Libre albedrío I

CEREBRO

En un sentido estricto significa que mediante los mecanismos de la mera conciencia somos capaces de decidir nuestra acción en el mundo. Esto es, que al «yo consciente» le corresponde la autoría de nuestras decisiones; y que  tenemos autonomía, que «nuestras» decisiones no están predeterminadas ni forzadas desde otros ámbitos «fuera» de la conciencia. De forma radical y extrema, el libre albedrío implicaría que es de la acción exclusiva de la conciencia de donde surgen los motivos de la decisión y la decisión misma.

Claro está que la supuesta  acción de los mecanismos de la conciencia reduciría los procesos que tienen lugar fuera de ella, en el subconsciente, a meros comparsas y servidores silentes de la razón, que los  gobernaría con manu militari y absoluto control. Evidentemente, no es así la cosa. Las pasiones emergen desde las afueras del control de la razón sin que la conciencia sepa siquiera de las causas profundas de su emergencia.

Así que, obviamente, no existe en nosotros el libre albedrío en el sentido estricto antedicho. Pero conviene averiguar con qué sentido y en qué grado se puede hablar de la autoría y autonomía del yo consciente en la decisión, y, consecuentemente, con qué sentido y en qué grado el libre albedrío.

Ello dependerá del papel que la entidad conciencia juegue en la holística estructura del organismo y de su acción: de la interrelación de los diversos sistemas orgánicos –entre los que se encuentran los propios de la conciencia–, de la comunicación que establezcan entre sí, de la dependencia, subordinación y control de los unos sobre los otros…

Con la intención señalada anteriormente, conviene poner en claro una premisa que resulta obvia desde el punto de vista evolutivo: todos los sistemas que obran en el organismo han sido pergeñados como adaptaciones evolutivas, por la utilidad que mostraron para que el organismo sobreviviera en el medio considerado (o porque no resultaron ser un impedimento vital).

También conviene realzar algunas cuestiones conocidas: sólo somos conscientes de aquello que supone alguna actividad del neocórtex. Pero para que se produzca algún grado de consciencia, deben entrar en funcionamiento muchas partes del cerebro que operan en el subconsciente. La memoria, la atención, las sensaciones, el pensamiento, la razón… son componentes principales de la conciencia, sin embargo, ¿sabemos algo de su emergencia?, ¿sabemos algo de las causas por las que un pensamiento, un deseo o una emoción surgen a la conciencia (en cuyo plano son reconocidas)? Brotan de un hontanar  subterráneo del predio conciencia, más allá de él, más profundo, oculto;  y lo hacen «mostrándose», pero sin mostrar las causas de su emergencia.

Bien, vayamos al grano. Se trata de decidir sobre un asunto en cuestión. Por lo tanto, considerando  que la decisión se produjera en el plano de la conciencia, se trataría de conocer conscientemente lo que al tal asunto convendría, y aquello de lo que resultase mayor conveniencia  resultaría ser la decisión. Pero pudiera ser que el organismo dispusiese de otros sistemas para «reconocer» la conveniencia, sistemas distintos a los de la conciencia; al fin y al cabo la funcionalidad del organismo se asienta en percibir, en su sentido más amplio, las amenazas y posibilidades del medio, y responder adecuadamente a ellas con la finalidad teleológica de sobrevivir. Por ejemplo, en situaciones de inmediato peligro, la amígdala «responde»  incluso antes de que dicho peligro se haga consciente. En tal caso es el sistema límbico (en donde se halla la amígdala), desde el subconsciente, quien ha «decidido» y quien impulsa a la acción. En otras palabras: es la amígdala quien ha «reconocido» el peligro y quien tiene dispuesta la acción «conveniente» para gestionarlo.

