Para el mantenimiento del amor valen aquellas dos condiciones que puse en la primera entrada de esta secuencia sobre el amor: no considerar al otro como una posesión, y no entregarse nunca del todo. Esto es, no propiciar que el otro sienta que posee un objeto ni pretender tú mismo poseerlo. O dicho con otras palabras: que cada miembro de la pareja mantenga en candelero la llama de su individualidad. Pero ahora, aparentemente, me voy a contradecir (al fin y al cabo el amor es un cúmulo de contradicciones): todo amor, para perdurar y consolidarse ha de contemplar esas dos llamas confundidas en una sola, ha de conseguirse una simbiosis de gustos, deseos, sentimientos e intereses en la pareja. Cada cual debe ver su llama y la de su amada distintas pero brillando al unísono y con intensidad parecida. Para este propósito se deben de derrumbar muros, difuminar sombras, limar asperezas, tender puentes, trazar caminos comunes, ingeniar una ética del comportamiento en pareja, hablar a corazón abierto sofocando las emociones malignas, llegar a acuerdos, conciliar deseos, derrumbar desconfianzas, lograr que el deber en la pareja resulte delicia, mirar mutuamente por el otro, conseguir que la palabra sea sanadora, hacer que en presencia del otro el corazón se engalane.
Pero vayamos al grano de los peligros que proclamé en el post antecedente a éste. Si el amor en sus inicios es idealismo, visión ideal de perfección y virtudes, mantenerlo vivo cuando se desciende a la áspera realidad de la convivencia bajo la amenaza de la rutina, es tarea ardua. Exige que el tal descenso hasta esa realidad se haga paso a paso, con toda la atención puesta en ello, evitando los caminos empinados y los atajos abruptos. Exige que los dos miembros de la pareja se sujeten el uno en el otro, cuidadosamente pero con todas las fuerzas de que sean capaces. Exige que en las caídas y en los resbalones los dos se levanten prontamente y aprendan artimañas para no volver a caer. Y exige quitarse con cuidado la venda que cubría sus ojos, y aprender a descubrir el verdadero aspecto de la realidad en la convivencia: percatarse de que el colorido del amor, por fuerza, es menos brillante y hermoso que el que lucía en la imaginación. (Hay un tipo de individuos que se niega a admitir esto y cuando se consume el amor ideal con su provisional pareja, cambian de inmediato a otra para seguir en la idealización y no descender de ella).
Otro gran peligro: la acumulación de pensamientos negativos hacia el otro miembro de la pareja, lo cual conlleva, paralelamente, la acumulación de rencores que salen a relucir en caso del más mínimo conflicto, y que hacen imposible el bienestar. Para evitar que esos rencores se añejen en exceso y taladren la convivencia con su afilada barrena, es conveniente la comunicación entre los enamorados, en frío, cuando el rencor o el mal pensamiento está dormido, y conviene entonces analizarlos y relativizarlos, y ponerse para ello en la piel del otro, y en la piel de sus deseos y sus sentimientos en el momento que tuvo lugar el acto o el comportamiento que generó aquel mal pensamiento y aquel rencor; y, de esa manera, limarlo o liquidarlo con la comprensión mutua.
Otro tanto cabe decir de la desconfianza. Desconfianza generalmente de aquel que, aunque enamorado, por timidez o por acomplejamiento, le resulta imposible confiar plenamente en su pareja, pues no cree poseer garantías suficientes. La desconfianza levanta muros entre los enamorados que resultan muy difíciles de derrumbar, al contrario, con el tiempo van fortaleciéndose, creciendo y ensanchándose. Solo cuando uno de los dos, en un acto de generosidad, confía en el otro ciegamente, este otro encuentra garantías y razones para derrumbar su propio muro, para aprender a confiar. La confianza del uno induce al otro a confiar.
Porque la desconfianza suele producir, seguidamente, falta de entrega de afectividad (resulta casi imposible dar afecto sin confiar), falta de apetito sexual, rigidez en la actitud hacia el otro, rigidez en la convivencia, rutina…, todo ello como mecanismo de protección contra la desconfianza que el otro le produce. El lugar en donde se inician casi todos los procesos que conducen a la ruptura del amor en la pareja se llama desconfianza.
Así que, mediante la adecuada comunicación de pareja, se debe poner todo el empeño posible en evitar que los conflictos mínimos queden sin resolver, pues, si no, el tiempo los agranda hasta que estallan. Y se debe de ser valiente para confiar, porque la desconfianza es producto del miedo, que es irracional, mientras que la mera precaución ―prever los eventos―es producto de la mente consciente. El pozo de los rencores y el pozo de la desconfianza tienen que vaciarse prontamente.
Y otra cuestión esencial que debe ser tomada en cuanta, es la de tener ánimo democrático en la relación, y ánimo de igualdad de deberes y derechos y libertades para ambos miembros de la pareja. El amor requiere igualdad y correspondencia. Una relación solo será duradera cuando hay compensación mutua entre los dones que ofrece el uno y los que ofrece el otro, cuando hay reciprocidad. No valen la soberbia ni el sentimiento de superioridad ni el faltar el respeto a las singularidades del otro, sino la condescendencia, el ceder o claudicar a veces para hacer valer el propio criterio otras, el mirar por el bien del otro (porque su bien representa de forma indirecta tu propio bien), el tener siempre en el punto de mira la búsqueda de consenso…
Es decir, imponerse el amor como disciplina. Al fin y al cabo, el amor es una de las cosas más importantes de la vida, y sólo quien no ama no se empeña. Y no temer a las disputas, pues bien se dice que “los amores reñidos son los más queridos”.
No me inmiscuyo en lo relativo a los caracteres semejantes o complementarios para que todo resulte más sencillo en una pareja. Si los tienen semejantes y se parecen en el deseo de imponer sus propios criterios o se parecen en el carácter desconfiado, el fracaso se asegura.
Queriendo terminar más poéticamente, si plantamos una flor en el jardín, ¿dejaremos que se críe por ella sola?, ¿no quitaremos las malas hierbas que le crezcan alrededor, no la echaremos nutrientes, no procuraremos que le dé en justa medida el sol, no la protegeremos contra las heladas? A la flor, para que alcance su justo y bello desarrollo, la debemos de cuidar, de adorar, de estar atentos a su desarrollo, en fin, debemos de elaborar un proyecto para que luzca su plena hermosura. ¿Veis alguna diferencia del cuidado del la flor con el cuidado del amor? ¿No se dice “cultivar el amor”? Un dicho árabe lo asevera: el amor se debe cultivar con el mismo mimo con que cuida las flores el jardinero del paraíso.
Así pues, el amor, para su cultivo, requiere de un mimo especial, de un volcar nuestra voluntad para que crezca enhiesto y hermoso. Requiere de un cuidado tan especial como el que ofrecemos a la flor más hermosa del jardín, requiere adquirir todos los conocimientos posibles para su cultivo primoroso, requiere hacerse experto, cambiar de hábitos abonar en los momentos precisos, requiere adquirir nuevas habilidades, saber muy bien el camino a seguir. Requiere, por todo lo dicho, imponérnoslo con la fuerza de una obligación. Requiere que amar e convierta en un deber sagrado.
Vuelvo también a Kayyam, qué sabias y hermosas palabras ¡y qué ardua labor!:
Antes que aprendas a acariciar
un rostro suave como de rosa
¡Cuántas espinas deberás arrancar
de tu propia carne!