IDEAS, AÑORANZAS Y PESARES

La niñez

Añoramos la niñez, la época en la que el mundo es inocente y todo nuevo acontecer es sorprendente y mágico. Solo ella se mantiene incólume en el recuerdo. La memoria solo mantiene vivo lo que se grabó con letras grandes y de manera profunda en la infancia. El resto lo va borrando paulatinamente y sin descanso el vendaval del tiempo.

La máscara

En el teatro griego del último Esquilo y en todo el de Sófocles intervenían dos actores y un coro. Todos ellos llevaban máscara. La máscara oculta la naturaleza que uno no desea que perciban los demás. Se adapta a los contornos del rostro, pero la modela la presencia del otro, el actor que da réplica al protagonista; también la modela el ojo ajeno que el coro representa; y la modela el drama que se cuenta, que podría ser el mismo drama que uno padece. Todos los humanos utilizamos una máscara similar a la de los actores en el teatro. Nuestra apariencia social la modela el otro, la modela el qué dirán y la modela la circunstancia vital. El teatro griego es la vida en su esencia. La vida de cada individuo es un juego de pareceres reflejado en los espejos de las miradas de los demás. Somos mera representación, mero choque de máscaras. Pero ésta se incrusta en el rostro, se hace carne, nos altera la fisonomía y la personalidad. Con el tiempo forma parte de nosotros, de nuestra esencia biológica.

Navidad, tiempo de ilusión y afecto

Vivimos tiempos de relativismo y pérdida de valores e ilusiones. Alejada la moralidad de la conciencia de uno, todo se vuelve plástico y posible, así que los instintos y deseos más inmundos tienen vía ancha para su cometido. Hoy, aseguran muchos estudios que, para cada vez mayor número de gente, no se roba, no se mata o no se viola sino por temor a ser descubierto e ir a la cárcel, y no porque su conciencia moral se lo impida. Pero todos necesitamos dosis de afecto e ilusión para seguir viviendo, y en este aspecto la Navidad cristiana ―sea uno o no creyente― los propicia y deja en el subconsciente una muesca que nos recuerda que son agradables, que merece la pena vivirlos. Sobre todo, resultan casi imprescindibles para los niños. 

Las nuevas leyes

No sé hasta qué punto la gente es consciente de que, de facto, la patria potestad de los hijos les ha sido arrebatada a los padres por el Estado. Ni en cuanto a educación ―en sentido estricto― ni en cuanto al género, ni en cuanto al embarazo, ni en cuanto a capacidad legal para administrar castigos a lo hijos o incluso afear moralmente su conducta, tienen los padres potestad legal alguna. Ni tan siquiera pueden ejercer dominio legal sobre sus animales domésticos.

La idea-símbolo

¿Quién no necesita una idea-símbolo a la que seguir, por la que luchar, por la que vivir o con la que dar sentido a su vida? Algunos la encuentran en la familia, otros en la patria, o en la ideología, o en Dios, o en el Partido, o en el poder, o en la prominencia social, o en la quietud espiritual o en la poesía o en la conquista.

Baluartes que defender

Defiendo dos principios en que basar la acción social: la razón y la libertad. La razón en el sentido que Bertrand Russell da al término, como utillaje intelectivo para buscar la verdad. La libertad, en dos sentidos, como potencia y como posibilidad. Como potencia que me permita desenvolverme como individuo en el buen obrar; como posibilidad que impida que los demás puedan negar mi individualidad. Pero razón y libertad necesitan el aditivo de la ilusión. Sin ella, la razón se detiene ante el menor obstáculo o se desvía de su camino; y, sin ilusión, la libertad conduce al tedio o a la crueldad o a la adicción o al suicidio.

