Logística del amor con la intención de que sea perdurable (I)
Lo que sigue no pretende ser, en absoluto, un remedo de consultorio sentimental sino un esbozo acerca de la naturaleza de las relaciones humanas de pareja. Pero, aviso, entre la pretensión y el resultado puede haber un abismo.
La empresa que me ocupa, la de reconstruir el edificio del amor o cuanto menos arreglar las paredes, los techos y los basamentos para evitar que se derrumbe y conseguir que siga siendo habitable, es un empresa humana y, como tal ―y dada la preponderante importancia que los asuntos humanos cobran en el hombre―, exige el mejor tratamiento, un tratamiento que goce de un carácter científico.
En este sentido, los pasos a seguir deben ser: un análisis de la situación de ruina en que se encuentra el edificio, un análisis de la factibilidad de su arreglo, tomar o no la decisión de arreglarlo, la elaboración, en consecuencia, de un proyecto en esa dirección, y, finalmente, el desarrollo de dicho proyecto con los esfuerzos que se requieran para ello.
Pero previamente, para un conocimiento adecuado del terreno por donde nos movemos, me resulta necesario realizar algunas aclaraciones sobre la naturaleza humana (dada la escasa atención que la filosofía tiene a este respecto ―con magníficas excepciones como la de José Antonio Marina―y la veleidosa y escasa capacidad que muestra la psicología, contaminada aún por las influencias del psicoanálisis, en este asunto).
En primer lugar se ha de hacer notar que el temor y el deseo son las entidades que mayormente marcan nuestro rumbo y manejan nuestro ánimo. Son la argamasa de los sentimientos y ellos son quienes propician y frecuentemente dirigen nuestros pensamientos.
En segundo lugar, es muy relevante percatarse de que a todo ser humano lo empuja un deseo de destacar por encima de los demás hombres en todo aquello que estima conveniente. Esto no es menos cierto en el caso de la pareja amorosa y, de forma general, en cualquier relación cooperativa. Pero siempre que en una relación libre de este tipo ―y la amorosa lo es―hay uno que destaca, otro u otros se sienten rebajados en su valer, apareciendo en ellos un sentimiento de agravio comparativo, de malestar y malquerencia hacia el que destaca que amenaza con dar al traste con la cooperación; y también aparece ese sentimiento de agravio en el que participa en la cooperación con mayores bienes, mejores cualidades, mayor esfuerzo o mayor capacidad. De forma que la única estrategia que resulta factible para continuar la relación colaboradora, se asienta en el igualitarismo de poseer, dar y recibir cantidades semejantes, se asienta en el llamado Principio de reciprocidad. En las relaciones libres entre personas, sean de ayuda, sean de auxilio, sean de amor, sean de pretendido altruismo, sean de cualquier empresa… la reciprocidad es condición necesaria. Te doy, te ayudo, te auxilio, te presto, coopero, para que tú me des, me auxilies, me prestes, cooperes conmigo, me devuelvas en igual medida que la que te he dado o cooperado contigo. Sólo las relaciones libres que se basan en el Principio de reciprocidad se pueden sostener en el tiempo.
En tercer lugar, las creencias morales del hombre, junto a las creencias acerca de sus posibilidades en la relación social, son las principales modeladoras de su perfil sentimental y, consiguientemente, resultan determinantes en su conducta. Una vez explicitado esto, pasemos al análisis de la situación.
