Los existencialistas percibían el absurdo en el hecho de que la vida no tenga otro sentido y propósito que el formar parte de un proceso dinámico de organismos interrelacionados que se adaptan al entorno mediante mecanismos tales como los propios de las mutaciones y de la Selección Natural. Y lo que les era aún más absurdo: ¡que dichos procesos y dichos mecanismos obedezcan en última y esencial instancia ―se reduzcan― a meras acciones químicas y físicas, esto es, a las leyes básicas de la Naturaleza.
¡Que no haya nada «detrás»!, ni Dios ni propósito ni meta ni finalidad de cualquier tipo… Y que, por lo tanto, cualquier construcción de los hombres, ética, moral, cultural, religiosa, científica, tecnológica, sea «ficticia», no se apoye en nada, sean meras piruetas, mero artificio. El considerar que del tan buscado «núcleo del ser» se haya desprendido toda sustancia trascendente, considerar que todo recorrido hecho en busca de las esencias, en busca de aprehensiones, haya devenido vacío de sustancia, haya sido fantasmal, haya sido mera apariencia, huero, que todo sea un sin-sentido…; tales asuntos preocuparon sobremanera a los existencialistas. Hasta el punto de considerar esa incapacidad de «conocer», ese afán de perseguir sombras, el «absurdo».
Pero el conocer que la vida es azar y autopropulsión que obedece a leyes de la Naturaleza no ha de ser considerado un absurdo (en lo íntimo quieren decir decepcionante), como si el tal asunto al ser de la manera que es, les hubiera quitado su juguete preferido, les hubiera dejado sin conjeturas, incapaces, derrengados, sin ánimo; como si el haber reducido la vida a mero polvo les hubiera erradicado de su horizonte toda trascendencia, toda pretendida importancia; les hubiera arrancado esa cosa tan poco romántica que los psicólogos denominan autoestima, autoestima de la esencialidad.
Pero, por esas mismas razones, dicha autopropulsión destruye el absurdo: hace que nos sostengamos en nosotros mismos, que gravitemos sobre nosotros mismos. La certeza de que debajo no hay nada sólido ―a modo trascendente― que nos sostenga, sino inercia, propulsión, ausencia de cimiento, deshace el absurdo de la vida. Sabemos que debajo no hay «nada», y el conocer tal «absurdo» deshace el absurdo de la existencia, el absurdo de no encontrar, esto es, por el hecho de hallarnos en posesión de ese conocimiento, por el hecho de que somos nosotros mismos nuestro «cimiento» y nuestro porvenir, se destruye el sentimiento de falta de instinto que tal «absurdo» hacía surgir.
Fernando, esta reacción que explicas se comprende a partir del hecho de ser criaturas teleonómicas, es decir, que hemos sido diseñados para disfrutar persiguiendo objetivos y para que, tan pronto como los alcancemos, localicemos otros nuevos y repitamos el proceso hasta el infinito. Y esto, a nivel psicológico. se traduce en la creencia de que todo tiene un sentido, una recompensa al final del camino.
El problema surge cuando el hombre, gracias a ese afán inextinguible de superar objetivos cada vez más difíciles, llega a la conclusión intelectual de que está condenado a detenerse para siempre al llegarle la insoslayable muerte inscrita en su naturaleza. Entonces se inventa el Más allá, el superobjetivo donde encontrará la felicidad eterna y que le guiará, a modo de faro sobrenatural, en su vida terrenal.
Pero de nuevo su afán de progreso le lleva a descubrir que tal faro sólo existe en su imaginación y entonces se siente desamparado y se dedica a clamar en el desierto si es existencialista, o se impone el superobjetivo de superar a la muerte con la ayuda de la misma ciencia que le ha mostrado el abismo de su inevitable fracaso.
Creo que hoy día el relevo de la religión lo está tomando la ciencia que promete, a medio-largo plazo, proveernos de nuevas soluciones que colmen nuestra ansia ilimitada de alcanzar objetivos. Véase: http://tertuliafilosoficatoledo.blogspot.com.es/2011/06/tranhumanismo.html
Saludos.
