Mi modo de mirar el mundo y las vicisitudes sociales nunca ha sido frío pero sí racional. Empeño pasión en indagar las causas de los hechos y en intentar vislumbrar las consecuencias de las acciones. En aras de que brille la verdad, me he batido contra todo tipo de oscurantismos y supersticiones, y empleo para ello toda la artillería de mi razón y mis conocimientos.
Contra las autoproclamadas Ciencias adivinatorias, como la astrología y la quiromancia; contra los defensores de los llamados fenómenos paranormales; contra los avistamientos de OVNIs y contra arcaicas supersticiones; contra ese deísmo o panteísmo tan en boga que santifica lo “natural” y da por excelso cualquier absurdo o cualquier estupidez seudomística si viene envuelta en la bandera del ecologismo; contra todos esos dislates me he batido.
También me he batido contra ese sinsentido que es la Homeopatía; contra la oscuridad huera de muchas filosofías; y contra la pretensión de tildar de ciencia al psicoanálisis, cuando el hecho es que no ha presentado jamás prueba científica ni sanación alguna.
Me jacto de poseer unos buenos anteojos para atisbar las razones de las cosas más allá de su apariencia, y creo firmemente que la magia no tiene lugar en este mundo. Pero…
Verán:
Siendo yo niño tenía mi padre un caballo alazán muy fiero para el trabajo, de dócil trato y de mucha utilidad para las labores del campo. Le creció a aquel alazán una verruga en el lagrimal del ojo. Una verruga de tan gran tamaño que cubría todo su ojo izquierdo y lo invalidaba como animal de tiro y carga. El veterinario del pueblo ―pues mi familia era rural―dictaminó que era preciso sacrificarlo. Mi padre, de escasos medios económicos y apegado al caballo, se resistió a ello.
Pero antes de seguir con el caso he de aclarar que estoy hablando de finales de los 60 del pasado siglo, de España y de 4.000 habitantes; y ningún pueblo que se preciase carecía de brujas y sanadores varios. Se les llamaba para quitar el mal de ojo, sanar las torceduras, aliviar los retorcijones de tripas y, alguna vez que otra, para eliminar verrugas. Éstas se contaban con minuciosidad y ya bastaba. Del resto se encargaba el ritual que el brujo o la bruja ejercían misteriosamente en su propia casa. Según se decía ―pero, ¡vaya usted a saber!― en el ritual participaban ciertos rezos, el agua bendita, la media noche y el viernes. Las verrugas desaparecían sin más. Eso decían las gentes del lugar.
Si la memoria no me falla, las malas lenguas aldeanas achacaban a alguna bruja trato con Dios, mientras que a una, joven, muy señalada ―que ya había enviudado en cuatro ocasiones―le achacaban trato con el diablo.
Yo doy fe del siguiente suceso. Blanca, la hermana mayor de uno de mis mejores amigos, tenía desde 10 años antes el cuerpo repleto de verrugas. La visitó el brujo. Le contaron todas sin dejar ninguna. Tenía165. Marchó el brujo. Pasaron dos semanas. La muchacha, de 16 años, se levantó aquella mañana, se quitó el camisón y quedó desnuda, fue a sacar el vestido del armario y vio de refilón su cara en un espejo deslustrado. Desvió su atención hacia el vestido y de pronto le vino a la cabeza la discordancia. Se volvió a mirar en el espejo: todo su cuerpo estaba limpio. Aquella misma mañana, después de muchos años, salió a la calle acompañada por su madre. Yo la vi y días antes la había visto en su casa. Las verrugas de su cuerpo habían desaparecido.
Aunque no supe interpretarlo hasta mucho después ―tendría yo entonces diez u once años― un hombre entrado ya en la vejez nos dio a mí y a mis amigos la explicación lógica del hecho de la eliminación de las verrugas de Blanca. Se le conocía como el “ilustrao”, y vivía solo y apartado de las gentes. Era greñudo, desaliñado, y su extravagante indumentaria se adornaba de retales, remiendos y rotos. Pero no le rehuían las gentes por esa causa, sino por ser un descreído. Descreía de las razones mágicas que utilizaban los aldeanos y prefería las lógicas, que siempre tienen menos predicamento. Por esa razón le rehuían. El caso es por unas causas u otras prefería la compañía de los muchachos mientras jugábamos en las afueras del pueblo durante las calurosas noches de verano. Para la eliminación de las verrugas de Blanca nos dio esta explicación que en aquel entonces no entendimos: “Si uno cree que una cosa le va a pasar, le pasa. El creer hace milagros”. Y todos nos quedamos mudos porque a él se le conocía también como “el descreído”, y porque no podíamos imaginar que por creer en el poder del brujo uno pudiera sanar.
Volviendo ya al asunto del alazán, he de decir que mi padre no era muy crédulo en los asuntos en los que supuestamente intervenía la magia, así que pensó que si alguna cosa podía resultar eficaz para eliminar la verruga del caballo, esa cosa tenía que ser el ungüento del tío Botijón, un curandero del que contaban milagros. Lo daba en un frasquito a cambio de la voluntad del afectado, aunque en este caso la voluntad era la de mi padre y el afectado era el caballo.
¡Mano de santo! Con la aplicación del ungüento la verruga se fue consumiendo y terminó por desaparecer en una semana. A cambio del pago de la voluntad, el ungüento aquel salvó el ojo del caballo y salvó su vida. También fui testigo de ello.
Muchos años después, cuando ya había cumplido yo los 35, coincidí con el nieto de aquel tío Botijón cuyo ungüento había secado de raíz la verruga del alazán de mi padre. Coincidimos, codo con codo, en las gradas de la plaza de toros del pueblo, en la que se ofrecía un espectáculo taurino. Aunque no recuerdo que hubiese hablado antes con él, entablamos conversación a cuenta de la verruga y del caballo, y me atreví a preguntarle si había heredado los ingredientes del ungüento.
―No, me dijo, los poderes los ha heredado mi hermana.
Con “los poderes” se refería a los poderes mágicos, pues es sabido que los sanadores y los brujos legan sus artes a alguno de sus descendientes. Todavía me atreví a preguntar: ¿por qué no ha patentado tu familia la pócima?, pues estaba seguro que de comercializarse tan maravillosa pócima reportaría buenos beneficios económicos. Y entonces me dio una respuesta que conmovió los cimientos de mi racionalidad.
―No, si el ungüento del frasco solo contenía vinagre y garbanzos machacados. Eran las fórmulas mágicas que mi abuelo empleaba en sus rituales las que sanaban al enfermo.
Y quedé mudo.
Desde unos años antes la psicología venía ocupando parte de mi tiempo y de mi fervor, y achacaba la sanación de Blanca al “efecto placebo” tan bien descrito con las palabras de aquel “ilustrao” de mi infancia: “el creer obra milagros”. Pero comprendí inmediatamente que las razones lógicas patinaban en el caso del caballo. O daba por bueno el efecto curativo de los rituales mágicos o daba por bueno que los caballos puedan albergar creencias y resulte eficaz en ellos el efecto placebo. Algún lector descreído puede que achaque todo a la casualidad, pero no era el primer animal que el tío Botijón sanaba con su ungüento.
En el bien consolidado armazón de mi racionalidad, ese patinazo, esa singularidad extraña y amenazadora, es una espina que llevo clavada, es un aguijón que en ocasiones hurga de forma despiadada en el acervo de mis convicciones científicas. Es una pequeña herida que se resiste a cicatrizar.