- A la falta de ojos propios para ver se le llama sectarismo. Si también faltan los criterios, resulta más apropiado llamarlo borreguismo.
- Si el Islamismo antepone su religión a la libertad de la persona; si el Islam es enemigo de la democracia y de los valores occidentales; si su fin declarado es imponer la Sariah como norma básica en todos los actos de la vida cotidiana; si una de esas normas es la de dar muerte al apóstata; si entre ellos la mujer queda relegada al papel de subordinada; si odian nuestra cultura y nuestros valores; si la pretendida convivencia multicultural en Europa se ha revelado como multiculturalidad enfrentada; si no cabe un papel de fumar entre los valores y propósitos sociales de los islamistas radicales y de los moderados; ¿es aconsejable que en nombre del respeto se les permita que extiendan su odio hacia los europeos y sus valores en la misma Europa?
- Los buenistas y los animalistas pretenden erigir como criterio determinante del juicio al sentimiento, pero el sentimiento es útil para obnubilar la razón y abducir el pensamiento.
- En los movimientos asamblearios siempre triunfan las posturas más radicales, las de quienes poseen más odio y resentimiento; aunque sean preliminarmente muy minoritarias. Se consigue acobardando a los pusilánimes. Estos, como buena grey, terminan por acatar y asumir cualquier dictado.
- Un cáncer moral está gangrenando Europa. La biología nos muestra que un egoísta en un grupo de altruistas obtiene enseguida ventaja evolutiva y acaba fijando su acervo genético en la población de marras. Adivinen quiénes ejercen de altruistas y quiénes ejercen de egoístas en Europa. Jueguen con el islamismo y con el buenismo.
- ¿Qué es el buenismo? Un ejemplo que lo ilustra: en la Argentina de Cristina Kirchner los presos cobraban un salario mayor que la mayoría de los jubilados; en España Podemos pretende otorgarles un sueldo de 650 euros. Así que el buenismo es el convertir en los “nuestros” a todo inadaptado al sistema liberal democrático. Como este sistema es su demonio, toda responsabilidad y toda culpa se carga a sus espaldas. Lo curioso del caso es que la razón vital del buenismo es su odio. Odio hacia la excelencia.
- Todos aquellos que no aceptan la responsabilidad de sus propios fracasos y que se muestran incapaces para construir un futuro mediante sus propios esfuerzos, son amparados por el buenismo.
- Tengo la fuerte sospecha de que la homeopatía y el psicoanálisis son un interesado fraude, y que el materialismo dialéctico del marxismo no es otra cosa que un iluso apaño. Pero yo soy un tipo sospechoso, así que no me hagan mucho caso. Soy sospechoso de creer que la metafísica –tan manoseada por los filósofos—no suele revelar más que un oscuro amaño de impresiones y metáforas, y por ello muchos me toman por un tipo descreído e irritado. Pero el que a Obama le concediesen el premio Nobel de la Paz, a Bob Dylan el de Literatura, o que a Cristiano Ronaldo le nombren mejor jugador del mundo, aclara un poco las cosas, ¿no les abren los ojos tales hechos?, ¿no perciben que el mundo está construido sobre mentiras interesadas y fraudes indecorosos?
- Los metafísicos se pierden en el bosque espeso y oscuro de su lenguaje. Sin mojón o hito orientativo alguno, ilusamente se guían por el hilo de sus ocurrencias y dan por acreditado lo que solo su placer estético les dicta, como si el placer estético fuese el criterio de verdad más relevante.
- La fuerza, la responsabilidad, el sacrificio, el camino edificante, se están convirtiendo en Occidente en pecados; se sienten como valores caducos que hay que derrumbar. Por esa razón el derrumbe de Europa está a dos pasos.
- Sospecho que el Brexit británico y el triunfo de Trump en EEUU obedecen al hartazgo del buenismo europeo y americano que se produce en dichos países.
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De La Verdad
Ya a la temprana edad de diez años ofrecí muestras de no estar muy en mis cabales. Estuviera yo cuerdo o no, mi madre sí estuvo mucho tiempo preocupada conmigo: no era inusual que me quedase quieto, mirando absorto al infinito y más allá, y que se me cayese al suelo lo que tuviese en las manos, por ejemplo, el bocadillo de la mañana o un vaso de agua. Con el tiempo, la gente empezó a considerarme un bicho raro porque discrepaba de las opiniones de mis compañeros de clase e incluso de las de los profesores.
A aquellos embelesamientos que me arrobaban, viniendo a aumentar el muestrario de mis rarezas, se unió una extraña disposición para cuestionarme las verdades firmemente establecidas, así como un sentimiento amargo ante las mentiras. Mi madre me advertía con regaños: “si hablo con fulanita de cualquier cosa, no corrijas nada de lo que yo diga, pues las pequeñas mentiras que digo son fórmulas de cortesía social”. Pero yo, erre que erre, solía poner en repetidos aprietos a mi madre o a su interlocutora, señalando las faltas a la verdad que cometían. Es como si las falsedades me produjeran urticaria.