Cuando se va cumpliendo el plazo de caducidad del torrente químico que opera en la atracción sexual como copartícipe del enamoramiento, o bien cuando las diferentes circunstancias de la realidad van erosionando la imagen ideal que el sujeto enamorado edificó de su objeto amado, o bien si por motivos diversos los roces, los caracteres antagónicos, los daños y perjuicios recibidos, las decepciones y los enfrentamientos van introduciendo en cada miembro de la pareja rencores y malquerencias, digo que entonces, consciente o inconscientemente, cognitiva o sentimentalmente, el antaño enamorado siente la necesidad de realizar una evaluación de su vida de pareja. Realiza una doble evaluación: valora y mide lo que aporta y lo que cree obtener de la pareja; y, por otro lado, valora lo que podría obtener cambiando de objeto amoroso. Y la dicha evaluación es también doble en otro sentido, en el mecanismo que pone en uso: es evaluación emotiva y sentimental, y es evaluación cognitiva, de pensamiento, y en contadas ocasiones se emplean también en ella los argumentos de las razones y de la lógica. Los principales elementos de juicio para realizar dicha evaluación son el temor y el deseo; el temor a perder lo que se posee: cobijo, tranquilidad, placer sexual, bienes materiales, compañía, hijos…; y el deseo de poseer otro hombre u otra mujer distinta a la que actualmente se posee, el deseo de nuevas posibilidades…
Se evalúa lo que uno percibe que aporta a la pareja y lo que percibe que recibe de ella, ateniéndose el juicio evaluador al Principio de reciprocidad. Se perciben como elementos a juzgar, la satisfacción afectiva, la sexual, la satisfacción de las relaciones sociales logradas a través de la pareja, la belleza de cada cual[1], la posición económica y social de uno y otro, la inteligencia, la capacidad, la fama (naturalmente, al tener presentes las ofensas recibidas, los rencores acumulados…, el juicio sobre lo que uno da y recibe no resulta imparcial, echándose más en el platillo de lo que uno da, por lo que el Principio de reciprocidad suele falsearse). Tal es la evaluación de lo que da y recibe cada cual en la pareja. Cierto es que como en el juicio evaluador intervienen el temor, el deseo y los sentimientos, el sentido de la reciprocidad puede también resultar erróneo por dicho motivo. Uno puede creerse superior en belleza a su esposa o en inteligencia, o en capacidad, en posibilidades o posición social. El deseo es productor de espejismos e ilusiones.
Pero en donde el deseo produce más trastornos en la apreciación de la realidad es en la valoración de lo que podría obtener el sujeto cambiando de objeto amoroso, quiero decir, cambiando de pareja. Ahí tenemos el usual caso de quien cree que sin lugar a dudas es correspondido por la mujer que ama; o del que se enamora de toda mujer bella que le mira de soslayo, creyendo que esa mirada es un signo de amor irrefutable; o del que ve posibilidades de ser correspondido en cuanto lance un requiebro amoroso a cualquier mujer; o del que cree que puede engañar impunemente a su mujer pero que ella nunca le engañaría; o del que se cree un galán y es un hazmerreír… Todos ellos tienden equivocadamente a suponer que ganarían con un cambio de pareja.
Así que una buena evaluación requiere indagar honrada y valientemente en la realidad de sus atributos y de lo que da y recibe, requiere alejar las ilusiones y las sombras, requiere adaptarse al Principio de realidad. En caso contrario, cuando solo se persiguen espejismos, cuando el deseo se convierte en único o principal elemento para evaluar, la evaluación será desastrosa y cualquier decisión que se tome a partir de ella conllevará una posterior penalización y el correspondiente arrepentimiento. Una estrategia que puede ayudar, y mucho, para adaptarse a la realidad, consiste en ponerse en la piel del otro, es decir, sopesar desde el otro lado de la pareja la percepción que ella puede tener de mí y de lo que yo doy y recibo. También puesto en la piel del otro, revisar las causas de las supuestas ofensas recibidas, que han ido llenado de rencores la relación.
Ateniéndonos al Principio de realidad evaluamos la situación de la pareja en cuanto al Principio de reciprocidad, y utilizamos para ello los sentimientos, los deseos, la inteligencia y las creencias. Ya tenemos la evaluación hecha. Corresponde seguidamente tomar una decisión. Pero esto quedará para una posterior entrada porque mi cabeza ya no da para más y esto se ha hecho muy largo (y muy pesado, añadirá más de uno).
[1] Ulrich Renz en La ciencia de la belleza señala que de modo general, la belleza que posee cada miembro de una pareja es semejante. Si está desequilibrada es porque se compensa con estatus, fama, poder o riqueza. Hasta ese extremo se cumple el Principio de reciprocidad en el dar y recibir.