Se saca en claro con este ejemplo que el organismo-en-pleno dispone de otros sistemas distintos a los propios de la conciencia para reconocer ciertos eventos relevantes para supervivencia y responder a ellos convenientemente. El organismo tiene codificada la situación y la respuesta a ella; y en dicha codificación participa usualmente la experiencia, aunque resulte innato el automatismo de la respuesta. Los deseos y los instintos actúan así. Vemos a una hermosa mujer y la deseamos, pero no es «nuestra» la decisión de que tal deseo surja, y menos de que fulja como lo hace; no es una decisión de la conciencia, del «yo consciente». Ni lo es el que sintamos un frío temor cuando un mal aliñado desconocido se dirige a nuestro encuentro en un sombrío callejón. Tampoco es de la incumbencia de ese «yo» la «decisión» de huir como alma que lleva el diablo en tal circunstancia; ni de que miremos con ojos vidriosos y sentimiento anhelante los pechos de la mujer. Se trata de meros reflejos, de acciones instintivas sobre las que la conciencia obra y se percata después, al cabo de unas décimas de segundo.

Así que, actuando fuera del plano de la conciencia, mediante mecanismos automáticos, el organismo «reconoce» objetos y hechos relevantes para la supervivencia (objetos y hechos que estima «convenientes» o «inconvenientes» para la supervivencia) y responde a ellos según esa conveniencia. Ya lo señaló Descartes: «El deseo es la agitación del alma causada por los espíritus, que la disponen a las cosas que ella se representa como convenientes». Se ha de resumir, pues, diciendo que el organismo dispone de varios sistemas distintos para el «conocimiento» de la realidad. Algunos como la razón, situados en la superficie de la conciencia, y otros escondidos en sus subterráneos. Desde estas ocultas profundidades, el instinto y el deseo nos lanzan hacia lo que el organismo estima «conveniente» para la supervivencia, mientras que el miedo nos retrae de lo que el organismo estima «inconveniente» para sobrevivir. El organismo, considerando su holística estructura funcional, «reconoce» de forma distinta a como conocen los mecanismos de la conciencia.

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Expongo un ejemplo burdo con la pretensión de evidenciarlo. El del hombre casado al que la convivencia prolongada con una compañera de trabajo hace caer en la tentación erótica que se concita entre ellos, y que practica con la susodicha un rápido y ardiente intercambio sexual. Como el tal individuo sigue enamorado de su mujer (no hace aún un año que se conocen), su conciencia le avisa primeramente de que el deseo suscitado no resulta conveniente, y más adelante, tras de la consumación del deseo, le regala un sentimiento de culpa acompañado de un cierto  displacer o malestar, y le avisa de nuevo de los peligros y problemas que pueden surgir y de lo inconveniente de la acción realizada. Resulta, así, que los mecanismos de la conciencia reconocen inconveniencia, mientras que, ¡ah, aparente incongruencia!, otros mecanismos más primitivos, causantes de los instintivos, son «reconocedores» de lo conveniente de la acción. El organismo ha tenido que optar entre la conveniencia propuesta por la razón y la «conveniencia» propuesta por el deseo sexual. Ha tenido que optar… y «decidir».  Deducimos de ello que el organismo dispone de al menos dos sistemas distintos de «conocer», y que, en este caso,  los dos muestras conveniencias distintas. La memoria, el pensamiento, la razón, nos dan desde el plano de la conciencia (con titubeos, con cambio de criterios, con análisis antagónicos, a veces, de los asuntos) un dictamen de lo que conviene; mientras que, desde zonas subcorticales, obrando en el ámbito de lo insconsciente y «disparando» desde allí, las emociones y los instintos nos dan otro dictamen diferente. Tal vez convenga recordar que el organismo se dirige hacia lo que percibe «conveniente» mediante los deseos y los instintos, instrumentos estos del organismo, antiquísimos, y que velan por su supervivencia