Lo cierto es que con el tiempo se me fue desarrollando una extraña capacidad para percibir las fallas lógicas de los asuntos que desfilaban ante mis ojos. Y aún perdura. Por ejemplo, pongo atención a un documental televisivo que relaciona la historia de las comunidades humanas con los cambios climáticos de la época, y mis antenas pronto descubren medias verdades, excesos en las generalizaciones, especulaciones que son presentadas como verdades científicas, deducciones que no son tales, etc. etc. Ahora que el Cambio Climático está de moda, los divulgadores aprovechan el filón y cargan las tintas en supuestas verdades recién inventadas. En el documental del que hablo, quienes no estén atentos pueden sacar la equivocada conclusión de que toda acción humana a lo largo de la historia se debe al cambio climático; incluso los más antiguos enigmas históricos son aquí explicados por el clima. Por ejemplo, los antiguos “pueblos del mar” de que hablan la Biblia y los anales egipcios y sirios sin aclarar el misterio de su procedencia, son tratados en el documental como emigrantes climáticos.
Una verdad que está de moda, que cabalga en la cresta de la ola de la más rabiosa actualidad, es un poderoso atractivo para que la gente se adhiera a ella. Si pasa de moda, la verdad se resquebraja. En los años setenta y ochenta Marx era idolatrado por la tribu filosófica; hoy ha pasado de moda y su verdad ha dejado de ser objeto de adoración.
El gran público –y todos formamos parte de él, sobremanera en la juventud—tiene necesidad de que la realidad le sea interpretada. Así que, en cuanto a creencias políticas o religiosas, nos solemos adherir –sentimentalmente—a verdades cuyas intríngulis conceptuales desconocemos pero cuya imagen, puesta de moda, satisface nuestras ansias de rebeldía social o de amparo existencia en caso de verdad religiosa.
De joven me adherí al marxismo y a Lenin y al Che Guevara, sin conocer de ellos un ápice más allá de la fatua pretensión del ‘todos iguales’. Posteriormente leí y razoné y descubrí nuevas verdades y a la verdad anterior se le cayó el velo y apareció ante mí llena de pústulas e infección. Aprender es, más que nada, descreer de lo previo.
Sin embargo, más que por el hecho de aprender verdades nuevas que rebaten a las antiguas, la mayoría de la gente cambia sus verdades políticas cuando cambia de estatus social. Quien sube de estatus suele enseguida ver agujeros en la verdad que predica el socialismo, mientras que quien baja de estatus empieza a ver a éste mucho más justo. Nuestra verdad la solemos amoldar a nuestros intereses.
Pero algunos no cambian nunca de verdad. Se aferran a ella como el naufrago a un salvavidas. Cierto es que muchos de estos no han cambiado nunca de estatus social ni han aprendido nada nuevo que ilumine alguna falla contenida en su verdad. Son rocas inamovibles y se muestran orgullosos de serlo. El cambio les produce vértigo.
Luego, resumiendo, las grandes verdades de la política, de la religión, del orden social, no son tales, sino meros encajes y acomodos a los intereses particulares de cada cual. Pero, ¿qué decir de la verdad científica o filosófica?
Se plantea este interesante asunto: ¿Cómo determinar o establecer la verdad o falsedad de una determinada proposición? En la Ciencia, el método de indagación empleado y la constatación empírica son quienes proporcionan el valor probatorio, quienes sustentan la fiabilidad. Cuando nos alejamos de las ciencias experimentales, la verdad se torna resbaladiza. Tal cosa ocurre en el campo de la Historia, por ejemplo.
Algunos otros se arrogan una suerte de excelsitud por la que dejan de estar sometidos al fuero de la realidad y la experimentación. Tal cosa la hacen los metafísicos. Otros colocan la etiqueta ‘científicas’ a sus teorías y alegan estar exentos de tener que presentar pruebas experimentales. Tal pretensión ha sido empleada por el psicoanálisis, la homeopatía y el materialismo dialéctico marxista. La etiqueta es un mero disfraz para disimular su desnudez.
La solución práctica más plausible –fuera de algunas elucubraciones filosóficas—para establecer o determinar la verdad de una proposición, parece ser la del consenso entre estudiosos y entendidos en el tema de que se trate. Del consenso entre historiadores se edifica la verdad histórica; del consenso entre climatólogos se determina la verdad sobre el clima etc.