Desde un planteamiento kantiano, uno podría llegar a pensar que la clave de la estabilidad de la pareja es la igualdad de derechos y obligaciones, pero cuanto más igualdad de derechos encontramos, mas conflictos de competencias, más disputas, más luchas por el poder y más separaciones.
Yo diría que la estabilidad de la pareja, en términos históricos, está en relación inversa a la igualdad, porque no hay nada que aporte más estabilidad a una relación, que la sumisión sincera de uno de los miembros al otro. Y cuando digo sincera, quiero decir «convencida» como la que, como ejemplo extremo, profesa una concubina al amo del harén.
En general, la ruptura de la pareja se produce cuando uno de ellos encuentra una mejor opción que la que representa seguir con la relación, y en esa «mejor opción» se incluye las creencias sociales, la situación económica, la impulsividad, la responsabilidad, la capacidad para imaginar las consecuencias futuras, las circunstancias presentes, la belleza, el atractivo, la novedad, etc. Pero esto no aporta nada, en cuanto que vale para cualquier decisión humana. Para que tuviera alguna utilidad tendría que personalizarse para un determinado entorno (aquí y ahora).
Y aquí y ahora, el amor ha sufrido un profundo cambio, y como consecuencia, su duración se ha acortado hasta casi transmutarse en un tipo de amistad efímera e interesada que gira en torno al sexo, mientras no haya nada mejor a la vista. Y poco más.
Para mantener el amor de tu pareja, habría que ser un genio en el arte de satisfacerla en todos los ordenes de la vida (sexo, alago inteligente, apoyo, comprensión, diversión, generosidad, etc.) pero si se diese tan improbable supuesto, tendrías tantas ofertas, mejores que tu pareja, que serías tú el que abandonara la relación. ¡Demasiado bueno para ser cierto!
Difícil tarea la de encontrar la fórmula mágica del amor incombustible. Más difícil, con diferencia, que conseguir la fusión fría.
Saludos.
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Yack, aquí discrepo fuertemente contigo. Primero, la sumisión siempre es forzada, nunca es libre, nunca hay convencimiento, así que nunca puede engendrar amor: resignación sí, pero no amor. El ejemplo que pones es nada verídico. La concubina huye de la pobreza y la el de su familia en caso de negarse a serlo, y generalmente es forzada. Existe el convencimiento de que los momentos de bienestar y placer de que disfrutaba una concubina eran debidos al roce, a la amistad o al amor con otras concubinas del harén. La relación en el harén, entre el amo y sus concubinas, puede ser estable ―como fue la relación entre amo y esclavo en Roma― pero esa relación no es amorosa ni libre.
Yo hablo del mirar y actuar de forma óptima para el bienestar personal; oponiendo a la excesiva veleidad que poseen las relaciones en la actualidad―y que generalmente conducen a situaciones individuales de “montaña rusa”, de desbordada euforia y de desolación posterior, razones para mostrar ahínco en perseverar en una relación que en la actualidad, guiados exclusivamente por el deseo inmediato y de inaplazable satisfacción, cualquier discrepancia nimia conduce al traste. Y la forma óptima no puede ser otra que la basada en la Reciprocidad (una estrategia de relación arraigada en lo biológico, en la naturaleza humana). Lo que no significa que cualquier decisión de la pareja implique necesariamente una disputa por imperar. El reparto de papeles es esencial. Te pongo el ejemplo de la sociedad rural de hace unos años, con los papeles de cada cual generalmente bien definidos y determinados (lo novedoso de la sociedad urbana, con sus aglomeraciones, las siempre presentes tentaciones en cualquier relación social, dificultan enormemente la posibilidad de una relación estable de pareja; pero por eso precisamente es tan necesario optimizar la relación).