El enemigo de mi enemigo es mi amigo

La izquierda mundial era antiglobalista antes de que el «demonio» Hillary Clinton, llevando de la mano al presidente Obama, incendiara de guerras todo Oriente Próximo, produciendo cientos de miles de muertos y millones de desplazamientos. Esa izquierda se manifestaba con virulencia contra la firma de los Acuerdos TPP y TTIP (Transpacífico y Transatlántico) que pretendían asegurar el poder globalista norteamericano. Pero todo cambió cuando Trump ganó las elecciones y rechazó dichos Acuerdos. En ese preciso instante, la izquierda se hizo globalista. El enemigo era ahora Trump, el nuevo Satán que necesitaba la izquierda. Obama causó y mantuvo guerras sin cuento, mantuvo la prisión de Guantánamo, expulsó a casi un millón de inmigrantes y, como recompensa, le otorgaron el Premio Noble de la Paz. Trump acabó con las guerras, desmanteló Guantánamo, no expulsó a migrante alguno, pero Trump es Satán. Así piensan y obedecen los rebaños.

Mesías y Plutocracia

La Democracia no pasa de ser una excepción a la regla del Totalitarismo reinante a lo largo de la Historia. Ha ido apareciendo, aquí y allá, como sombra errante, sin permanecer mucho en un mismo sitio. La han defendido algunos pueblos griegos antiguos, algunas comunidades puritanas o albigenses…, y ha cobrado cierta relevancia en Occidente en los dos últimos siglos, pero, incluso en tales casos, la plutocracia ha moldeado sus leyes. Sin embargo, esa plutocracia, ahora globalista, ha decidido acabar con ella. La eficacia del modelo chino ha convencido a sus miembros. Cuando el Club Bilderberg o el Club de Roma o desde el Foro Económico Mundial «invitan» a un político, sea éste del color que sea, es como cuando los antiguos griegos participaban en los misterios de Eleusis: salían transformados, ya no eran los mismos, pasaban a ser iniciados en los misterios. Ciudadanos, PP, PSOE, que se sepa, están a los que esa plutocracia les mande. Pero lo más sangrante es que ¡los mesías rojos del continente europeo y americano son uña y carne con los plutócratas!

Cayetana Álvarez de Toledo, ¿políticamente indeseable?

Como portavoz del Partido Popular (PP) en el Congreso de Diputados, Cayetana Álvarez de Toledo desarboló con su verbo certero y ágil la imagen política de Pablo Iglesias Turrión, líder populista cuya declarada intención es la destrucción del sistema político español y a imposición de una dictadura comunista. El pago que recibió por ello del líder de su propio partido, Pablo Casado, fue su destitución de la portavocía que venía ejerciendo, y el arrinconamiento político.

La sombra de Caín es alargada y gravita demasiado a menudo sobre la política española. El líder del PSOE y presidente del gobierno de España, Pedro Sánchez, se rodea de descerebrados e inútiles para su propio realce. Pablo Casado, líder del PP, metafóricamente, escupe y aparta de un manotazo a la mente más preclara del panorama político español; a la mejor y más lúcida oradora del Parlamento. Los motivos de uno y otro son claros: los mediocres con poder tratan de evitar a toda costa que alguien cercano les haga sombra.

Uno puede entender que los políticos de la izquierda —con repugnancia notoria a todo cuanto huela a mérito o distinción— declaren a Cayetana persona non grata y la consideren enemiga mortal. Uno puede, también, entender que sus compañeros políticos del PP —preocupados esencialmente en tener el pesebre bien lleno— abjuren de ella, siguiendo instrucciones de su acobardado líder Casado. Sin embargo, ha sido una gran sorpresa para mí el comprobar que tampoco entre las gentes que no viven de la política tiene Cayetana mucho predicamento. Creo entender el porqué.

Tiene que ver con el cúmulo de ideas y valores asociados al concepto Ilustración. La Ilustración germinó en Escocia, Inglaterra y los Países Bajos, y tuvo un punto álgido en el limen de la Revolución francesa. Por sintetizar, diré que significa el triunfo de la razón sobre el dogma. Cayetana es, en todo el amplio sentido del término, una mujer ilustrada; digo más: Cayetana simboliza hoy, como ningún otro,  la Ilustración. Pero tal dignidad es hoy en día un pecado grave.