Pero esta solución no está exenta de inconvenientes graves. Uno de los mayores es el que yo llamo “el inconveniente de la grey abducida”. Los miembros del rebaño formado alrededor de una idea o un personaje, por contacto y ósmosis, suelen adquirir el mismo criterio y suelen usar todos los mismos argumentos, de manera que, más por seguidismo ciego que por indagación, acaban todos sosteniendo y defendiendo la misma verdad. ¡Aviados estaríamos si fuesen exclusivamente psicoanalistas quienes establecieran la verdad o falsedad del carácter científico del psicoanálisis! ¡Y, sin embargo, así ha sido hasta hace poco!
¡Y qué decir si tuviésemos que fiar de la ‘verdad’ de Hegel, de Lacan, de Derrida o de Heidegger por el veredicto que emita sobre el asunto cada uno de sus respectivos rebaños, más teniendo en cuenta que la grey suele otorgar a todo lo oscuro y enrevesado un plus de reconocimiento de veracidad! ¡Y, sin embargo, así ha sido hasta ahora!
Todas las grandes ‘verdades’ políticas, metafísicas, históricas, etc., alejadas de la verdad científica, tienen un reconocimiento de verdad en proporción a la fuerza del rebaño que cree en ellas; y dicha fuerza depende tanto del número de los miembros del rebaño como de su estupidez. Uno lee la verborrea sin sentido de muchos personajes idolatrados por poseer una ‘profunda verdad’ y se hace cruces de cómo tienen tantos estúpidos que les levantan altares. Y es que la gente adora lo que no entiende y viene envuelto en pomposos ajuares, pues lo identifican como la obra de un ser superior o incluso de un ser supremo. En el fondo seguimos siendo religiosos.
Pero si fuera de las ciencias experimentales la verdad establecida ha de ser cogida con pinzas, ha de ponerse en cuarentena y ha de sacudirse con fuerza con el fin de descubrir si está hecha de un buen tejido o es de estambre basto y quebradizo, ¿quiere esto decir que todas esas supuestas verdades son mentiras más o menos bien urdidas? Más que mentiras, la mayoría de ellas son ilusiones que han ganado adeptos por diferentes motivos y que son aupadas por ellos a la categoría de verdades sin discusión. Pero algunas de esas ilusiones despiden un cierto tufo.
Alarmados mis progenitores a causa de mis embelesos, acudieron conmigo a una mutua médica a la que estaban asociados. Como yo me quejaba también de molestias intestinales, consultamos a tres médicos distintos acerca de mis males. El veredicto que estos emitieron no pudo ser más demoledor: de no operarme urgentemente de hernia inguinal, de los llamados cornetes o vegetaciones, y de amigdalitis, aseguraron que en el futuro sería un idiota. (He de aportar el dato de que las operaciones no estaban costeadas por el seguro suscrito con la mutua médica, las tenían que pagar mis padres).
Mi padre, que no tenía un pelo de tonto y que no andaba sobrado de dinero, acudió a un inspector médico a exponer mi caso, y éste ordenó que otros galenos repitieran sus exámenes conmigo. Resultado: sano sanote de arriba abajo. Ni era idiota ni estaba en proyecto de serlo. (No negaré que en ocasiones he dudado de que el tal veredicto fuera el correcto). Lo que sucedía es que aquellos ínclitos doctores pretendían estafarnos.
El suceso me enseñó dos cosas: que el engaño y la falsedad son moneda de uso corriente –cuando hay intereses por medio—incluso entre quienes aparentan ser más dignos y honrados; y, segunda cosa, que yo no era más que un tipo raro que se hacía del mundo unas preguntas raras.
Uno se explica entonces que la verdad del psicoanálisis y la verdad de la homeopatía no sean puestas en cuestión por sus respectivas greyes: porque producen buenos dividendos a sus profesionales. Con una buena remuneración, es preferible no cuestionarse la verdad de lo que se hace.
No se fíen. La verdad es voluble, esquiva, descarnada, y a veces tiene aspecto de mentira. La mentira, en cambio, casi siempre presenta un buen aspecto. Y una advertencia: desconfíe de las proposiciones que se presentan con un bonito rostro pero que no dicen nada.
De lo lógico y lo mágico
Mi modo de mirar el mundo y las vicisitudes sociales nunca ha sido frío pero sí racional. Empeño pasión en indagar las causas de los hechos y en intentar vislumbrar las consecuencias de las acciones. En aras de que brille la verdad, me he batido contra todo tipo de oscurantismos y supersticiones, y empleo para ello toda la artillería de mi razón y mis conocimientos.
Contra las autoproclamadas Ciencias adivinatorias, como la astrología y la quiromancia; contra los defensores de los llamados fenómenos paranormales; contra los avistamientos de OVNIs y contra arcaicas supersticiones; contra ese deísmo o panteísmo tan en boga que santifica lo “natural” y da por excelso cualquier absurdo o cualquier estupidez seudomística si viene envuelta en la bandera del ecologismo; contra todos esos dislates me he batido.
