Actualidad llameante

 

1.-Elecciones europeas

En Europa avanzan los partidos euroescépticos, que son tildados de «extrema derecha» por la moral buenista imperante; por el contrario, en España avanzan los partidos que podríamos tildar de «extrema izquierda». En Europa se muestran más egoístas, es decir, más de acuerdo con la realidad de la naturaleza humana, y ante los peligros que acechan al bienestar propio se atienen al principio rector del «nosotros primero», mientras que en España, el país de la ilusión ―el país de los ilusos―, el país de las utopías sin pies ni cabeza, el país de los reinos de Taifas, un trozo importante de la población, en vez de pronunciarse por el deseo de lo factible y benéfico, en actitud de revancha se pronuncian en favor de lo inviable y perjudicial.

Aquí nos puede el quijotismo, nos evadimos de la realidad para vivir en el mundo de las ilusiones descerebradas. Este es el país del cantonismo, de los Sánchez Gordillo, del liliputiense Montilla, de los ilusos Zapatero, de los pusilánimes Rajoy, de Carlos II el Hechizado, de Fernando VII el Deseado, de los machos ibéricos Juan Carlos, de los fanáticos nuevos conversos que como Torquemada pretenden quemar en la hoguera a todos cuantos el nacionalismo señale como herejes. Este es el país del paganismo de las romerías marianas.

En este país ha nacido una secta religiosa de irreligiosos ateos-paganos en cuyo líder se funden los tradicionales rostros de Jesucristo y la Virgen María, y que marchan en romería por el viacrucis de la indignación. ¡Encima, el pollo objeto de la nueva veneración se llama Pablo Iglesias!

Este país, España, es la novia frívola y poco fiable, la novia que con frecuencia te desdeña, la novia que solo a su manera y a destiempo te da cariño, la que a todas horas te atormenta, y, sin embargo… ¡la quieres tanto!

2.-Champions

El Real Madrid campeón de la Champions League, campeón de Europa,  que se decía antes. La tribu Real Madrid cuyos grandes héroes guerreros ―mercenarios como Jenofonte y sus diez mil―han derrotado a todas las tribus enemigas. Las luchas tribales trasladadas ―y ritualizadas―al terreno de la competición deportiva.  Imitación ritual pero no menos emotiva, no menos visceral; la Anábasis, el camino de muchos años por el desierto, y el descenso a los infiernos de la guerra, la catarsis purificadora. La necesidad de triunfar que tiene el individuo a través del triunfo del grupo al que pertenece; la necesidad de orgullo, la necesidad de euforia, la necesidad de alejarse de la monótona realidad, la necesidad de victorias. El ansia de triunfo, el ansia de prominencia; en lo más hondo, la evolución actuando sobre el individuo a través de la tribu.

3.-Cataluña y Ucrania

Los fanáticos pro-rusos del Este de Ucrania contra los fanáticos ucranianos del Oeste. Putin, una vez traída al redil Crimea (traídas sus bases navales y el petróleo del Mar Negro) hace de Poncio Pilatos pero juega con la injerencia o no injerencia a desarmar las reacciones europeas y americanas.

El reciente ganador de las elecciones ucranianas ya habla de Federalismo. Ucrania es el espejo de Cataluña, pero con imágenes distorsionadas. En Cataluña no hay fanatismo opositor. Quien posee el fanatismo posee la fuerza, y más si, comparativamente, enfrente reina la pusilanimidad. Por esa razón el nacionalismo catalán no acepta el Federalismo. Por eso buscan lo que buscan, lo que siempre han buscado: la entelequia que la izquierda española le va a poner en bandeja de plata: el Federalismo (que no es tal) asimétrico. Esto es, lo que siempre ha buscado el nacionalismo catalán: la prominencia respecto a España.

Mantener lo ventajoso, acrecentarlo, y desembarazarse de las inconveniencias. Figurar como superiores: más ricos, más cultos, más altos, más guapos, más inteligentes, más capaces. Y, desgraciadamente, lo conseguirán. En esa jaula de grillos del PSOE y en ese Camposanto del PP y en ese manicomio de amantes de las dictaduras sudamericanas de IU y PODEMOS (que se descubrirá que son el mismo), no existe un gramo de oposición a ese infame proyecto que trae la guerra a españoles y catalanes. Desgraciadamente lo conseguirá, y, si no, tiempo al tiempo. Y ¡ojalá!, yo solo sea un agorero.