En la sociedad rural (que es la que yo mejor conozco) de hace solo unos lustros cada miembro de la pareja tenía repartidos ―generalmente de forma tradicional― los ámbitos en que prevalecía cada cual. Era común que la mujer estableciese su imperio en las cuestiones de la casa y de los hijos, y el hombre sobre los negocios y los asuntos del trabajo. El hombre aparecía de puertas afuera como el poseedor de la última palabra, pero esa palabra ya había sido dicha anteriormente por la mujer. La mujer, con mejor perspicacia que el hombre y con mayor inteligencia emocional, llevaba muchas riendas. En el reparto de tareas y de poder, el reparto y el sentido de reciprocidad eran usuales. Es verdad que el “tanto monta, monta tanto” no es factible aplicarlo a todos los asuntos que surgen en la convivencia, pues entonces sí se convertiría todo asunto en una pelea continua por imperar; pero suele ser factible el ceder del uno ante el otro en el manejo de los asuntos en que éste último muestre más capacidad, o también el respetar la opinión del otro cuando esté en juego su prestigio personal (por ejemplo, ante la presencia de público), o también ceder el más capaz en un asunto cuando el otro muestre en él mayor interés, o repartirse los asuntos sobre los que decidir uno y otro.
En fin, formas “haylas” de convivir.
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Celebro discrepar «fuertemente» contigo Fernando. Empezaba a preocuparme que tal cosa no ocurriese más a menudo.
Para mí, la sumisión es la actitud del inferior hacia el superior en una relación jerárquica, y creo que el 99% de las relaciones son jerárquicas en las especies sociales y en particular en la nuestra.
La jerarquía es un mecanismo organizativo tan eficaz que sin él no habría sociedad. La jerarquía significa que un individuo acepta la superioridad del otro en uno o más campos de decisión. Puede que la mujer sea superior al hombre en el terreno de la cocina y el hombre en el de las reparaciones caseras, pero habrá situaciones (como si los hijos serán educados en la fe católica o musulmana) que deberán decidirse a pesar de que no haya posible consenso, y ahí sí hace falta la aceptación del criterio del superior jerárquico por el sólo hecho de serlo, al margen de los argumentos en juego.La alternativa sería un enfrentamiento que acabaría en ruptura, que tampoco soluciona el problema.
Lo importante no es tanto si la mujer lleva o no las riendas subrepticiamente, sino qué ocurre cuando aparece un conflicto irresoluble. El hecho de que exista una autoridad predeterminada e indiscutible (la antigua institución del cabeza de familia de otros tiempos y de otros lugares) ayuda a superar estos puntos criticos, sin que el inferior se sienta ofendido por tener que resignarse a obedecer.
Cuando el capitán, el director o el rey da una orden terminante al soldado, subordinado o súbdito, estos no tienen por qué sentirse menoscabados en su dignidad, dado que la sociedad ha establecido la norma de quien debe obedecer a quien.
Sin embargo, si se produce un conflicto entre individuos supuéstamente del mismo nivel, el que pierde la contienda se siente doblemente humillado y buscará el desquite en la primera oportunidad, incluso en asuntos que le sean indiferentes.
En fin, que para mí, el sometimiento a la autoridad de otro no tiene porque ser estresante, siempre que el inferior asuma sanamente la situación jerárquica.
La relación de igualdad o de jerarquía no es el problema. En ambas situaciones se pueden dar casos de enfrentamiento cuando el subordinado o el igual no aceptan de buen grado plegarse a los deseos del oponente. Sin embargo, cuando existe jerarquía institucionalizada, el estrés del perdedor es menor o inexistente, por lo que, en términos estadísticos, las parejas basadas en la jerarquía institucional funcionan mejor. No quiero decir que sean más justas o más políticamente correctas en los tiempos que corren, sino únicamente que suelen funcionar mejor y esa es la razón de que existe la jerarquía en todo tipo de relaciones humanas (paternidad, trabajo, pareja, política, etc.).
Lo que ocurre es que el paradigma del último medio siglo en los países más prósperos, establece que nadie es más que nadie, aunque como eso es prácticamente imposible de sostener en el mundo real, se intenta aplicarlo en sectores acotados, como el matrimonio. En otros, no se han atrevido (todavía) como sería el caso de pretender que, por ejemplo, un albañil pudiera discutir y cuestionar los dictámenes del arquitecto.
Saludos.