También me he batido contra ese sinsentido que es la Homeopatía; contra la oscuridad huera de muchas filosofías; y contra la pretensión de tildar de ciencia al psicoanálisis, cuando el hecho es que no ha presentado jamás prueba científica ni sanación alguna.
Me jacto de poseer unos buenos anteojos para atisbar las razones de las cosas más allá de su apariencia, y creo firmemente que la magia no tiene lugar en este mundo. Pero…
Verán:
Siendo yo niño tenía mi padre un caballo alazán muy fiero para el trabajo, de dócil trato y de mucha utilidad para las labores del campo. Le creció a aquel alazán una verruga en el lagrimal del ojo. Una verruga de tan gran tamaño que cubría todo su ojo izquierdo y lo invalidaba como animal de tiro y carga. El veterinario del pueblo ―pues mi familia era rural―dictaminó que era preciso sacrificarlo. Mi padre, de escasos medios económicos y apegado al caballo, se resistió a ello.
Pero antes de seguir con el caso he de aclarar que estoy hablando de finales de los 60 del pasado siglo, de España y de 4.000 habitantes; y ningún pueblo que se preciase carecía de brujas y sanadores varios. Se les llamaba para quitar el mal de ojo, sanar las torceduras, aliviar los retorcijones de tripas y, alguna vez que otra, para eliminar verrugas. Éstas se contaban con minuciosidad y ya bastaba. Del resto se encargaba el ritual que el brujo o la bruja ejercían misteriosamente en su propia casa. Según se decía ―pero, ¡vaya usted a saber!― en el ritual participaban ciertos rezos, el agua bendita, la media noche y el viernes. Las verrugas desaparecían sin más. Eso decían las gentes del lugar.
Si la memoria no me falla, las malas lenguas aldeanas achacaban a alguna bruja trato con Dios, mientras que a una, joven, muy señalada ―que ya había enviudado en cuatro ocasiones―le achacaban trato con el diablo.
Yo doy fe del siguiente suceso. Blanca, la hermana mayor de uno de mis mejores amigos, tenía desde 10 años antes el cuerpo repleto de verrugas. La visitó el brujo. Le contaron todas sin dejar ninguna. Tenía165. Marchó el brujo. Pasaron dos semanas. La muchacha, de 16 años, se levantó aquella mañana, se quitó el camisón y quedó desnuda, fue a sacar el vestido del armario y vio de refilón su cara en un espejo deslustrado. Desvió su atención hacia el vestido y de pronto le vino a la cabeza la discordancia. Se volvió a mirar en el espejo: todo su cuerpo estaba limpio. Aquella misma mañana, después de muchos años, salió a la calle acompañada por su madre. Yo la vi y días antes la había visto en su casa. Las verrugas de su cuerpo habían desaparecido.
Aunque no supe interpretarlo hasta mucho después ―tendría yo entonces diez u once años― un hombre entrado ya en la vejez nos dio a mí y a mis amigos la explicación lógica del hecho de la eliminación de las verrugas de Blanca. Se le conocía como el “ilustrao”, y vivía solo y apartado de las gentes. Era greñudo, desaliñado, y su extravagante indumentaria se adornaba de retales, remiendos y rotos. Pero no le rehuían las gentes por esa causa, sino por ser un descreído. Descreía de las razones mágicas que utilizaban los aldeanos y prefería las lógicas, que siempre tienen menos predicamento. Por esa razón le rehuían. El caso es por unas causas u otras prefería la compañía de los muchachos mientras jugábamos en las afueras del pueblo durante las calurosas noches de verano. Para la eliminación de las verrugas de Blanca nos dio esta explicación que en aquel entonces no entendimos: “Si uno cree que una cosa le va a pasar, le pasa. El creer hace milagros”. Y todos nos quedamos mudos porque a él se le conocía también como “el descreído”, y porque no podíamos imaginar que por creer en el poder del brujo uno pudiera sanar.
Volviendo ya al asunto del alazán, he de decir que mi padre no era muy crédulo en los asuntos en los que supuestamente intervenía la magia, así que pensó que si alguna cosa podía resultar eficaz para eliminar la verruga del caballo, esa cosa tenía que ser el ungüento del tío Botijón, un curandero del que contaban milagros. Lo daba en un frasquito a cambio de la voluntad del afectado, aunque en este caso la voluntad era la de mi padre y el afectado era el caballo.
¡Mano de santo! Con la aplicación del ungüento la verruga se fue consumiendo y terminó por desaparecer en una semana. A cambio del pago de la voluntad, el ungüento aquel salvó el ojo del caballo y salvó su vida. También fui testigo de ello.