Ahora que la ONU y otros organismos han creado la Iglesia del Cambio Climático —con su muy activa Inquisición—; ahora que han vuelto la caza de brujas, los dogmas, las santidades con pereza mental al modo de  Greta Thunberg; ahora que vuelven los tiempos oscuros y tenebrosos, que todo es engaño y ocultación; ahora que la gente rinde vasallaje a cualquier memez si viene sentimentalmente repleta…; ahora, digo, la distinción, la cultura, la inteligencia, la valentía de Cayetana en defensa de la nación española y de sus valores constitucionales, es una total afrenta para todas esas huestes que esperan temerosos un apocalipsis climático, y, esperanzados, un nuevo orden mundial. Todas esas huestes que rechazan por malvado todo cuanto signifique verdad, sentido común y razón.

Cayetana Álvarez de Toledo arrastra consigo la mácula de ser excelsa en su argumentación, y eso la envidia no lo perdona. Cayetana lleva dentro de su pecho el signo de la Ilustración, y eso no lo perdonan los defensores de la barbarie y el dogma. Cayetana es valiente e inteligente, y eso es un desmérito para los cobardes y los mediocres. Por todas estas razones es repudiada por las masas.

Aunque, si uno lo piensa bien, lo sobresaliente siempre ha sido excepción y la envidia siempre ha sido compañera de la mediocridad. Si uno lo piensa bien, la Ilustración no ha penetrado nunca en el corazón de las gentes, que prefieren la seguridad del dogma y la emotividad como valor. Al fin y al cabo, la razón es de manejo arduo, mientras que el pensamiento mágico surge de la espontaneidad. Al fin y al cabo la democracia es solo una rara anomalía histórica, así que vuelven a su lugar de siempre las inquisiciones, las dictaduras y los dogmas. Ahora la Ilustración y sus símbolos son «fascistas».

Libre albedrío I

CEREBRO

En un sentido estricto significa que mediante los mecanismos de la mera conciencia somos capaces de decidir nuestra acción en el mundo. Esto es, que al «yo consciente» le corresponde la autoría de nuestras decisiones; y que  tenemos autonomía, que «nuestras» decisiones no están predeterminadas ni forzadas desde otros ámbitos «fuera» de la conciencia. De forma radical y extrema, el libre albedrío implicaría que es de la acción exclusiva de la conciencia de donde surgen los motivos de la decisión y la decisión misma.

Claro está que la supuesta  acción de los mecanismos de la conciencia reduciría los procesos que tienen lugar fuera de ella, en el subconsciente, a meros comparsas y servidores silentes de la razón, que los  gobernaría con manu militari y absoluto control. Evidentemente, no es así la cosa. Las pasiones emergen desde las afueras del control de la razón sin que la conciencia sepa siquiera de las causas profundas de su emergencia.

Así que, obviamente, no existe en nosotros el libre albedrío en el sentido estricto antedicho. Pero conviene averiguar con qué sentido y en qué grado se puede hablar de la autoría y autonomía del yo consciente en la decisión, y, consecuentemente, con qué sentido y en qué grado el libre albedrío.

Ello dependerá del papel que la entidad conciencia juegue en la holística estructura del organismo y de su acción: de la interrelación de los diversos sistemas orgánicos –entre los que se encuentran los propios de la conciencia–, de la comunicación que establezcan entre sí, de la dependencia, subordinación y control de los unos sobre los otros…

Con la intención señalada anteriormente, conviene poner en claro una premisa que resulta obvia desde el punto de vista evolutivo: todos los sistemas que obran en el organismo han sido pergeñados como adaptaciones evolutivas, por la utilidad que mostraron para que el organismo sobreviviera en el medio considerado (o porque no resultaron ser un impedimento vital).

