La felicidad  

Me asomo a la psicología[i] para tratar de averiguar las circunstancias que nos hacen felices, siempre con la reticencia de que conceptualizar el término “felicidad” es cosa poco menos que imposible, aunque aprehenderlo a través del cúmulo de experiencias propias al respecto resulta factible.

Los causantes de la felicidad son en instancia directa los «buenos» sentimientos perdurables en el tiempo, y la resistencia que ofrece nuestra personalidad a que esos sentimientos sean tumbados por  contratiempos pasajeros. Dicen los psicólogos que los sentimientos positivos contribuyen a nuestro equilibrio y sitúan al organismo en un estado de “ahorro energético”. Siguiendo a Antonio Damasio, un neurocientífico con mucho prestigio que postula que los sentimientos representan una proyección de los estados del cuerpo en el escenario de la conciencia, los sentimientos positivos avalarían un adecuado equilibrio homeostático del organismo, o lo que es lo mismo, pondrían de manifiesto la buena marcha de los asuntos de la vida.

Dichos sentimientos positivos dan fe de que el individuo se mantiene psíquicamente estable, y lo previenen contra las perturbaciones psíquicas, y, a ese respecto, señalan algunas teorías que la alegría y el buen humor tranquilizan nuestro ánimo.

Lo cierto es que el  organismo necesita y busca satisfacción y bienestar. Buscamos esas sensaciones al comer, en las relaciones sexuales, al pretender que se nos aprecie, al conseguir una meta que nos encumbra a ojos de los demás, y hasta en la más nimia de las manifestaciones humanas. Aspiramos a la satisfacción asegurada (alta posición social, riquezas, orgullo por los triunfos…) y al bienestar personal. Aspiramos a la felicidad.

Poseer esa satisfacción y ese bienestar ha sido útil para aumentar las probabilidades de supervivencia del individuo que las posee. La evolución ha pergeñado mecanismos orgánicos para impulsarnos a lograr esos bienes. Al igual que el impulso a comer o a tener relaciones sexuales favorecen claramente la supervivencia del individuo y la replicación de sus genes, también cualquier impulso tiende a satisfacerse con esa oculta intencionalidad.

Ahora bien, el bienestar duradero, eso que llamamos felicidad ―no los momentos de alborotado gozo en que nos sentimos “felices”―está constituido por una mezcla de sentimientos. Una característica que muestra la persona feliz es que suele ser permeable al entorno: se siente bien consigo misma y se relaciona amablemente con el mundo. Sin embargo, los buscadores profesionales de felicidad suelen ser infelices. Buscan continuamente el éxtasis supremo, y la insatisfacción de no conseguirlo les hace más infelices. En realidad, ya lo eran, y por la carencia de felicidad que tenían, buscaban ésta con ahínco.

Parece ser que éstas son las características que guardan correlación con las personas felices:

  • La prosperidad material y el rango social.
  • Las relaciones de amistad y de pareja.
  • La religiosidad o una cosmovisión del mundo.
  • La satisfacción y el orgullo por las cosas bien hechas y por destacar sobre los demás.

Una situación financiera desahogada y un prestigio social envidiable producen bienestar personal. El dinero no da la felicidad pero ayuda en cierta manera a ello, aunque un aumento en la posesión de dinero no hace aumentar en grado semejante la felicidad. Y puede ocurrir lo contrario: si aumentan las pretensiones de riqueza y no aumenta ésta en igual medida, puede que nos sintamos más desgraciados. Claro que más que el dinero o el rango, las buenas relaciones sociales y de pareja parecen ser los motores para alcanzar el bienestar.

También, según las encuestas, las personas religiosas suelen ser más felices que quienes no lo son. Los que destilan a todas horas odio contra la religión deberían, por esa razón, hacérselo mirar, incluso cambiar de bando. Otros cifran la felicidad en las sensaciones de placer, de drogas, sexo…, pero por razón de la adicción que crean esas sustancias,  el placer se alcanza cada vez con mayor dificultad y más esporádicamente, por lo que suelen ser invadidos por la infelicidad la mayor parte del tiempo. Por el contrario, la felicidad que se basa en valores es más sólida y no suele menguar con el tiempo.