Hasta aquí, no obstante, he considerado que esos sistemas actúan independientemente entre sí; lo cual es falso. Se hallan interconectados y se proyectan influencias mutuamente. Tradicionalmente la razón nos hacía humanos y el instinto nos hace animal, y tradicionalmente han sido considerados independientes, y han sido considerados «puros» en el sentido de que cada uno de ellos actúa con una finalidad bien definida y determinada; pero ese es un modelo ideal que no se atiene al verdadero carácter de promiscuidad e interrelación con que se manifiestan en nosotros esos instrumentos que son la razón y el instinto. Lo cierto es que en el cerebro existe una imbricación íntima de la corteza asociativa, responsable en gran medida de la conciencia, con los sistemas subcorticales responsables de las pulsaciones más primitivas.  Es manifiesto que emociones e instintos invaden con su acción el plano de la conciencia, influyendo de manera característica en su funcionamiento e incluso en misma emergencia. Y también los mecanismos de la conciencia influyen decisivamente en el desarrollo, en el modelado, en la magnificación o atenuación de los disparos emocionales e instintivos. La cosa se complica aún más porque en el conocimiento (y en el «reconocimiento») de la conveniencia (y de la «conveniencia») que procuran la conciencia y el sistema instintivo intervienen, como sistema evaluador, las emociones. Para aclarar estas cuestiones expongo a continuación un caso muy similar al expuesto anteriormente.

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De nuestra historia evolutiva conservamos una gran avidez por las grasas y los azúcares (los Mac Donald y las pastelerías o las tiendas de chuches se han creado a la sombra de esa avidez nuestra). En nuestro pasado de escaseces fueron sustancias muy demandadas por su alto valor calórico y, en el organismo, consecuentemente con ello,  se esbozó un especial placer gustativo por ese tipo de productos. Sin embargo, en la actualidad y en los países occidentales, la abundancia de tales nutrientes y el escaso gasto metabólico que realizamos por actividad  han motivado que ya no resulte conveniente el tomarlos.  Algunos tipos de diabetes, el sobrepeso, problemas del corazón, respiratorios… son los disgustos que nos causa ese «obsequio» de la evolución humana que es la avidez por ellos. El caso es que «nos los pide el cuerpo»; esto es, el organismo «reconoce» que dichos alimentos representan un bien a conseguir para nuestra supervivencia y, movilizado en el placer de consumirlos, nos impulsa a ello. No obstante, la conciencia nos avisa de lo poco convenientes que resultan. ¡Y el organismo se encuentra en un brete!, ¿a quién hago caso?  Claro, puede aducir alguien: «en eso consiste el libre albedrío, en la posibilidad de imponer las razones de la razón frente a las pasiones». Pero no es tan sencilla la cosa. En primer lugar, porque la razón no actúa sola. Mediante la razón analizamos los pros y contras de tomarlos y de no tomarlos, pero quien íntimamente valora los dichos pros y contras no es la razón, sino las emociones. Es el peso emocional que nos suscitan los pros y los contras quienes dirigen el análisis de la razón y finalmente quienes dan el veredicto. ¡Y dicho más exactamente!: como aún en un substrato de la emoción se hallan el placer y el displacer del miedo al peligro, estos son en última instancia quienes dan el veredicto que la razón sólo se encarga de reconocer y transmitir. Ante el pastel de marras el sujeto obeso siente que todo su  cuerpo está conjurado para engullirlo, pero una voz de peligro (de miedo condicionado a ciertos productos) trae la memoria que avisa: ¡cuidado, si engordas no gustarás a fulanita!, ¡cuidado, si comes ese pastel te sentirás molesto contigo mismo después!, ¡cuidado, con esa tripa que se te está poniendo, pues serás el hazmerreír de la oficina! Y también escucha los gritos del placer: ¡qué más da un pastel más o menos, si tiene tan buen aspecto!, ¡total, la vida son cuatro días y hay que aprovecharlos!, ¡ya estoy harto de pasar hambre y no consigo adelgazar!… La razón no ha tenido que ver en la emergencia de unos gritos u otros, sino que obedecen a motivos de miedo o placer.

