Hace algunos años leí en una prestigiosa revista de divulgación científica una gran boutade acerca de la inteligencia y del C.I., dicha por un catedrático de psicología de una Universidad catalana: «Con el test del C.I. no sabemos bien qué medimos, ¡¡¡pero lo medimos con toda exactitud!!!»
Sir Francis Galton, primo de Charles Darwin, fue el primero que intentó medir la inteligencia humana, pero quien ganó respaldo científico con tal intento fue el psicólogo francés Alfred Binet, que en 1905 presentó una prueba de inteligencia que trataba de medir la comprensión del vocabulario, así como de situaciones y de relaciones verbales que eran en aquel entonces consideradas pilares del raciocinio; y con tales mediciones pronto se demostró que se podían establecer predicciones fiables de los rendimientos escolares de los alumnos. Variantes de aquella primera prueba se siguen utilizando hoy en día para adultos e infantes, aunque poniendo más peso en aspectos lógicos y en orientación espacial. Sus defensores afirman que muestra una correlación bien explícita con el posterior éxito social, no solo con el académico. Pero muchas son las opiniones en contra. Lo que evalúa esencial mente es la capacidad lingüística y la analítica, pero no aporta datos significativos acerca de la creatividad del sujeto ni de sus saberes prácticos ni de sus aptitudes para la interacción social o para afrontar riesgos. De hecho, la correlación señalada sólo se produce en las sociedades que demandan con preferencia esas capacidades lingüísticas y analíticas que mide el test del C.I., sociedades como la estadounidense o la europea desde la Primera Guerra Mundial hasta fechas relativamente cercanas, sociedades en donde el progreso económico se basaba en el crecimiento industrial sin que el factor innovador poseyese significativa importancia. Pero tal correlación entre lo medido por el test y el nivel posterior de éxito social falla en la sociedad actual de la globalización, en donde se demanda creatividad y capacidad para tomar decisiones críticas. Hoy en día, el poseedor de un alto C.I. puede estar sentado 10 o 12 horas frente a un ordenador, con un salario bajo, mientras que el mánager que tiene capacidad para conseguir clientes o el emprendedor que se mueve como pez en el agua en el mundo de los negocios, o el creativo que percibe fácilmente abstracciones, destacan sobre el primero en ganancias y éxito social. El que el poseedor de unas aptitudes obtenga o no éxito social dependerá de una manera especial de que en la sociedad considerada se haga una demanda grande de ellas. Vayámonos al extremo de considerar la sociedad de los narcos mejicanos, con más de un millón de asalariados en nómina: las aptitudes demandadas, las que conducen al «éxito social» son el coraje, la sangre fría, la falta de escrúpulos, la astucia, la crueldad…, y sus poseedores son quienes «triunfan». Así que el C.I. predice con bastante acierto el rendimiento académico de un alumno, pero no el futuro rango social; y tal hecho ocurre porque académicamente son relevantes las aptitudes que mide el C.I., en otro caso tampoco sería cierto.
Claro que, como la tradición arrastra consigo una enorme masa inercial de profesionales del asunto, en este caso psicólogos que utilizan profusamente el test del C.I., de cuando en cuando hay que revitalizar la muestra que se pretende «vender» para que todo siga igual, así que en 1994, el psicólogo Richard J. Herrnstein publicó The Bell Curve, en donde recalca que existe una única inteligencia general a la que se conoce como «g», y que se refleja en el C.I. En esencia, el mantenimiento, pero presentándolo como si se hubiera descubierto y aislado un principio vital denominado «g».
El problema, tal como se expresa manifiestamente en la boutade del primer párrafo, es la falta de acuerdo en definir la inteligencia. Así que, bien mirado, todo resulta ser una boutade enorme: mientras no sepamos exactamente a qué cosa llamamos inteligencia, ¿cómo vamos a medirla?