Nacionalismo y psicoanálisis

Tendemos a justificar nuestros actos. Solemos tener a mano una justificación para cualquier disparate o yerro que cometamos. Uno de los recursos más eficaces  para ello consiste en transferir la culpa y la responsabilidad por nuestras iniquidades a los demás: considerar a los «otros» culpables de nuestros propios actos y de nuestra errada conducta.

Freud tuvo la ocurrencia de que todas las alteraciones patológicas de la personalidad adulta se gestan en la primera infancia. En Tres ensayos sobre teoría sexual, Freud, sin aportar prueba alguna (si no es la mera referencia a una supuesta investigación psicoanalítica que nunca expone), postula que las conductas sexuales en la primera infancia están en el origen de las perversiones, neurosis y alteraciones psíquicas que se producen en la madurez. Así, hablando  de los niños que tienen tendencia a chupetear los labios de su madre o su nodriza, llega a decir: «Si esta importancia se conserva ―se refiere al chupeteo―, tales niños llegan a ser, en la edad adulta, inclinados a besos perversos, a la bebida y al exceso de fumar; mas, si aparece la represión, padecerán de repugnancia ante la comida y de vómitos histéricos».

Con tal ocurrencia Freud elimina de un plumazo la responsabilidad por nuestros propios actos, transfiriéndola al «ambiente» en que se desarrolló el individuo en las primeras etapas de su infancia. Ese «ambiente», que inicialmente se considera «sexual», lo generalizan posteriormente sus seguidores, de forma tal que los padres, la pobreza, el orden y organización de la sociedad en donde uno creció, pasan a ser los culpables del desvarío y de las alteraciones psíquicas de los individuos en la madurez, pasan a ser los verdaderos responsables de su conducta y de su iniquidad.

Esta transferencia de responsabilidades le viene a la izquierda como anillo al dedo: La organización capitalista de la sociedad es culpable de todos los males. El «enemigo» es culpable de todo lo que me pasa. En la corriente buenista de la izquierda se ve claramente esta transferencia: el delincuente, el estafador, el asesino, si vivieron en un entorno social humilde, no son responsables de las iniquidades que cometen; lo es la sociedad en que viven. Elusión de la propia responsabilidad.

El nacionalismo catalán tiene su burgués origen en considerarse superiores a las gentes del resto de España; tiene su origen en la doble consideración de que las cualidades individuales del catalán ―inteligencia, laboriosidad, organización social, cultura…―son muy superiores a las del extremeño, andaluz o castellano, y  las colectivas de Cataluña, muy superiores a las españolas.

Pero, más que por la consideración de superioridad, el nacionalismo catalán se funda por el sentimiento de superioridad, que no es sino el sentimiento de desprecio hacia quien es considerado inferior.  Por esa razón el nacionalismo, utilizando todos los medios propagandísticos a su alcance, sobre todo la televisión pública, ha tratado sistemáticamente de despreciar mediante vilipendios, burlas y engañifas, a España y sus valores. Por mor de inculcar ese sentimiento de desprecio en la población catalana, el nacionalismo ―actuando en su propio provecho―convierte a España en «el enemigo».

Con la llegada de la gran crisis que nos afecta en la actualidad, objetivamente, la consideración de superioridad se quebranta.  Si la corrupción de nuestra clase política no es menor que la del resto de España, si nuestra ruina es semejante, si nuestros disparates con el ladrillo no envidian a los de cualquier otro lugar de España, si nuestra deuda es tan abultada, si Madrid es más rica que Cataluña, creernos superiores es ilusorio, tuvo que ser el pensamiento de la sociedad catalana.

Entonces, el nacionalismo dirigente, en vez de reconocer esos hechos y asimilarlos, han echado mano del mencionado recurso del psicoanálisis: transferir la responsabilidad y las culpas de la situación catalana y de los catalanes a España. El «España nos roba», el denigrar sistemáticamente a los dirigentes políticos españoles, el poner en solfa los valores y la historia  de España, obedecen al intento de transferencia de culpas. La pretendida superioridad no queda, así, en entredicho, sino que su sentimiento aumenta: al apuntar a un enemigo al que se desprecia y contra el que se dirigen los sentimientos más violentos, se le está diciendo a la población que la superioridad propia no se puede manifestar por causa de la opresora y esquilmadora España. Cuando a un nacionalista se le pregunta si tiene el Tripartito alguna culpa en los males económicos y morales que padece Cataluña, su respuesta no deja dudas, España es culpable a través de Zapatero y su apéndice Montilla  (que pertenece a los «enemigos» por procedencia). Así, el nacionalismo, con el nuevo hatajo de conversos ganados con ese mecanismo psicológico de transferencia de culpabilidad, castiga al PSC ―que según ellos forma parte del entramado españolista del PSOE―, y  libera de culpa y premia a ERC, el gran artífice del despilfarro en Cataluña (ERC es de los «nuestros»).