Mihaly Csikszentmihalyi, del departamento de psicología de la Universidad de Chicago, comprobó que los sentimientos de felicidad profundos y satisfactorios surgen cuando los individuos se implican y concentran con éxito en una misión exigente. Para ese estado acuñó el término fluencia o experiencia óptima. Es característico del trabajo creativo como escribir una novela, planificar y llevar a cabo un proyecto… Requiere disciplina, requiere armarse de valor para llevar a cabo los desafíos que el proyecto presenta, pero, a cambio, se obtiene una intensificación del ánimo, la satisfacción de superar los desafíos y de vencer los miedos y de escapar de las rutinas protectoras.

Otra cara del mismo asunto es la felicidad a través del orgullo y de la satisfacción de los triunfos obtenidos, tanto en el vencimiento de uno mismo por tratar de hacer las cosas bien, como por los éxitos que uno obtiene sobre los demás.

En cualquier caso, el camino a la felicidad ya es la meta; y evitar el estrés y buscar alternativas a las rutinas diarias suele rendir buenos resultados en la Bolsa de la felicidad. También los rinde el mostrar un rostro amable y alegre. Una expresión facial de alegría, voluntaria, al percutir en el cerebro, aumenta nuestro ánimo.

 

[i] Algunos datos de esta entrada están sacados de la revista Mente y Cerebro

¿Es necesaria la filosofía? (Discusión)

Yack, abro esta nueva entrada porque la respuesta a tus aseveraciones, en extensión, se me han ido de la mano.

Tú hablas de la Filosofía y de la Ciencia en términos de competición por averiguar quién posee el mejor modelo para escrutar la realidad y obtener una «verdad» que resulte universalmente aceptada. Y, en eso, es cierto, la Ciencia, con las exigencias implícitas en el Método Científico, no tiene parangón. Pero, por un lado, ambas tienen diferentes ámbitos de actuación y de operatividad. Mientras que la Ciencia se atiene a aquello que resulta aprehensible experimentalmente, la Filosofía atiende a la moral, a lo religioso, a los fenómenos históricos, a indagar introspectivamente en la acción personal, atiende al conjunto de sistemas sociales, a la relación social, a la lingüística, a las proyecciones de futuro, a la coherencia lógica de la misma Ciencia, a la forma y al fondo de relacionarse los conceptos y los conocimientos… a todos aquellos ámbitos del saber donde la Ciencia carece de potencia resolutiva. Ortega y Gasset es un buen ejemplo de filósofo en esta línea, preocupado por la lengua, la sociedad, el arte, los nacionalismos… Otra cosa, bien cierto es, es mucha filosofía se haya encaminado a examinar el epicentro del ombligo del «ser», y que este tipo de «filosofía» haya sido el centro de atención académica ―más por incapacidad para hacer otra cosa que por convicción―y se hayan aupado ellos mismos a la categoría de sabios. Honradamente, el filósofo necesita hoy en día empaparse de Ciencia para poder, al menos, limpiar de polvo y paja, de palabrería y superchería, aquellos conocimientos  sobre los que la Ciencia tiene algo que decir. Pero tal empapamiento exige grandes capacidades, por eso la espantada que muchos hacen ante todo lo que huela a científico.

Tengan o no valor de verdad, las creencias filosóficas y las teológicas han ejercido una enorme influencia en la conformación del mundo actual. La naturaleza humana necesita de creencias para andar por el mundo, para que la duda no le asalte a cada momento ante cualquier asunto, para poseer criterio, opinión y seguridad ante los hechos que ocurren a su alrededor, y necesita también la previsión de la realidad que le proporcionan las creencias. Por tal razón el hombre las absorbe como una esponja. A este respecto, los filósofos han sido clásicamente los manantiales más fecundos de creencias, y los más fiables. Esa es la razón de que hayan sido ―y sean― tan necesarios. La filosofía enseña a clasificar las ideas según provengan de la mera razón intelectiva, de la experiencia, de la utilidad o de la conveniencia; organizan el sistema del conocimiento humano; la filosofía enseña la gran variedad de opciones y perspectivas que guían por el camino más grato o el más florido o el que conduce a los campos más fértiles, enseña la diversidad y la relatividad que tienen todos los predicamentos; enseña los mundos posibles, enseña a pensar, a percibir posibilidades, a percibir nuevos horizontes; y en fin, en contraposición a lo fiable y certero aunque angosto que muestra la visión científica, la filosofía ensancha el espíritu humano. No busca la filosofía solamente la verdad objetiva que pueda proporcionarnos la ciencia, sino que busca verdades previsoras amplias que den acallen nuestras dudas.