 CONTINUARÁ…

Noticias de España

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Siempre que visito el lugar donde nací me suelo encontrar con viejos conocidos  a quienes no veía en mucho tiempo. Algunos emigraron de jóvenes y vuelven en visita breve y jubilosa. Pero todos ellos, los que se fueron y los que se quedaron, cantan alabanzas del lugar que les vio nacer. Y todos ellos se extrañan, e incluso se irritan, por el hecho de que yo no encuentre excelencias que cantar al respecto.

Sin menosprecio de considerar  la infancia como la patria espiritual de uno, el pueblo donde nací no es mejor ni peor que los demás en los que he vivido. Puestos a tener que destacar algo de él, sólo se me ocurre que sus moradores beben más vino y cerveza que en los pueblos de los alrededores. Al menos, presumen de ello.

También aseguran que el vino que se produce allí es el mejor del mundo. Cierto es que también aseguran lo mismo los habitantes del pueblo donde nació mi mujer, que se encuentra en la otra punta de España. Bien, he de decir que ¿dónde va a parar un vino con otro!, pero en fin, dice el refrán que de gustos no hay nada escrito.

Viene esto a cuento de que los españoles defienden con vehemencia su terruño, mientras que el defender o alabar a la colectividad nacional les produce vértigo, y, a muchos, vergüenza. Algunos sólo se sienten españoles si salen fuera de España. Entonces todo es morriña y confraternización con todo español que les sale al paso.

Somos un pueblo extraño, pero la izquierda política de este país es extrañísima. Contrariamente a otras izquierdas de Europa, que levantan un pedestal a su patria y a sus símbolos nacionales, en estos cuarenta años de democracia la izquierda española ha dado sobradas muestras de descreer de España y de su bandera.

Sin embargo, en repetidas ocasiones han aplaudido de forma entusiasta el represor nacionalismo catalán, que gasta tintes fascistoides y esquizofrénicos. Con decir que a un emigrante andaluz que insultó gravemente los símbolos españoles desde Cataluña, la izquierda sindical le hizo un homenaje en Madrid, queda todo dicho. Esas actitudes son explicables desde la suposición de que las produce el odio, pero la explicación que me resulta más satisfactoria es la de que “aquí no cabe un tonto más”.

Y si nos acercamos a los partidos políticos la cosa desbarra por todos lados. Ahora surge un nuevo partido, Podemos, dirigido por gentes que han sido asesores de Chavez y Maduro en Venezuela, y que son financiados por el Irán de los Ayatolas, ―mire usted por dónde―; y esos mismos anuncian a bombo y platillo que todos nos vamos a jubilar a los 60 años y que nuestra jornada de trabajo va a ser de 30 horas semanales, y que todos vamos a nadar en la abundancia cuando se les quite el dinero a los Bancos, y que dejaremos de pagar las deudas del Estado por narices. ¡Qué bicoca!, ¡pues qué bien, oiga, me apunto!, ¡ah!, también aseguran desde ese partido que todo pueblo que quiera podrá votar libremente para independizarse del vecino si así lo decide. ¡El acabose! ¡Volvemos al Cantonalismo!

¿Qué es el Cantonalismo?, se dirán ustedes. Pues un movimiento que durante la Primera República española promovió la independencia de las ciudades al modo de las Polis griegas (aquí en España siempre hemos sido así de ocurrentes). Y ahí tenías al cantón de Cartagena en guerra abierta con el cantón de Murcia. En fin, un disparate más de los muchos que han tenido lugar en esta piel de toro.

¡Vamos a ver, oiga, que hemos sufrido tres guerras carlistas y varias intentonas, y guerras civiles que ni te cuento! ¡Y es que aquí siempre nos hemos ido por los extremos! Tal como se lo digo: “En España no cabe un tonto más”.

¡Y qué le voy a decir del pensamiento y de la cultura!, tontadas a carretadas, que dicen aquí en Aragón.

