Aunque había anunciado hablar seguidamente de la perdurabilidad del amor, o al menos de la perdurabilidad del bienestar en común de la pareja que alguna vez se sintió enamorada, por salir de tal brete si no con donaire sí con cierto decoro intelectual, dilato ligeramente la fecha de la ocasión (en el supuesto de que al estimado Yack, que la espera con cierto ánimo avieso, no le importe la dilación), y me dispongo a decir algunas palabras sobre la sexualidad.
Por cierto, animo muy encarecidamente a quien lea esto que se interese por el blog de Yack, http://tertuliafilosoficatoledo.blogspot.com.es Un extenso blog de artículos de pensamiento que destilan por todos sus poros inteligencia, arduo conocimiento y sentido común.
El amor se manifiesta como una necesidad de nuestra naturaleza. El deseo emerge de esa necesidad y congrega, seduce y dirige a un tropel de sentimientos a la misión de edificar en el enamorado, embelesadamente, un arquetipo del objeto de amor, esto es, a atribuir a la persona amada todas las virtudes, y adornarla con las guirnaldas de toda perfección. La persona así idealmente amada es una fantasía elaborada por nuestra imaginación. (Quien escribe el guión y diseña el atrezo de esa obra imaginativa es el deseo de amor, aunque la obra se represente en el teatro de la conciencia, en donde tienen su aposento los pensamientos y la razón). Pero el tiempo trabaja derruyendo el arquetipo: la realidad destruye la imagen perfecta concebida. Con la decepción que produce el contraste, los deliciosos sentimientos que envolvían la imagen ideal en tiempos pasados se van reemplazando paulatinamente por otros que resultan odiosos. Se acaba el amor.
En la tercera entrega Del amor… señalé a varios enemigos, pero omití deliberadamente uno, quizá el más importante: la falta de conciliación sexual de los enamorados. Al fin y al cabo el amor lleva impreso la subordinación a la finalidad sexual dictada por lo biológico mediante instintos. (Recomiendo al respecto leer esta entrada de blog http://sexdelicias.wordpress.com/2014/03/03/locoa-de-amor/ de una sexóloga, en donde pone de manifiesto el estallido hormonal y de neurotransmisores que produce la cosecha sexual y la cosecha amorosa).
Todos los placeres son adictivos: el placer sexual lo es. El instinto sexual, como el instinto que nos empuja a comer, se recarga periódicamente, pero somos conscientes de que ciertas golosinas nos compelen a seguir y seguir comiendo, a no sentirnos satisfechos con la cantidad usual; y somos conscientes también de que ciertos excesos en la ingesta de alimentos pueden desencadenar cambios metabólicos y cambios en la regulación del sistema digestivo que pueden propiciar que no se aplaque el hambre si no es con una ingesta desmesurada; y fatalmente, en ciertos casos, la disposición genética faculta un metabolismo desastroso y unas necesidades de ingesta muy alejadas de lo usual. Muy semejantes cuestiones afectan al funcionamiento del sistema sexual. Para el hombre heterosexual (economizo lenguaje: lo mismo se puede decir conceptualmente del hombre, de la mujer, del homosexual, del heterosexual o del bisexual) las chicas jóvenes representan ―para el instinto sexual de ese hombre― las golosinas que nombré anteriormente. Las chicas jóvenes y su reemplazo permanente, la novedad permanente. Quienes en el pasado disfrutaron del suficiente poder para imponer por la fuerza los dictados de su instinto sexual, lo impusieron (hoy la regulación democrática lo limita). Voy a poner algunos ejemplos:
Ya en la primera literatura escrita, en el grandioso Poema de Gilgamesh, se da cuenta de que el rey de la ciudad mesopotámica de Uruk abusaba de sus derechos reales en las noches de boda de las jóvenes de la ciudad. Como tal abuso originaba quejas y revueltas entre la población, los reyes de las ciudades estado mesopotámicas optaron por los harenes reales, quedando testimonio escrito de los existentes en el reino de Marí. Grandes edificios tuvieron que ser necesarios para albergar tanta mujer, por ejemplo, el Libro de los Reyes (11:3) nos atestigua que Salomón tuvo hasta 700 mujeres reinas y 300 concubinas. Más modesto hubo de ser el harén de Ramses II, a quien se le atribuyen 120 hijos; el del soberano inca Topa Inca Yupanqui, que tuvo 70 hijos de sus concubinas; o el del azteca Moctezuma II, que llegó a disponer de 150 concubinas. Nada les tiene que envidiar el de los actuales reyes saudíes: el fundador de la dinastía, Abdel Aziz al Saud, tuvo 145 hijos con sus 19 esposas oficiales, sin hacer cuentas de las concubinas. Aunque nada en comparación con el harén de los emperadores chinos del siglo XIX, que podía llegar a tener 3000 mujeres. Se sabe que entre los incas y aztecas los grandes señores y los jefes acaparaban la mayoría de las mujeres disponibles. Cada hombre podía tener tantas mujeres y concubinas como su posición social le permitiera mantener. Dado también que, como en Egipto, los hijos de las esposas principales se ponían en la línea sucesoria mientras que los de las esposas secundarias y concubinas ocupaban cargos de sumos sacerdotes, visires o altos cargos administrativos –señores a su vez poderosos, con numerosas esposas e hijos—el linaje de los poderosos se hacía desmesuradamente abundante en la población. Otro ejemplo: un proyecto genético llevado a cabo recientemente ha puesto de manifiesto que hay actualmente en Asia Central 16 millones de portadores de un gen raro que se atribuye a Gengis Khan, casi un 10% de la población total. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que todos descendemos de reyes.