Puesto en claro este carácter amplio de miras de la Filosofía, se ha de hacer justicia con ella en cuanto casi todos los grandes saberes que han alumbrado el mundo han salido de su seno. Los filósofos, clásicamente, han recogido y sistematizado pensamientos dispersos, tendencias y deseos, y los dieron forma, provocando con ello grandes cambios sociales: desde nuevos movimientos religiosos hasta nuevas concepciones del mundo y formas culturales nuevas. En gran medida el mundo se ha ido conformando a la medida que ellos diseñaron. En esa misma medida se halla su utilidad.

El que la Ciencia haya avanzado enormemente en el conocimiento de la materia y en los intríngulis de la vida, y haya dejado obsoletos ciertas creencias filosóficas al respecto, que eran tomadas como «verdad», no resta valor a la consideración de que en el pasado dichas creencias fuesen las más plausibles y razonables. Pero es que ―y esto pareces olvidarlo― el método científico surgió del pensamiento filosófico, y de forma amplia pero cierta se pueden considerar a las diversas ramas del saber científico surgidas del tronco de la Filosofía. Las ciencias siguen los mismos principios de la lógica que encontró la Filosofía, y siguen utilizando los mismos métodos de ésta para organizar la información, categorizar etc. las discusiones de Einstein y Bohr acerca de los postulados de la Mecánica Cuántica no fueron otra cosa que discusiones filosóficas; la lingüística no es aún otra cosa que filosofía del lenguaje; si lees En busca de Spinoza, de Antonio Damasio, uno de los más grandes neurocientíficos de la actualidad, podrás ver que aquellas concepciones y visiones (sobre todo acerca de los sentimientos y las pasiones en general) del viejo judío sefardí las recoge y las sigue Damasio; las teorías de la Historia no son sino filosofía de la historia… Donde  puede hincar el diente el tratamiento científico la filosofía se retira a laborar en otros cometidos, pero aún en la Ciencia tiene mucho que decir, tal como ha mostrado el filósofo Daniel Dennett con la Teoría de la Evolución.

Dices que sin Newton o Darwin o Aristóteles hoy sabríamos exactamente lo mismo que sabemos, y no creo que tal aseveración sea cierta. Aunque hoy en día, con la democratización del conocimiento y la exacerbación del deseo de descubrimientos económicamente rentables para el descubridor, el conocimiento se acumula por la acción de cientos de miles de cabezas pensantes, en el pasado no siempre fue así. Ni se popularizaban los conocimientos ni eran muchas las cabezas pensantes. Así que la historia del conocimiento está jalonada de hitos del saber que se levantaron cuando las circunstancias económicas, sociales y tecnológicas lo hicieron factible, pero también cuando una persona singular dio con ello. Sin esa persona y con otras circunstancias menos favorables esos hitos hubieran permanecido enterrados cientos de años. Por ejemplo, los descubrimientos de Arquímedes (se le atribuye un instrumento de medida del que recientemente se ha podido descubrir que determinaba con precisión eclipses, fases lunares, y un largo etc, y medía horas, días, meses y años); por ejemplo, el movimiento heliocéntrico fue descrito por Aristarco de Samos pero hasta Copérnico fue olvidado. Galileo no hubiera tenido lugar sin el Renacimiento (una vuelta a los saberes griegos) y sin las ricas repúblicas italianas. Newton no hubiera surgido sin el espíritu práctico y emprendedor que en Holanda, Reino Unido y Suiza impulsaba el calvinismo. Es dudoso que Leibniz hubiera formulado por sí mismo el cálculo diferencial tal como lo hizo sin las aportaciones de Newton (parece confirmado que le copió y mejoró su forma. Leibniz aparece como un  gran mentiroso:  mintió acerca de su correspondencia con Newton y negó haber conocido a Spinoza, lo cual está absolutamente comprobado). Por otro lado, te recuerdo que Leibniz, Spinoza y Newton se consideraban filósofos y aplicaban sus conocimientos filosóficos del mundo.