También conviene realzar algunas cuestiones conocidas: sólo somos conscientes de aquello que supone alguna actividad del neocórtex. Pero para que se produzca algún grado de consciencia, deben entrar en funcionamiento muchas partes del cerebro que operan en el subconsciente. La memoria, la atención, las sensaciones, el pensamiento, la razón… son componentes principales de la conciencia, sin embargo, ¿sabemos algo de su emergencia?, ¿sabemos algo de las causas por las que un pensamiento, un deseo o una emoción surgen a la conciencia (en cuyo plano son reconocidas)? Brotan de un hontanar  subterráneo del predio conciencia, más allá de él, más profundo, oculto;  y lo hacen «mostrándose», pero sin mostrar las causas de su emergencia.

Bien, vayamos al grano. Se trata de decidir sobre un asunto en cuestión. Por lo tanto, considerando  que la decisión se produjera en el plano de la conciencia, se trataría de conocer conscientemente lo que al tal asunto convendría, y aquello de lo que resultase mayor conveniencia  resultaría ser la decisión. Pero pudiera ser que el organismo dispusiese de otros sistemas para «reconocer» la conveniencia, sistemas distintos a los de la conciencia; al fin y al cabo la funcionalidad del organismo se asienta en percibir, en su sentido más amplio, las amenazas y posibilidades del medio, y responder adecuadamente a ellas con la finalidad teleológica de sobrevivir. Por ejemplo, en situaciones de inmediato peligro, la amígdala «responde»  incluso antes de que dicho peligro se haga consciente. En tal caso es el sistema límbico (en donde se halla la amígdala), desde el subconsciente, quien ha «decidido» y quien impulsa a la acción. En otras palabras: es la amígdala quien ha «reconocido» el peligro y quien tiene dispuesta la acción «conveniente» para gestionarlo.

Se saca en claro con este ejemplo que el organismo-en-pleno dispone de otros sistemas distintos a los propios de la conciencia para reconocer ciertos eventos relevantes para supervivencia y responder a ellos convenientemente. El organismo tiene codificada la situación y la respuesta a ella; y en dicha codificación participa usualmente la experiencia, aunque resulte innato el automatismo de la respuesta. Los deseos y los instintos actúan así. Vemos a una hermosa mujer y la deseamos, pero no es «nuestra» la decisión de que tal deseo surja, y menos de que fulja como lo hace; no es una decisión de la conciencia, del «yo consciente». Ni lo es el que sintamos un frío temor cuando un mal aliñado desconocido se dirige a nuestro encuentro en un sombrío callejón. Tampoco es de la incumbencia de ese «yo» la «decisión» de huir como alma que lleva el diablo en tal circunstancia; ni de que miremos con ojos vidriosos y sentimiento anhelante los pechos de la mujer. Se trata de meros reflejos, de acciones instintivas sobre las que la conciencia obra y se percata después, al cabo de unas décimas de segundo.

Así que, actuando fuera del plano de la conciencia, mediante mecanismos automáticos, el organismo «reconoce» objetos y hechos relevantes para la supervivencia (objetos y hechos que estima «convenientes» o «inconvenientes» para la supervivencia) y responde a ellos según esa conveniencia. Ya lo señaló Descartes: «El deseo es la agitación del alma causada por los espíritus, que la disponen a las cosas que ella se representa como convenientes». Se ha de resumir, pues, diciendo que el organismo dispone de varios sistemas distintos para el «conocimiento» de la realidad. Algunos como la razón, situados en la superficie de la conciencia, y otros escondidos en sus subterráneos. Desde estas ocultas profundidades, el instinto y el deseo nos lanzan hacia lo que el organismo estima «conveniente» para la supervivencia, mientras que el miedo nos retrae de lo que el organismo estima «inconveniente» para sobrevivir. El organismo, considerando su holística estructura funcional, «reconoce» de forma distinta a como conocen los mecanismos de la conciencia.