Algunos otros “imponen” su dictado sexual seductoramente, mediante su belleza. Recuerdo a un actor español declarando sin empacho haber tenido más de mil amantes distintas.
Pero el común de los mortales no poseen el poder ni la belleza suficientes para lograr la satisfacción instintiva “que les pide el cuerpo”, así que, generalmente, uno se restringe a la novia, a la esposa o a la amante de turno, a lo política y moralmente correcto en estos casos (al menos lo que se considera “correcto” en la calle), sin quitar de que cada cual, en mayor o menor grado según sus precauciones y creencias, aproveche las ocasiones que le salgan al paso ―siempre que la ocasión resulte discreta. Lo que se llama echar una cana al aire (por cierto, las estadísticas al respecto son cuanto menos sorprendentes: más de un 60% de mujeres casadas inglesas declara haber realizado “saltos de cama”, lo que sugiere ―por la discreción de que se quiere hacer gala en estos casos― que el porcentaje podría ser mucho mayor).
En resumidas cuentas, la moral, la norma, la escasez de posibilidades ―al menos públicamente― ponen coto a las veleidades del deseo sexual. Sin embargo, muchos, por motivos y circunstancias que ahora no viene al caso resaltar, caen en una adicción que les conduce a probar sin reparo alguno todos los placeres anudados a lo sexual (sadismo, masoquismo, intercambio sexual, prácticas zoofílicas, etc). Adicción que, tratando de suplir la satisfacción de aquel instinto que pugna por lo juvenil y novedoso, les pide más y más y que al ser desmedida y crear una continua necesidad de novedad conduce generalmente a encadenamientos, a esclavitud sexual, a perder la referencia de otra cosa que no sea la sexualidad. No digo que esté bien ni mal, esto no es un tratado de moral, sino que en el plano sexual ―y prácticamente en cualquier plano de la vida― defiendo que en el equilibrio y en el control sobre lo que se hace se halla la virtud. La servidumbre para con el placer, como cualquier otra servidumbre, nunca es aconsejable. En tales casos se pierden cualesquiera otros valores, la personalidad toda se altera, el placer pone en sus esclavos asfixiantes grilletes.
La búsqueda incesante de placer sexual en la pareja es, por las cuestiones señaladas, uno de los grandes peligros para su bienestar. Un amor languidece si en él ha muerto el placer sexual, pero se hace un infierno de deseo y necesidad nunca satisfecha cuando lo sexual preside imperiosamente la convivencia.
Ya no me quedan excusas para tratar de la perdurabilidad del amor.
Tal como describes, y más si cabe, es de complejo el amor cuando intentamos describirlo en su inabordable multiplicidad y variedad.
Yo añadiría que aún en el caso de que consiguieras la amante perfecta, siempre dispuesta, siempre deseosa de practicar un sexo envolvente y paroxístico, más pronto que tarde acabará imponiéndose el hartazgo, y lo que debería ser un pozo insondable de felicidad, terminará convirtiéndose en una rutina a la que empiezas a temer más que a desear.
La razón de este fenómeno psicológico, es que sólo deseamos activamente aquello de lo que carecemos, pues el objetivo último de la naturaleza no es el de hacdrnos felices sino el de que nos superemos continuamente y si ya has conseguido un objetivo, deja de ser adaptativo recompensarte reiteradamente por lo que ya tienes. Es el mismo síndrome del pastelero que acaba aborreciendo los pasteles por el simple hecho de que siempre los tiene a mano.
En tiempos pasados, la mujer, siguiendo una estrategia ancestral heredada por trasmisión oral de sus antepasados (o más bien, de sus antepasadas), ponía toda clase de impedimentos a su pareja ante sus requerimientos amorosos para que valorara la fuente de placer que ella representaba. Además, esa escasez artificial de sexo, concedía a la mujer un mayor control sobre el varón, que siempre estaba dispuesto a pagar un tributo por el acceso carnal a su pareja.
Pero con el nuevo paradigma de «aquí te pillo, aquí te mato», (el hedonismo instantáneo) este conocimiento telúrico se ha perdido para siempre y con ello la positiva función que ejercía en la cohesión y disfrute de la relación de pareja.
Es lo que tiene vivir en el siglo XXI.
Saludos.
Me gustaMe gusta
Estamos los dos de acuerdo en el hastío que acompaña a la repetición, ya lo hemos expuesto en varias ocasiones, y en que la causa de ello es reside en la misma naturaleza del deseo, No estoy seguro de que esa estrategia que mencionas, sin entrar en su posible bondad o maldad, beneficio o perjuicio, sea aplicable hoy en día. Lo era en las sociedades rurales principalmente, y también hasta hace unas décadas en el medio urbano, pero con la consideración de que no eran muchas las mujeres que trabajaban en oficinas o despachos en contacto directo con los hombres, tal cual es el caso hoy en día. Creo que el contacto directo y continuado de hombres con mujeres, tal como ocurre en los lugares de trabajo, hace inviable aquella estrategia. Y, además, era una estrategia que seguía los dictados de la moral al uso, y es difícil que se vuelva a aquella moral. Es cierto que, como dices, el «aquí te pillo aquí te mato»desfavorece la idealización del amor y, desde luego, acelera la fecha de caducidad de cualquier relación. Sin embargo, trataré en el siguiente post de abrir un hueco de posibilidades, y lo intentaré de manera científica. Otra cosa es que acierte.
Un saludo
Me gustaMe gusta