Si yo alegaba en el anterior escrito que la filosofía del siglo XX había sido torticera, es porque, o bien se olvidó de los problemas de la realidad, o bien se basó más que en la razón y en las evidencias, en los deseos y los sentimientos. La pléyade de filósofos marxistas, sin atenerse a los dictados del conocimiento de la naturaleza del hombre ―que se poseía desde antiguo―postularon una Historia, una moral y un método filosófico hechos a la medida de sus deseos, llegando a utopías absurdas o a estupideces que se consideraronn sacras (el comunismo como finalidad de la Historia, el hombre nuevo socialista, la dialéctica materialista y otros dislates). El utópico Marcuse, que influyó grandemente en las revueltas del 68 señalando un paraíso al alcance de la mano. El psicoanálisis de Freud, esa consideración de valor científico a cualquier ocurrencia suya… Y sigue siendo torticera porque todas esas paparruchas se siguen impartiendo en las aulas como grandes verdades. Y es que al rebaño, sea de filósofos, científicos o comerciantes, se les engatusa fácilmente con el caramelo de cualquier creencia que satisfaga su deseo.

Quizá resulte conveniente exponer ejemplarmente cómo tratan los psicólogos actuales el tema de «la felicidad», en lo que de científico tiene la psicología, y cómo lo trataron algunos grandes filósofos. Creo que en esos diferentes tratamientos o formas de enfocar dicho tema descubrirás que la Filosofía aporta ―en este caso, ¡ojo! que bien sabes que mi formación es científica―una visión mucho más amplia de la variedad de motivos, causas y razones que mueven la conducta humana; que tiene aún mucho que decir en las cuestiones en que la ciencia aún no resulta clara y determinativa; y que su profundidad en percibir eso que llamamos espíritu humano y el conjunto de relaciones sociales es mayor que el de la psicología, y, sobre todo, más enriquecedor,  con un aporte más alto de conocimientos; la filosofía resulta, aquí, más sugerente, induce más cuestiones al lector, y más ideas, hace que se sienta más pletórico, más diverso, más ambivalente, más rico en conocimiento, más feliz en suma. Al fin y al cabo lo que se busca no es el avance científico sino la felicidad.

¿Es necesaria la filosofía?

Una vez plantados los tomates y los pepinos, ya en marcha el huerto, es hora de volver a las conjeturas y a las divagaciones.

Te creo, Yack, del todo errado en tus apreciaciones valorativas de la Filosofía. No olvides que el pensamiento filosófico, junto con el teológico, han sido las matrices donde han germinado todas las ideas que, asentadas en forma de creencias en el hombre, han movido históricamente el mundo. De su ímpetu y luz se han valido las acciones humanas desde siempre. La Ciencia y la Tecnología, hasta los tiempos presentes, han sido meros instrumentos que, sí, condicionaban en cierta medida el mundo de las ideas, pero el germen de los cambios sociales y de las mentalidades estaba en éstas. Para moverse en los diferentes ámbitos de la realidad el hombre ha necesitado de las creencias que le aseguraran una «verdad», una luz, y dichas creencias han surgido clásicamente del pensamiento filosófico.

Bien es cierto que la Filosofía, como todo aquel que posee fama, prestigio o poder, ha pecado siempre de soberbia. Ilusoriamente y en apariencia, ha pretendido buscar la «verdad» pero en realidad buscaba la verdad conveniente para su gloria, ha buscado llevar razón frente a los demás antes que tener razón. Sin lugar a dudas, lo que ha ofrecido han sido perspectivas de la realidad, todo lo demás es ilusión o artimaña. A veces perspectivas turbias, con el objeto desenfocado, disparatadas muchas veces, pero no se puede negar que el mundo ha caminado de su mano.

Sin las perspectivas de Locke y de Montesquieu los sistemas de derechos, democracia y libertades inglés y norteamericano serían muy diferentes. Incluso si miramos más a lo profundo, el que en el Reino Unido, en Norteamérica, en Holanda y en Suiza surgieran dichas libertades y derechos fue una consecuencia ardua y paradójica  de las angustiosas pero impulsoras creencias calvinistas. Seguramente, también, sin las doctrinas marxistas el siglo XX hubiera sido muy distinto.

Que produzca o no buenos frutos (que los ha producido y en abundancia, gran parte de nuestra civilización y cultura es obra suya) es una cosa, pero que ha movido el mundo al mover la conciencia de las gentes es indiscutible.

Y tal vez percibamos que en los dos últimos siglos muchos de los filósofos más profundos hayan sido los menos aupados al pedestal de la gloria, mientras que otros fatuos han sido ensalzados hasta el infinito. No creo que nadie haya ahondado tanto como Nietzsche el surco del conocimiento de la naturaleza humana, pero fue el oscuro Hegel el emperador de la moda filosófica de su tiempo (todavía hoy gran parte de la filosofía se resiste a considerar que está desnudo).