Eludir la responsabilidad por los propios actos y transferirla al enemigo. Esa argucia, ese engañabobos, trae nuevos conversos al redil nacionalista.  En aguas revueltas ganancia de pescadores utilizando el recurrente anzuelo de Freud.

 

 

De patriotismo, nacionalismo y rebaño

En la actualidad y en cuanto a sentimientos, existe una profunda diferenciación entre los conceptos «patriotismo» y «nacionalismo». El primero atiende al orgullo por lo propio sin rechazar lo ajeno, atiende a la exaltación del «nosotros», a la alabanza y defensa de lo que une. En cambio, en el «nacionalismo» que se pronuncia en el País Vasco y en Cataluña, en el que se pronunció en el nazismo alemán, se pervierte la intención cohesionadora que tiene el patriotismo pues se transforma al «ellos» en el «enemigo», se crea un enemigo contra quien verter las culpas propias. Este nacionalismo se fundamenta, así, más que en el orgullo, en el rencor, en el desprecio y en el odio hacia el enemigo creado. De esa manera el nacionalismo se carga de malignidad y, como se basa y sostiene en el enfrentamiento, obra en favor de quienes, promoviéndolo, tienen la pretensión de alcanzar la jefatura del rebaño. El nacionalista que aspira a rango y prominencia despeña al rebaño en beneficio propio.

Hay un tipo muy común de hombre que tiene en muy poco su individualidad. No emite juicios propios, los toma de los demás; carece de criterios, prefiere las consignas que le dan; vive mimetizado en el ambiente social. Es la res bípeda. Una res que necesita al rebaño como se necesita el aire para respirar. Construye su ser en la pertenencia al rebaño, en su pertenencia a la tribu. Hace de la pertenencia a un territorio, de la pertenencia a una clase social, a un partido político o a un grupo religioso, el núcleo y la esencia de su personalidad. No tiene expectativas ni creencias ni criterio ni esperanzas fuera del rebaño. Se consustancia en él.

A poco que se escarbe en un miembro del rebaño y a poco que se le separe del resto, va apareciendo una falta de vitalidad, el sujeto se va desmoronando poco a poco; empieza por sentirse incómodo en ese alejamiento, y enseguida muestra urgencia por volver al redil: enseguida se pone de manifiesto su insignificancia como individuo.  De esa urgente necesidad de pertenencia, de ese «deseo de ser prisionero, en el afecto y en el anhelo, de los demás», de no querer otra cosa que el amparo mediante la servidumbre, de ese encontrarse desnudos y desasistidos fuera del rebaño, la res bípeda del aprisco político intenta hacer virtud y proclaman la propia servidumbre al jefe como gran mérito, como gran sacrifico en aras del bienestar de la humanidad. ¡Ya se sabe que la grey política se alimenta de hipocresía y regurgita falsedad! El temor frente al mundo descarnado, el temor a la propia libertad, su radical indefensión e insignificancia como individuo lo abruman. Necesita la calidez del redil, el pesebre bien lleno, escuchar el quejido de las otras reses.

Filosofía y felicidad  

 

La Filosofía tiene respuestas múltiples para cada cuestión que se le presenta. Esta falta de unicidad del pensamiento filosófico hacia un determinado asunto no  es un desmérito, sino que manifiesta los diferentes modos de ver de la realidad y las diferentes  conveniencias que animan a los hombres, la inaprensibilidad de la verdad. Y tan inaprensible como se muestra la verdad de un asunto se muestra la felicidad. Verdad y felicidad son entidades poliédricas cuyas caras brillan a la luz de la visión y de la conveniencia de cada cual. Como el oráculo de Delfos, su quid está en la interpretación que cada uno le da.

En uno de los comentarios a la anterior entrada La felicidad, Mireia me apunta la siguiente aseveración de Albert Camus: «You will never be happy if you continue to search for what happiness consists of. You will never live if you are looking for the meaning of life». Esto es, la felicidad es tan escurridiza como el azogue: si la pretendes asir entre los dedos, se escapa sin siquiera dejar mancha en la piel. No obstante ―y perdóneseme el atrevimiento―, tan solo para poseer de ella un concepto inicial (chato quizá, poco riguroso seguramente) me atrevo a ponerle vallas que la delimiten. Y voy, también, a continuación, a exponer algunos pensamientos que de esa dama llamada felicidad han tenido algunos filósofos de renombre.