Muchos años después, cuando ya había cumplido yo los 35, coincidí con el nieto de aquel tío Botijón cuyo ungüento había secado de raíz la verruga del alazán de mi padre. Coincidimos, codo con codo, en las gradas de la plaza de toros del pueblo, en la que se ofrecía un espectáculo taurino. Aunque no recuerdo que hubiese hablado antes con él, entablamos conversación a cuenta de la verruga y del caballo, y me atreví a preguntarle si había heredado los ingredientes del ungüento.
―No, me dijo, los poderes los ha heredado mi hermana.
Con “los poderes” se refería a los poderes mágicos, pues es sabido que los sanadores y los brujos legan sus artes a alguno de sus descendientes. Todavía me atreví a preguntar: ¿por qué no ha patentado tu familia la pócima?, pues estaba seguro que de comercializarse tan maravillosa pócima reportaría buenos beneficios económicos. Y entonces me dio una respuesta que conmovió los cimientos de mi racionalidad.
―No, si el ungüento del frasco solo contenía vinagre y garbanzos machacados. Eran las fórmulas mágicas que mi abuelo empleaba en sus rituales las que sanaban al enfermo.
Y quedé mudo.
Desde unos años antes la psicología venía ocupando parte de mi tiempo y de mi fervor, y achacaba la sanación de Blanca al “efecto placebo” tan bien descrito con las palabras de aquel “ilustrao” de mi infancia: “el creer obra milagros”. Pero comprendí inmediatamente que las razones lógicas patinaban en el caso del caballo. O daba por bueno el efecto curativo de los rituales mágicos o daba por bueno que los caballos puedan albergar creencias y resulte eficaz en ellos el efecto placebo. Algún lector descreído puede que achaque todo a la casualidad, pero no era el primer animal que el tío Botijón sanaba con su ungüento.
En el bien consolidado armazón de mi racionalidad, ese patinazo, esa singularidad extraña y amenazadora, es una espina que llevo clavada, es un aguijón que en ocasiones hurga de forma despiadada en el acervo de mis convicciones científicas. Es una pequeña herida que se resiste a cicatrizar.
Memoria
En el relato de Borges, Funes el memorioso, Ireneo Funes da cuenta en latín y en español de los casos de memoria prodigiosa registrados en la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitridates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio…
Para enfatizar la brutal enormidad de la memoria de Funes, Borges nos propone la infinitud: «…percibía todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes ancestrales del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que solo había mirado una vez y con las líneas de espuma que un remo levantó en Río Negro la víspera de la acción de Quebracho.»
Se tienen registros de otras hazañas memorísticas increíbles protagonizadas por «sabios idiotas». Quien se sabía de memoria los nueve volúmenes del Diccionario de música y músicos de Grove; quien memorizó con una sola lectura el listín de teléfonos de Nueva York; quien es capaz de pintar en un lienzo todas las casas y barrios y calles y avenidas de Moscú habiendo mirado unos segundos una fotografía aérea de esa ciudad.
En todos tales casos cuasi espantosos el sujeto no puede olvidar. Los datos colapsan la capacidad de su cerebro y aparecen déficits en otras áreas de procesamiento cerebral como en la capacidad intelectiva o en la capacidad de relación social.
Dicen los entendidos que poseemos una memoria de hábitos, otra memoria episódica que guarda las experiencias en el orden de las imágenes de un film, y una memoria semántica que da significado a lo ocurrido. También poseemos una memoria de corto plazo o de trabajo y una memoria de largo plazo, un almacén de situaciones, hechos y aprendizajes.
Ciertos daños cerebrales son capaces de destruir la capacidad de crear nuevos recuerdos, y el sujeto olvida al cabo de unos pocos minutos todo lo experimentado. Varias series de televisión muestras las desventuras de estos protagonistas, que se ven obligados a llenar las paredes de notas escritas que les recuerden lo más relevante que les ha sucedido en el día y los encargos que han de cumplir.
A cierto personaje en la obra de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, le ocurría algo semejante. Se hallaba en una fiesta de la princesa de Guermates y saludaba cada poco a los invitados como si les conociera por primera vez.
Además de obrar de almacén de experiencias y de relacionar y gestionar su recuerdo, esto es, de evocarlos, de traerlos al escenario de la conciencia, las redes de la memoria también puede crear esas experiencias imaginativamente. Se trata del llamado Síndrome de los falsos recuerdos, y aparecen muy fácilmente por sugestión.
