida nueva. Recuérdense los proyectos de construir autómatas, tan antiguos como la guerra de Troya,  o los intentos llevados a cabo por Alberto Magno o Leonardo da Vinci, o los innumerables que se construyeron en China o en Japón o en la Europa del siglo XIX. Pero mucha mayor semejanza tendría esa nueva forma de vida con el Golem, que según la mitología judía habría sido creado de barro, a imagen de Adán, insuflándole una chispa divina. Se le daba la vida escribiendo la palabra Emet en su frente, y se le desactivaba borrando la primera letra. Meyrink Gustav escribió una novela con ese título, Golem, y lo sitúa en Praga. Y recuérdese al Monstruo del Doctor Frankestein.

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El caso es que si con el empleo de células madre resulta ya posible la reparación, e incluso creación, de órganos biológicos, y si la sustitución de cadenas de ADN en unas cuantas o en la totalidad de las células de un organismo es ya un proyecto avanzado que a poco tardar tendrá resultados prácticos, cualquier ficción estará a nuestro alcance. Pero si a tal inimaginable avance le añadimos la posible sustitución de algunos elementos biológicos de un cuerpo orgánico –un órgano o una parte de él, por ejemplo—por sistemas de nanotecnología electrónica, los cuales potenciarían o modificarían a nuestro antojo la actividad y función del órgano, el avance sería grandioso, nos convertiría en dioses.

Pero ese nuevo individuo sintético, con capacidades y atributos escogidos a la carta, podría dar lugar a una nueva especie, con rasgos seleccionados, que, en caso de aplicarse a la especie humana, desembocaría, sin duda, en ese  mundo que describe Huxley en Un mundo feliz, la producción de especímenes destinados a servir a ciertas finalidades sociales y formando parte de grupos o clases separados, según esa finalidad. Es decir, un hormiguero humano. Un auténtico peligro. Pero un mayor peligro aún es el de la creación de superhombres o superrobots con la bionanotecnología a nuestro alcance. Hemos llegado descifrar el código genético de nuestra creación, y estamos aprendiendo a reescribirlo, lo cual es ya un desafío harto peligroso, pero crear un autómata que pueda hacer lo mismo (puede ser programado para aprender) y que tenga incluso muchas mayores capacidades de procesamiento y aprendizaje de las que nosotros tenemos, que aprenda a hacer por sí mismo las labores que a nosotros nos ha costado millones de años de evolución, puede desembocar en que el dicho autómata llegue a dominar a sus creadores o que incluso pueda modificar a estos, que pueda reescribir su ADN y el nuestro, que nos convierta en objeto de su investigación, o que incluso nos borre del mapa. Todo un  peligro a dos pasos de distancia.

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Bueno, el caso es que empecé a escribir con la intención de hablar de la insostenible polución medioambiental, del terrorismo islámico, de la irracionalidad de las abigarradas megaciudades que se han creado, de los alienantes medios de comunicación, del enfrentamiento entre el capitalismo y el socialismo, de las soluciones económicas y sociales, la Globalización…, pero se me ha ido la mano y me he ido por otro camino. Tal vez más adelante vuelva a lo anterior.