No es que España carezca de grandes y profundos pensadores y de hombres de cultura amplísima, ahí están los Américo Castro, Gregorio Marañón, Ortega y Gasset, Unamuno, Ramón y Cajal, Severo Ochoa, Menéndez Pidal, Menéndez Pelayo y un larguísimo etcétera más, pero están olvidados cuando no despreciados o al menos no reconocidos debidamente…, ¿por qué? Porque todo lo que en este país hoy lleva el nombre de cultura es cosa ramplona, propio de actores de películas malas que forman parte de una secta que se cree en posesión de la verdad absoluta; y lo que no entienden y les viene grande lo desprecian.  Ni escritor ni actor ni artista alguno que no sea de su secta puede cobrar valor cultural porque ahí están ellos con  sus pistolas preparadas.

Miren ustedes algo que parece increíble: los mismos culturillas que no reconocen a nuestros grandes hombres (ni los reconocen ni los entienden) hicieron no hace mucho en Aragón hasta cuatro homenajes con gran boato a Pepín Bello; además, en el 2004 se le concedió la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes, y en el 2001 la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio. Pero, ¿quién fue Pepín Bello?, se preguntarán ustedes, ¿cuál fue su labor? Ninguna, les respondo. Nunca se le conoció oficio ni nunca escribió ni nunca hizo cosa de provecho reconocido. ¿Cuál es entonces su mérito?, se preguntarán: pues que coincidió en la Residencia de Estudiantes con Lorca, Dalí y Buñuel, y, claro, con la iglesia de los culturillas hemos topado, amigo Sancho, porque Lorca, el poeta de quien Borges decía que su oficio era el de ser andaluz, es el Sancta Sanctorum de los culturillas españoles. Ni más ni menos, ese es todo el mérito acumulado por Pepín Bello, coincidir con Lorca en la Residencia de Estudiantes de Madrid, un talismán hoy en día como el poseer en la Edad Media el brazo incorrupto de Santo Tomás.

Tal como dice Javier Pérez-Reverte, si entra un tonto más en España se cae al mar. Propongo que se corrija inmediatamente en la Wikipedia la entrada correspondiente a Pepín Bello, que nada menos que en su primera línea le atribuye ser escritor e intelectual, ¿quién es el estúpido que así subvalora el intelecto y la escritura?

Por lo demás, tenemos en España médicos, físicos, ingenieros, arquitectos, investigadores, que se codean con lo mejorcito del mundo en su género, pero para los culturillas todo lo que huela a ciencia es reaccionario, ¡qué le vamos a hacer! Con estas miserias cabalgamos. Todavía Borges es un proscrito en esa camarilla de culturillas, ¡qué les voy a decir más!

Si a los tontos les nacieran alas, su bandada cubriría el cielo de España.

El País de Jauja y de Todos lo Mismo

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Érase una vez el país que digo, grande o chico, pobre o rico, seco o húmedo. Sus habitantes gozaban de derechos y libertades y tenían un plato lleno en la mesa, así que decían sentirse felices. Pero, al comprobar algunos que la mansión de otros era mayor que la suya y más hermosa, decían también sentirse agraviados e iracundos por esa diferencia.

(Al fin y al cabo lo que provoca disgusto y envidia y resentimiento no es el poco tener, sino el tener menos que los otros).

Para todo zapato siempre hay una china, y para todo descontento popular siempre hay un Conductor que aparece. Y los dos pinchan. La china con sus aristas y el Conductor o líder con sus palabras.

¡Y qué palabras más finas y hermosas decía el Conductor!: Libertad, Derechos, Igualdad, Riquezas… Así que al resentimiento de muchas gentes se le unió la ilusión de alcanzar un mundo feliz. Y estalló la Revolución. Lo hizo con muchas muertes y destrucciones, pero se ganó.

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En los comienzos la gente trabajó muy duro porque tenían la cabeza llena de ilusión. Pero un día un agricultor vio que su vecino salía 3 horas después que él hacia el trabajo y que trabajaba menos. Otro día todos los habitantes de un barrio se apercibieron de que el más protestón y más vago de entre ellos había sido nombrado su jefe directo. A don Lucas, un hombre de gran laboriosidad y grandes ideas que antes de la Revolución había creado dos empresas y muchos puestos de trabajo, le pusieron a sacar aguas fecales y le despojaron de todo.