Y pueden resultar peligrosos. Kelly Lambert y Scott Lilienfeld, estudiosos del cerebro, aseguran que la práctica de la hipnosis y del psicoanálisis, al introducir en el paciente, sin advertirlo, falsos recuerdos, ha provocado desastres en la personalidad de una legión de personas. En los años 90, en Norteamérica, se dieron decenas de miles de demandas judiciales de pacientes de psicoanalistas contra sus padres acusándoles de violaciones durante la infancia. Un examen riguroso de los casos llevó a determinar la escasa fiabilidad de las técnicas de recuperación de memoria practicadas por el psicoanálisis, así como la inducción de falsos recuerdos de abusos sexuales en la infancia y la consiguiente creación de graves trastornos mentales en los pacientes.
Recuérdese que para el primer Freud lo sexual reina en nosotros desde la más tierna infancia, constituye nuestra esencia. Al respecto, llega a decir: «Es posible que nada importante suceda en el organismo que no contribuya con sus componentes a la excitación del instinto sexual». Así que, con esa premisa, dando por hecho de que todos los desequilibrios de la madurez provienen de conflictos sexuales de la infancia olvidados, algunos psicoanalistas, con preguntas que inducen ya la respuesta, producen en sus pacientes la formación de recuerdos falsos. Quien entró con un simple dolor de cabeza a la consulta de un desaprensivo psicoanalista, puede salir con la certeza de que fue repetidamente violado por su padre en la infancia.
Así que la memoria no es muy fiable. Y tenemos también memoria emocional. Pero tal cosa se verá en la próxima entrada.
Sobre la verdad y el rebaño. Contra los mixtificadores y los tontos.
La verdad, la única verdad posible y plausible, aunque siempre provisional, es la que se establece por consenso o, en su ausencia, por acuerdo y convenio entre los entendidos de la materia a que aquella hace referencia. También de tales requisitos precisa la verdad científica, aunque, además, tenga la someterse al imperio del experimento. La razón no basta, pues la razón suele actuar en el suelo de los prejuicios y del desconocimiento de las causas y suele levantar a menudo ilusorios castillos de arena. Hace falta el concilio y el concierto. La evidencia individual no es suficiente.
Para los mortales, la verdad lanzada por el concierto de los entendidos debe ser la más fiable, la más verosímil de todas las alternativas a ella. Pero en realidad tal acuerdo y el que sea la más aceptada tampoco la convierte en verdad. Puede ser que esté falseada adrede por un subgrupo del grupo de entendidos, un subgrupo que monopolice la voz y la voluntad ―e incluso la conciencia―del grupo total y establezca, así, una tiranía sobre él.
Una tiranía en la moda en la historia en la filosofía… en cualquier ciencia. Los ejemplos son infinitos: tiranía del marxismo sobre la filosofía y la historia del siglo XX, tiranía de Hegel sobre la filosofía del siglo XIX, tiranía del materialismo dialéctico aplicado a la biología y protagonizado por Lysenko en la URSS, tiranía del psicoanálisis en la psicología del siglo XX…
En todos los casos se produce la siguiente secuencia: se forma un grupo de aduladores-aprovechados que actúan de portavoces y profetas del rebaño de pretendidamente entendidos en el tema, sean filósofos, historiadores, psicólogos, políticos, biólogos, etc. Acuerdan la verdad y la ponen de moda, y el rebaño les sigue dócilmente practicando el sans-culottismo contra los que se oponen a ella. Consiguen que nadie se atreva a decir en voz alta que el emperador está desnudo. Tal afrenta conduce al ostracismo. El temor a ser apartado del redil con los pesebres llenos.
Las falsas verdades ―o incluso las más sublimes y oscuras tonterías confitadas al gusto del rebaño, como las de Hegel―se aposentan así en las conciencias de los hombres por decenios o por siglos sin encontrar negativas respuestas. Lo que la Iglesia practicó durante mil años, lo han seguido practicando después esas manadas de «entendidos»: la falsedad, el oscurantismo, la opresión ideológica, la siembra en los campos del pensamiento de las más oscuras estupideces… y la complicidad de las reses bípedas de esos rebaños por mor del interés económico, político, o simplemente por no parecer tonto si se atreviera a negarlo.
Y no es cosa del pasado. Se sigue idolatrando a Hegel a Lacan, al psicoanálisis, a Heidegger, a Marx, a Marcuse, y siguen tratando de enviar a otros Galileos o a otros Copérnicos o Borges al ostracismo.
Ya veremos en qué acaba el antaño llamado Calentamiento Global y ahora nombrado Cambio climático al comprobar que la Tierra ha dejado de calentarse. Se han tomado por hechos científicos lo que no son más que hipótesis, pero lo avalan los miles de investigadores del clima que viven de que el tal calentamiento cale en la conciencia de los hombres como indiscutible verdad.
Y como antaño, las discrepancias se pagan caras: se pone la señal de apestado sobre quien asegure que el emperador está desnudo.