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Yack: Durante casi medio siglo los existencialistas escribieron bibliotecas enteras para decir que el absurdo de la vida les generaba angustia. Como decía Nietzsche, «los filósofos necesitan escribir muchos libros para decir lo que yo digo en una línea». Otros muchos ―la mayoría, quienes primeramente no tenían pudor en declararse marxistas y luego, cuando apareció el pudor en ellos, se decían marxianos―llenaron el siglo XX de discusiones y libros acerca de conceptos como la «alienación» y la «liberación»; conceptos que adobaron con todos los ingredientes de las tesis marxistas y de las estúpidas ocurrencias de cada cual en el momento; pero que construyeron sin pies ni cabeza porque la principal característica de aquellos snobs fue su radical desconocimiento de la naturaleza humana, y el creer que lo que ellos consideraban deseable era lo factible. Recuerdo al respecto un congreso en los primeros años 80 en el Ateneo de Barcelona, de filósofos marxianos, claro está, al fin y al cabo todos lo eran, la moda es la moda. El espectáculo, bochornoso, consistió en alabarse durante dos horas con repetidas afirmaciones como que «la Filosofía es la Gran Ciencia», «Marx es el gran filósofo de la Historia» etc. etc., pero cuando el bochorno alcanzó caracteres épicos fue en la ronda de preguntas: los «filósofos» que formaban el público llevaban la cuestión a plantear escrita, y cuando les correspondía el turno soltaban su oscura y descomunal parrafada con el ánimo de quien dice «ahí queda eso» (alguno hubo que acto seguido abandonó la sala sin esperar a la respuesta, como señalando: ya he mostrado mi grandeza, para qué esperar más), a lo cual la mesa de interlocutores respondía, yéndose por los cerros de Úbeda, a una imaginaria pregunta que nadie les había planteado pero que se acomodaba mejor a su intención y a los intereses del evento.
En realidad, tengo para mí que toda la filosofía del siglo XX ha sido un gran bochorno en cuanto a no haberse obtenido de ella ni un solo miligramo de «verdad» práctica para el entendimiento de la naturaleza del hombre, de sus artificios o de la naturaleza física del mundo (con la excepción, quizá, de aquellos que poseían formación matemática como Bertrand Russell o Wittgenstein). Pero el ámbito en donde el bochorno se hace nauseabundo es en el psicoanálisis con los seguidores de Freud y Lacan. Dar por buena toda ocurrencia y embadurnarla de oscuridad, ese es su mérito; y no les ha amilanado nunca que el dicho psicoanálisis no haya podido presentar en siglo y medio ni una sola prueba de su validez, ni un solo caso de curación. El Freud dixit, el Lacan dixit, o el Marx dixit, para esos seguidores infatigables, es palabra divina a reverenciar.
Y así, la filosofía, sin una sola referencia a la realidad, se ha convertido en la verborrea de unos papagayos que se limitan a repetir, a encasillar en «ismos», y, en actitud corporativa, de mero rebaño, a apoyarse, a seguir la moda, pero sin una sola idea que dé respuesta fehaciente a la inquietud del hombre por apoderarse de la realidad. Eso sí, como la Ciencia les causa temor (por incapacidad para entenderla) la desprecian.
Un saludo
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Dices: «En realidad, tengo para mí que toda la filosofía del siglo XX ha sido un gran bochorno en cuanto a no haberse obtenido de ella ni un solo miligramo de «verdad»» y yo añadiría: ¿por qué limitarse al siglo XX?.
Lo único que, en mi opinión, nos ha sacado de la barbarie primigenia de la que procedemos, ha sido la ciencia, cuyo éxito reside en algo tan simple como desconfiar del sentido común, de las certezas, de la lógica, de los sabios y de la inspiración, rechazando todo aquello que no admita la prueba de fuego de la validación objetiva.
Lo sorprendente es la cantidad de personas que desconocen la diferencia que hay entre ciencia y filosofía y las nefastas consecuencias que esto tiene para ellos y para la humanidad en su conjunto.
Y quiero rescatar de la quema al 1% de buena filosofía que pueda encontrarse con la ayuda de la lupa del conocimiento científico en la vorágine inextricable de ese pandemonium conocido como filosofía.
Saludos.
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