Claro que las creencias surgidas de ideas filosóficas han promovido equivocaciones conceptuales graves, claro que la perspectiva que ofrecen una filosofía u otra muestran caras de la realidad deformes e incompletas, claro que su pretensión de verdad ha sido ilusa y fatua, claro que en muchos casos su labor ha sido la de construir castillos en el aire, pero el hombre necesita de esos profesionales del pensamiento abstracto que son los filósofos y de la cohorte de perspectivas que ofrecen. Las ciencias no poseen todavía capacidad para dar respuesta a la mayoría de los problemas de la naturaleza humana y de la conducta del hombre, y si se interesan por estos asuntos deben, conciliatoriamente, tomar prestado el legado filosófico. Otra cosa distinta es que la filosofía se aleje de las realidades del mundo, pose mirándose el ombligo y se envuelva en el manto de los irresolubles problemas metafísicos.

El gran problema práctico a que la filosofía se enfrenta es el de poder abarcar la extraordinaria riqueza de conocimientos que la ciencia ha puesto al descubierto. Que hoy la linterna filosófica pretenda iluminar ―con su potencialidad conceptualizadora  y categorizadora― los extensos campos científicos, resulta pretensión ardua.

El otro gran problema de la filosofía es su pérdida de influencia en la cultura, en la moral, en la política. Hoy la matriz de las ideas sociales reside en la mass media, en el pensamiento zafio pero práctico, en la confluencia y confrontación de intereses y en adoptar soluciones prácticas para el momento, y todo ello bajo el manto y la égida de lo económico. Pero la filosofía sigue siendo tan necesaria como lo ha sido siempre, con su capacidad para analizar con garantía las relaciones lógicas de los asuntos del mundo, para conceptualizar y categorizar la realidad.

Existencialismo y absurdo

Los existencialistas percibían el absurdo en el hecho de que la vida no tenga otro sentido y propósito que el formar parte de un proceso dinámico de organismos interrelacionados que se adaptan al entorno mediante mecanismos tales como los propios de las mutaciones y de la Selección Natural. Y lo que les era aún más absurdo: ¡que dichos procesos y dichos mecanismos obedezcan en última y esencial instancia ―se reduzcan― a meras acciones químicas y físicas, esto es, a las leyes básicas de la Naturaleza.

¡Que no haya nada  «detrás»!, ni Dios ni propósito ni meta ni finalidad de cualquier tipo… Y que, por lo tanto, cualquier construcción de los hombres, ética, moral, cultural, religiosa, científica, tecnológica, sea «ficticia», no se apoye en nada, sean meras piruetas, mero artificio. El considerar que del tan buscado «núcleo del ser» se haya desprendido toda sustancia trascendente, considerar que todo recorrido hecho en busca de las esencias, en busca de aprehensiones, haya devenido vacío de sustancia, haya sido fantasmal, haya sido mera apariencia, huero, que todo sea un sin-sentido…; tales asuntos preocuparon sobremanera a los existencialistas. Hasta el punto de considerar esa incapacidad de «conocer», ese afán de perseguir sombras, el «absurdo».

Pero el conocer que la vida es azar y autopropulsión que obedece a leyes de la Naturaleza no ha de ser considerado un absurdo (en lo íntimo quieren decir decepcionante), como si el tal asunto al ser de la manera que es, les hubiera quitado su juguete preferido, les hubiera dejado sin conjeturas, incapaces, derrengados, sin ánimo; como si el haber reducido la vida a mero polvo les hubiera erradicado de su horizonte toda trascendencia, toda pretendida importancia; les hubiera arrancado esa cosa tan poco romántica que los psicólogos denominan autoestima, autoestima de la esencialidad.

Pero, por esas mismas razones, dicha autopropulsión destruye el absurdo: hace que nos sostengamos en nosotros mismos, que gravitemos sobre nosotros mismos. La certeza de que debajo no hay nada sólido ―a modo trascendente― que nos sostenga, sino inercia, propulsión, ausencia de cimiento, deshace el absurdo de la vida. Sabemos que debajo no hay «nada», y el conocer tal «absurdo» deshace el absurdo de la existencia, el absurdo de no encontrar, esto es, por el hecho de hallarnos en posesión de ese conocimiento, por el hecho de que somos nosotros mismos nuestro «cimiento» y nuestro porvenir, se destruye el sentimiento de falta de instinto que tal «absurdo» hacía surgir.