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Expongo un ejemplo burdo con la pretensión de evidenciarlo. El del hombre casado al que la convivencia prolongada con una compañera de trabajo hace caer en la tentación erótica que se concita entre ellos, y que practica con la susodicha un rápido y ardiente intercambio sexual. Como el tal individuo sigue enamorado de su mujer (no hace aún un año que se conocen), su conciencia le avisa primeramente de que el deseo suscitado no resulta conveniente, y más adelante, tras de la consumación del deseo, le regala un sentimiento de culpa acompañado de un cierto  displacer o malestar, y le avisa de nuevo de los peligros y problemas que pueden surgir y de lo inconveniente de la acción realizada. Resulta, así, que los mecanismos de la conciencia reconocen inconveniencia, mientras que, ¡ah, aparente incongruencia!, otros mecanismos más primitivos, causantes de los instintivos, son «reconocedores» de lo conveniente de la acción. El organismo ha tenido que optar entre la conveniencia propuesta por la razón y la «conveniencia» propuesta por el deseo sexual. Ha tenido que optar… y «decidir».  Deducimos de ello que el organismo dispone de al menos dos sistemas distintos de «conocer», y que, en este caso,  los dos muestras conveniencias distintas. La memoria, el pensamiento, la razón, nos dan desde el plano de la conciencia (con titubeos, con cambio de criterios, con análisis antagónicos, a veces, de los asuntos) un dictamen de lo que conviene; mientras que, desde zonas subcorticales, obrando en el ámbito de lo insconsciente y «disparando» desde allí, las emociones y los instintos nos dan otro dictamen diferente. Tal vez convenga recordar que el organismo se dirige hacia lo que percibe «conveniente» mediante los deseos y los instintos, instrumentos estos del organismo, antiquísimos, y que velan por su supervivencia

Hasta aquí, no obstante, he considerado que esos sistemas actúan independientemente entre sí; lo cual es falso. Se hallan interconectados y se proyectan influencias mutuamente. Tradicionalmente la razón nos hacía humanos y el instinto nos hace animal, y tradicionalmente han sido considerados independientes, y han sido considerados «puros» en el sentido de que cada uno de ellos actúa con una finalidad bien definida y determinada; pero ese es un modelo ideal que no se atiene al verdadero carácter de promiscuidad e interrelación con que se manifiestan en nosotros esos instrumentos que son la razón y el instinto. Lo cierto es que en el cerebro existe una imbricación íntima de la corteza asociativa, responsable en gran medida de la conciencia, con los sistemas subcorticales responsables de las pulsaciones más primitivas.  Es manifiesto que emociones e instintos invaden con su acción el plano de la conciencia, influyendo de manera característica en su funcionamiento e incluso en misma emergencia. Y también los mecanismos de la conciencia influyen decisivamente en el desarrollo, en el modelado, en la magnificación o atenuación de los disparos emocionales e instintivos. La cosa se complica aún más porque en el conocimiento (y en el «reconocimiento») de la conveniencia (y de la «conveniencia») que procuran la conciencia y el sistema instintivo intervienen, como sistema evaluador, las emociones. Para aclarar estas cuestiones expongo a continuación un caso muy similar al expuesto anteriormente.