La felicidad es un estado de una cierta satisfacción personal y sostenida en el tiempo, acompañada de un importante grado de gozosa animosidad en la vida, como resultado de la cual el sujeto se muestra conforme con su situación y con la marcha de los asuntos de su vida; es un percibir gratamente la conveniencia de lo que el presente depara y de lo que del futuro se espera; es poseer un proyecto ilusionante y saborear satisfactoriamente los frutos que el camino seguido ofrece. Es, en fin, un estado de bienestar con firmes cimientos.

Hay ciertos dones que predisponen  a ser felices, verbigracia, poseer hermosura o riquezas, pues la posesión de fama, honores, poder, riqueza y belleza producen gran satisfacción a sus poseedores.

Sin embargo, dado que el sentimiento de felicidad, para que surja y se mantenga, precisa de una percepción grata de los dones, posibilidades y atributos  de uno mismo al compararse con los que disfrutan  los demás (nos resulta casi imposible sustraernos a no considerar como doloroso agravio el que al compararnos con los demás nos hallemos por debajo), y dado que las creencias del individuo en cuestión influyen muy determinantemente  sobre su percepción del mundo ―en particular, sobre los dones y atributos propios y ajenos y sobre el grado de conformidad acerca de ellos― y sobre los juicios que emite, de manera consecuente,  dichas creencias influirán en gran medida en sentirnos felices y satisfechos o infelices y desgraciados. Al fin y al cabo somos lo que creemos. Ya lo dice Schopenhauer[i]: «Una apreciación justa del valor de los que uno es en sí y para sí mismo, comparado con lo que solo es a los ojos de los demás, puede aportar mucho a nuestra felicidad». Quien ilusoriamente se percibe con dones y atributos que nadie le reconoce, tarde o temprano se cargará de rencor. Y quien desea vehemente aquello que no le es factible poseer, tarde o temprano se verá como Sísifo, desesperado por no poder alcanzar nunca la cima deseada.

Si hemos de creer a Hobbes, «todo goce del alma, toda satisfacción, proviene de que al compararse uno con los demás pueda tener una opinión elevada de sí mismo». Una buena opinión de sí mismo parece necesaria para ser feliz, pero cosa distinta es el cómo mostrarse ante los demás. La opinión de los «otros» resulta extraordinariamente relevante para nuestra felicidad, y esa opinión refleja de algún modo nuestra actuación social.

Sin embargo, los filósofos difieren en cómo debemos mostrarnos ante los demás para lograr su beneplácito y parabienes, pues a la postre la opinión de los demás sobre uno mismo es determinante para nuestra felicidad.

Schopenhauer aconseja la precaución y el no volar demasiado alto: «¡Qué bisoño es quien imagina que mostrar espíritu e inteligencia es un medio para ganarse el aprecio en sociedad», « Entre hombres, como amigos, son los más tontos e ignorantes los más apreciados y buscados, y entre las mujeres, las más feas. … Cualquier tipo de superioridad espiritual tiene la propiedad de aislar», « Saber unir la cortesía con el orgullo es una obra de arte.  … Después de una meditación seria y de mucho reflexionar, cada cual tiene que obrar lo más conforme posible con su propio carácter», « Quien quiera que su juicio merezca crédito, tiene que expresarlo con frialdad y sin pasión.  … No debemos caer en la tentación de alabarnos a nosotros mismos», «Tenemos que considerar secretos todos nuestros asuntos personales.  … Es más aconsejable mostrar cordura por lo que se calla que por lo que se dice. Lo primero es cosa de prudencia; lo segundo, de la vanidad».

Para ser feliz es partidario de limitar la acción y el espíritu, de poner límite a nuestros deseos, coto a nuestros apetitos, dominar nuestra cólera, cuidarse de cualquier tipo de afectación, aconseja mostrar cordura más por lo que se calla que por lo que se dice, y recomienda que entre nuestro pensamiento y nuestra palabra se abra una sima suficientemente ancha.

Bertrand Russell, otro gran filósofo pero muy distinto en talante al anterior,  asevera que la modestia excesiva está muy relacionada con la envidia[ii], aunque nos previene contra el engreimiento y contra la pérdida del sentido de la realidad por las adulaciones. También nos previene contra el pedir demasiado, que es el mejor camino para obtener lo menos posible.