La metafísica, sin embargo, no está desnuda, se le viste de palabrería vana. Eso sí, sigue siendo tan estéril como siempre lo ha sido.
Pequeños confites de estupideces sacras (I)
La homeopatía y el psicoanálisis no han dado jamás prueba alguna de su poder sanador (más allá del poder que ofrece el efecto placebo), pero ahí siguen, inánimes al desaliento, encandilando aún a una parte significativa de la intelectualidad, ¡y con buenas ganancias de los profesionales que las ejercen!
Pero, claro, el ser humano goza de dos cualidades que nunca han sido debidamente ponderadas: la de la credulidad y la de la estupidez.
Somos crédulos y estúpidos en grado superlativo. Si a ello le añadimos la necesidad y el deseo de curación que tiene el enfermo o el que sufre un desequilibrio mental, la credulidad y la estupidez dichas se acrecientan en ellos, pues el deseo dibuja en la conciencia fantasías dichosas (como la de encontrarse curado) que terminan por suplantar al sentido de la realidad que en esa conciencia habitaba.
A esa suplantación de la realidad por la fantasía que suscita el deseo a través de una creencia, ayuda el que ésta venga envuelta en vistosos ropajes. Por ejemplo, el psicoanálisis freudiano pone en escena un vestuario de tragedia griega:
Complejo de Edipo, complejo de Electra, moral apolínea en lucha contra lo dionisiaco de la sexualidad temprana, horda primitiva, pecado original en forma de trauma infantil…, y, sobre todo, una curación mistérica, una purificación psíquica semejante a la que se producía en los Misterios de Eleusis en la Grecia antigua, una purificación que propicia el nuevo chamán de la tribu, el psicoanalista.
En los creyentes de la homeopatía el ropaje no es muy vistoso, tan solo la guía que proporciona el dicho aquel de su creador Hahnemann, de que lo tóxico en pequeñas dosis sana. Pero lo cierto es que las sustancias homeopáticas solo contienen productos inocuos como la lactosa o el agua. La credulidad humana se encargará del resto, es decir, de que aquello que se toma es curativo.
La estupidez lleva puesto aquí el traje de lo «natural». Un número creyentes cada vez más grande, cree que lo natural sana y lo artificial mata, y se niegan a tomar antibióticos y otros remedios que la ciencia prepara. Pero un simple y objetivo vistazo a la realidad desmiente la verdad que esa creencia en la bondad de lo «natural» afirma poseer:
Natural es que uno se muera, que uno tenga enfermedades, natural era que la mitad de los niños ―en épocas no tan lejanas― muriesen al nacer de parto natural; naturales fueron las pestes y plagas que periódicamente asolaban y diezmaban Europa cuando no existían remedios artificiales.
En fin, he puesto el ejemplo de dos grandes estupideces que han sido sacralizadas, a las que una parte significativa de la intelectualidad rinde pleitesía; pero ¡que nadie se alarme!: la estupidez humana es un ave que anida con preferencia en los árboles más elevados.
Libro de ensayos acerca del comportamiento humano
Sinopsis
Ésta es una obra que incluye distintos ensayos acerca de los principales factores que rigen la conducta humana: qué factores son estos, cuál es su origen y su singular cometido, cómo se imbrican, influyen y enredan los unos con los otros… A tales preguntas trata de dar respuesta este libro, y a tal fin se analizan el instinto de poder o prominencia y la acción de los deseos y los sentimientos en los más variados comportamientos humanos. Pero, también, y como factor principal, se analiza el imperio que en la conciencia de cada individuo establecen sus singulares creencias. Las creencias dotan al hombre de una perspectiva, de unos particulares anteojos a través de los cuales mirar el mundo, pero también aportan los criterios para juzgarlo. Las creencias construyen en la conciencia de cada cual ilusiones a la medida de su temor y de sus deseos, y colocan en su horizonte imaginativo la conveniencia a conseguir. El comportamiento humano se cifra en esas complejas influencias.
ÍNDICE
- La evolución de la mente
- Lo pasional
- Instintos
- El deseo
- Funcionalidad de las emociones
- El temor y el miedo
- Los sentimientos
- Creencias mágicas y religiosas
- Las creencias en el grupo
- Las creencias
- Moral, instinto y orden social
- Moral, sociedad e historia
- Hegel y Marx
- El psicoanálisis
- Marcuse
- El «buenismo»
Nacionalismo y psicoanálisis
Tendemos a justificar nuestros actos. Solemos tener a mano una justificación para cualquier disparate o yerro que cometamos. Uno de los recursos más eficaces para ello consiste en transferir la culpa y la responsabilidad por nuestras iniquidades a los demás: considerar a los «otros» culpables de nuestros propios actos y de nuestra errada conducta.