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Yack: Dices: “La jerarquía es un mecanismo organizativo tan eficaz que sin él no habría sociedad”, y en este punto estoy de acuerdo contigo, pero no solo es eso, la tendencia a la jerarquización social es parte de la naturaleza humana. Todos queremos ocupar los puestos más elevados, pero las capacidades y los méritos establecen las jerarquías. Dices: “La jerarquía significa que un individuo acepta la superioridad del otro en uno o más campos de decisión”. Matiz: en verdad, en lo más íntimo, nadie acepta de buen grado la superioridad del “otro”, pero en las empresas, en la colaboración, en aras a la eficacia productiva que beneficie a todos los que colaboran, se acepta una jerarquía en mando y toma de decisiones mediante el argumento de poseer mayores méritos y capacidades (por el Principio de reciprocidad, al aportar mayores méritos y capacidades resulta justo a ojos de todos que el tal individuo debe recibir más y ocupar los puestos más elevados).
Pero “una autoridad predeterminada e indiscutible”, tal como tú alegas, no aporta méritos ni capacidades que la justifiquen, así que generará inmediatamente descontentos, agravios y rebeliones. Dictadores, tiranos, reyezuelos… son ejemplos vivos de esa sociedad, ejemplos que han causado miles de años de oscurantismo, de luchas, inmovilismo, y padecimientos de la población.
Niego absolutamente lo que alegas: “sin que el inferior se sienta ofendido por tener que resignarse a obedecer”. Como ya he señalado arriba, está escrito en la naturaleza humana que si el inferior en la escala jerárquica no ve mayores méritos y capacidades en quien se encuentra más elevado que él, sentirá agravio comparativo y resentimiento. Se sentirá injustamente clasificado e injustamente tratado, y solo por la fuerza, la impotencia o la acuciante necesidad se resignará a no rebelarse. Tal ocurría en el sistema patriarcal. Claro, a los hombres nos iba muy bien, pero la mujer se sentía agraviada. Para justificar inexistentes méritos se denigraba el valor de la mujer, presentándola como de menor inteligencia, menores capacidades etc. En nombre de esos supuestos e inexistentes desméritos de la mujer, el hombre ocupaba el escalafón más alto. Eso conducía a un rencor callado en la mujer y a un frustrante sentimiento de desgracia e infelicidad.
Dices: “La relación de igualdad o de jerarquía no es el problema”. Sí lo es. En una sociedad predetermianda e institucionalizada, es decir, sin méritos que alegar, el estrés, el resentimiento, la envidia, el rencor de los que ocupan los estratos más bajos, son inherentes a ella. No es que esas sociedades funcionen mejor, sino que en algunos casos suelen ser más estables porque sofocan, reprimen o esclavizan a los discrepantes. Se establece un orden basado en el miedo, lo cual no es en absoluto deseable.
En la pareja, sin méritos predeterminados diferenciadores, en busca del bienestar, solo es factible buscar el bienestar de ambos, y eso solo se puede lograr por consenso. Cualquier otro arreglo es imposición y tal vez logre el bienestar de uno de los dos pero no de ambos a la vez. Es cierto que es un consenso arduo, que debe revisarse a diario, que exige inteligencia y esfuerzo, pero es el único camino posible para ese propósito. En otro caso está la opción de separarse. Porque considerando que es bueno para ambos cónyuges que el matrimonio perdure, nunca es aconsejable que perdure en el sufrimiento de uno de ellos o de los dos.
El matrimonio con el hombre en lo alto es bueno para él, pero no para ella. El que el patricio romano tuviera esclavos resultaba bueno para él, pero no para el esclavo. La paz es buena, pero la paz del cementerio no es deseable.
Saludos
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Me asustaría que tambien las relaciones amorosas estuviesen jerarquizadas. Imposición y manipulación sin consenso mutuo quizás. Un contrato más bién económico o de otro tipo de ventaja, social o sicoogica, pero llamarle amor…
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Debemos exigir la libertad en el amor y en todas las relaciones humanas, aunque la libertad es siempre sacrificio y fortaleza, así es rara avis la libertad.
Saludos
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