Para dirigir las dos empresas que don Lucas había creado, pusieron a un imberbe mal encarado que era de fácil gatillo, y con él al mando la producción bajó a un cuarto y la calidad del producto se resintió. Pronto las cerraron.

Las mujeres, que son las primeras que entienden la situación y que son las que a escondidas hacen las grandes revoluciones, dijeron a sus maridos:

―A ti no se te ocurra trabajar más que los que trabajan menos, que luego el reparto es por igual. Además ―dijo una tal Encarnación―, me ha dicho Juanita que los más inútiles y vagos se ríen a espaldas de los que más trabajan.

La autoridad había hablado. La producción del lugar cayó en picado al tiempo que la ilusión se esfumaba. Como las ruedas dentadas del mecanismo de un reloj, todos los trabajadores acoplaron su ritmo y su horario de trabajo al de los más inútiles y vagos.

―Me engañarán en el reparto, dijeron muchos, pero no en el trabajo.

La producción cayó ahora a mínimos. Las averías de la maquinaria, por descuido o por desidia de los operarios, contribuyeron a ello.

El Conductor y sus acólitos examinaron la situación y dictaminaron que el caos se debía al sabotaje que efectuaban algunos elementos contrarrevolucionarios. Entonces comenzaron las purgas de los sospechosos. Las cárceles se llenaron, pero la situación productiva no mejoró.

De un asesor del Conductor surgió una idea brillante que aumentó enormemente la oferta de puestos de trabajo: crear un cuerpo de policía gigantesco que vigilase de cerca a la población para encontrar a los saboteadores y a los enemigos de la Revolución.

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Poco después de eso, la categoría Enemigos de la Revolución estaba en boca de todo el mundo. Los Enemigos eran los culpables del descarrilamiento del país. Si uno era acusado de Enemigo ¡estaba listo!

Todo el mundo empezó a vigilar a todo el mundo. Se emitieron draconianas leyes que limitaban la movilidad de las personas, su privacidad y sus derechos. Cualquiera podía ser detenido sin acusación concreta.

Juanita le dijo de forma tajante a su marido:

―Ni se te ocurra criticar nada ni siquiera abrir la boca en el trabajo, ¡que los hombres sois bastante tontos para eso!

Y aquel mismo día el marido agradeció el consejo o la orden de Juanita y alabó su conocimiento, pues a su compañero Felipe se lo llevaron preso por criticar las nuevas normas en el trabajo.

La ilusión aquella de los comienzos aún permanecía en unos pocos, aunque muy menguada, por cierto. Las bellas palabras revolucionarias ahora sólo producían hartazgo, pero por precaución y miedo se pronunciaban con aparente fervor en los mítines del Conductor, no sea que a uno le acusaran de Enemigo.

La falta de esperanza  pronto produjo desánimo en la población, y se intentó mitigar con la bebida y el baile. Así que la gente empezó a faltar al trabajo alegando males imaginarios, y las máquinas se fueron estropeando o quedando obsoletas, y los muros de las casas se ennegrecieron o se derrumbaron, y los viejos coches dejaron de funcionar, y la escasez de alimentos y otras necesidades llamó a la puerta. Pero quedaba el remedio de la bebida y el baile.

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―Encarnación, mañana estaremos al otro lado de la valla. Mi marido ha sobornado a la gente adecuada.

―Ay, Juanita, me da un poco de pena dejar todo. ¿Cómo nos acogerán al otro lado?, ¿y si nos cogen?

―Déjate de pamplinas Encarna. Hay que salir de esta prisión. Eso de todos iguales aunque en la miseria, no va conmigo. Además, tú eras una entusiasta de la Revolución. Ves a qué nos ha conducido matar a la gallina de los huevos de oro.

―Razón tienes, Juanita. Yo, qué ilusa.