Freud tuvo la ocurrencia de que todas las alteraciones patológicas de la personalidad adulta se gestan en la primera infancia. En Tres ensayos sobre teoría sexual, Freud, sin aportar prueba alguna (si no es la mera referencia a una supuesta investigación psicoanalítica que nunca expone), postula que las conductas sexuales en la primera infancia están en el origen de las perversiones, neurosis y alteraciones psíquicas que se producen en la madurez. Así, hablando de los niños que tienen tendencia a chupetear los labios de su madre o su nodriza, llega a decir: «Si esta importancia se conserva ―se refiere al chupeteo―, tales niños llegan a ser, en la edad adulta, inclinados a besos perversos, a la bebida y al exceso de fumar; mas, si aparece la represión, padecerán de repugnancia ante la comida y de vómitos histéricos».
Con tal ocurrencia Freud elimina de un plumazo la responsabilidad por nuestros propios actos, transfiriéndola al «ambiente» en que se desarrolló el individuo en las primeras etapas de su infancia. Ese «ambiente», que inicialmente se considera «sexual», lo generalizan posteriormente sus seguidores, de forma tal que los padres, la pobreza, el orden y organización de la sociedad en donde uno creció, pasan a ser los culpables del desvarío y de las alteraciones psíquicas de los individuos en la madurez, pasan a ser los verdaderos responsables de su conducta y de su iniquidad.
Esta transferencia de responsabilidades le viene a la izquierda como anillo al dedo: La organización capitalista de la sociedad es culpable de todos los males. El «enemigo» es culpable de todo lo que me pasa. En la corriente buenista de la izquierda se ve claramente esta transferencia: el delincuente, el estafador, el asesino, si vivieron en un entorno social humilde, no son responsables de las iniquidades que cometen; lo es la sociedad en que viven. Elusión de la propia responsabilidad.
El nacionalismo catalán tiene su burgués origen en considerarse superiores a las gentes del resto de España; tiene su origen en la doble consideración de que las cualidades individuales del catalán ―inteligencia, laboriosidad, organización social, cultura…―son muy superiores a las del extremeño, andaluz o castellano, y las colectivas de Cataluña, muy superiores a las españolas.
Pero, más que por la consideración de superioridad, el nacionalismo catalán se funda por el sentimiento de superioridad, que no es sino el sentimiento de desprecio hacia quien es considerado inferior. Por esa razón el nacionalismo, utilizando todos los medios propagandísticos a su alcance, sobre todo la televisión pública, ha tratado sistemáticamente de despreciar mediante vilipendios, burlas y engañifas, a España y sus valores. Por mor de inculcar ese sentimiento de desprecio en la población catalana, el nacionalismo ―actuando en su propio provecho―convierte a España en «el enemigo».
Con la llegada de la gran crisis que nos afecta en la actualidad, objetivamente, la consideración de superioridad se quebranta. Si la corrupción de nuestra clase política no es menor que la del resto de España, si nuestra ruina es semejante, si nuestros disparates con el ladrillo no envidian a los de cualquier otro lugar de España, si nuestra deuda es tan abultada, si Madrid es más rica que Cataluña, creernos superiores es ilusorio, tuvo que ser el pensamiento de la sociedad catalana.
Entonces, el nacionalismo dirigente, en vez de reconocer esos hechos y asimilarlos, han echado mano del mencionado recurso del psicoanálisis: transferir la responsabilidad y las culpas de la situación catalana y de los catalanes a España. El «España nos roba», el denigrar sistemáticamente a los dirigentes políticos españoles, el poner en solfa los valores y la historia de España, obedecen al intento de transferencia de culpas. La pretendida superioridad no queda, así, en entredicho, sino que su sentimiento aumenta: al apuntar a un enemigo al que se desprecia y contra el que se dirigen los sentimientos más violentos, se le está diciendo a la población que la superioridad propia no se puede manifestar por causa de la opresora y esquilmadora España. Cuando a un nacionalista se le pregunta si tiene el Tripartito alguna culpa en los males económicos y morales que padece Cataluña, su respuesta no deja dudas, España es culpable a través de Zapatero y su apéndice Montilla (que pertenece a los «enemigos» por procedencia). Así, el nacionalismo, con el nuevo hatajo de conversos ganados con ese mecanismo psicológico de transferencia de culpabilidad, castiga al PSC ―que según ellos forma parte del entramado españolista del PSOE―, y libera de culpa y premia a ERC, el gran artífice del despilfarro en Cataluña (ERC es de los «nuestros»).
Eludir la responsabilidad por los propios actos y transferirla al enemigo. Esa argucia, ese engañabobos, trae nuevos conversos al redil nacionalista. En aguas revueltas ganancia de pescadores utilizando el recurrente anzuelo de Freud.