En cambio, Nietzsche, el radical Nietzsche, aboga en todo momento por mostrarse ante los demás lo más elevado posible[iii]: «Mientras la vida asciende, felicidad igual a instinto », «Faltan las cosas mejores cuando comienza a faltar el egoísmo, «Sin crueldad no hay fiesta[iv] », «Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera se vuelven hacia dentro», «Es bueno todo lo que eleva al individuo por encima del rebaño[v] », «El sufrimiento es bueno porque vuelve aristócratas a los hombres ».

Claro que, bien mirado, Nietzsche sólo busca la felicidad de los fuertes, de los elevados, mientras que desprecia la felicidad de los débiles: «Universal y verde felicidad-prado del rebaño, llena de seguridad, libre de peligro, repleta de bienestar y felicidad ».

En resumidas y simplificadas cuentas, Schopenhauer cifra la felicidad en la precaución ante lo social y en la gratificante soledad dedicada al conocimiento; Bertrand Russell, en cambio, dice que la felicidad fundamental depende, sobre todo, de lo que pudiéramos llamar un interés amistoso por las personas y las cosas; Nietzsche, en el poder y en la fuerza, en seguir los impulsos de vida, en elevarse por encima de los demás hombres.

Ahora bien, en lo que difieren aún en mayor medida estos tres filósofos es en  la apreciación del modo de vida a seguir para lograr ser feliz. Dice Schopenhauer: « El hombre rico en ingenio e inteligencia aspirará a la ausencia de dolor, a la tranquilidad y al ocio, y elegirá la vida retirada. Por eso la eminencia de espíritu conduce a la insociabilidad », « El hombre que se ocupa de sus pensamientos, a quien la soledad le es bienvenida, su centro de gravedad descansa enteramente en él, en sí mismo»,  o trae a colación una sentencia de Goethe : «Aquel que nació con talento para algún menester, en él encuentra la felicidad de su vida»;  pero Schopenhauer insiste de nuevo en los valores de la soledad :« Un sentimiento aristocrático es el que alimenta la inclinación al retiro y a la soledad. … No cabe otra cosa sino la elección entre soledad o vulgaridad, », «Los grandes espíritus anidan en las alturas, semejantes al águila, solos », «Hay que evitar confraternizar e intimar con naturalezas ordinarias. … Si, no obstante, valoramos realmente a alguien, debemos ocultárselo como si se tratara de un crimen».

Bertrand Russell, muy contrariamente a Schopenhauer, desdeña ese retiro, esa soledad, ese preocuparse por sí mismo: «El interés por uno mismo, al contrario, no conduce a ninguna actividad progresiva. Puede llevarnos a escribir un diario, a caer en el psicoanálisis, o tal vez a meterse fraile. … La disciplina externa es el único camino que pueden seguir hacia la felicidad esos infortunados, cuya absorción en sí mismos es demasiado rotunda para que pueda curarse de otro modo». Más adelante clama contra ese relamerse las propias heridas que es propio de escritores y artistas: «Algunas personas cultivadas (desgracia de Lord Byron) piensan que nada tiene importancia en esta vida. Son positivamente desgraciados, pero están orgullosos de su desgracia»; «Los artistas y literatos consideran obligado ser infeliz en su matrimonio». Para Nietzsche, sólo el hombre aristocrático puede tener vida feliz, el dedicado a las actividades propias del aristócrata, a la caza, a la guerra, a ejercitar el poder.

Sin embargo, en algo se ponen de acuerdo los tres filósofos, en que superar obstáculos es uno de los mayores placeres de la existencia. No obstante, echo de menos en sus dictámenes sobre la felicidad referencias a un factor que me parece crucial para ser feliz: poseer esperanza.

En fin, he expuesto tres formas de entender los actos y labores de los hombres en aras de la felicidad; tres formas que destilan de los caracteres y creencias de cada uno de esos filósofos. Me basta añadir el apunte que me hace Mireia de lo escrito por Hemingway: «Happiness in intelligent people is the rarest think I Know». Lo cual contrasta con lo que pronuncia Schopenhauer: « Sólo son felices quienes han recibido una cantidad de intelecto que excede la necesaria para satisfacer el servicio de su voluntad». Como se ve, seguimos sin saber a qué atenernos. Pero una cosa es bien cierta (y echo mano de nuevo de las puntuaciones de Mireia): dice el recientemente desaparecido García Márquez: «No hay medicina que cure lo que cura la felicidad»

 

 

 

[i] El arte de vivir, p. 84

[ii] La conquista de la felicidad, p. 94

[iii] El crepúsculo de los ídolos

[iv] Genealogía de la moral

[v] Más allá del bien y del mal