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De nuestra historia evolutiva conservamos una gran avidez por las grasas y los azúcares (los Mac Donald y las pastelerías o las tiendas de chuches se han creado a la sombra de esa avidez nuestra). En nuestro pasado de escaseces fueron sustancias muy demandadas por su alto valor calórico y, en el organismo, consecuentemente con ello,  se esbozó un especial placer gustativo por ese tipo de productos. Sin embargo, en la actualidad y en los países occidentales, la abundancia de tales nutrientes y el escaso gasto metabólico que realizamos por actividad  han motivado que ya no resulte conveniente el tomarlos.  Algunos tipos de diabetes, el sobrepeso, problemas del corazón, respiratorios… son los disgustos que nos causa ese «obsequio» de la evolución humana que es la avidez por ellos. El caso es que «nos los pide el cuerpo»; esto es, el organismo «reconoce» que dichos alimentos representan un bien a conseguir para nuestra supervivencia y, movilizado en el placer de consumirlos, nos impulsa a ello. No obstante, la conciencia nos avisa de lo poco convenientes que resultan. ¡Y el organismo se encuentra en un brete!, ¿a quién hago caso?  Claro, puede aducir alguien: «en eso consiste el libre albedrío, en la posibilidad de imponer las razones de la razón frente a las pasiones». Pero no es tan sencilla la cosa. En primer lugar, porque la razón no actúa sola. Mediante la razón analizamos los pros y contras de tomarlos y de no tomarlos, pero quien íntimamente valora los dichos pros y contras no es la razón, sino las emociones. Es el peso emocional que nos suscitan los pros y los contras quienes dirigen el análisis de la razón y finalmente quienes dan el veredicto. ¡Y dicho más exactamente!: como aún en un substrato de la emoción se hallan el placer y el displacer del miedo al peligro, estos son en última instancia quienes dan el veredicto que la razón sólo se encarga de reconocer y transmitir. Ante el pastel de marras el sujeto obeso siente que todo su  cuerpo está conjurado para engullirlo, pero una voz de peligro (de miedo condicionado a ciertos productos) trae la memoria que avisa: ¡cuidado, si engordas no gustarás a fulanita!, ¡cuidado, si comes ese pastel te sentirás molesto contigo mismo después!, ¡cuidado, con esa tripa que se te está poniendo, pues serás el hazmerreír de la oficina! Y también escucha los gritos del placer: ¡qué más da un pastel más o menos, si tiene tan buen aspecto!, ¡total, la vida son cuatro días y hay que aprovecharlos!, ¡ya estoy harto de pasar hambre y no consigo adelgazar!… La razón no ha tenido que ver en la emergencia de unos gritos u otros, sino que obedecen a motivos de miedo o placer.

 CONTINUARÁ…

De lo lógico y lo mágico

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Mi modo de mirar el mundo y las vicisitudes sociales nunca ha sido frío pero sí  racional. Empeño pasión en indagar las causas de los hechos y en intentar vislumbrar las consecuencias de las acciones. En aras de que brille la verdad, me he batido contra todo tipo de oscurantismos y supersticiones, y empleo para ello toda la artillería de mi razón y mis conocimientos.

Contra las autoproclamadas Ciencias adivinatorias, como la astrología y la quiromancia; contra los defensores de los llamados fenómenos paranormales; contra los avistamientos de OVNIs y contra arcaicas supersticiones; contra ese deísmo o panteísmo tan en boga que santifica lo “natural” y da por excelso cualquier absurdo o cualquier estupidez seudomística si viene envuelta en la bandera del ecologismo; contra todos esos dislates me he batido.

También me he batido contra ese sinsentido que es la Homeopatía; contra la oscuridad huera de muchas filosofías; y contra la pretensión de tildar de ciencia al psicoanálisis, cuando el hecho es que no ha  presentado jamás prueba científica ni sanación alguna.

Me jacto de poseer unos buenos anteojos para atisbar las razones de las cosas más allá de su apariencia, y creo firmemente que la magia no tiene lugar en este mundo. Pero…

Verán:

Siendo yo niño tenía mi padre un caballo alazán muy fiero para el trabajo, de dócil trato y de mucha utilidad para las labores del campo. Le creció a aquel alazán una verruga en el lagrimal del ojo. Una verruga de tan gran tamaño que  cubría todo su ojo izquierdo  y lo invalidaba como animal de tiro y carga. El veterinario del pueblo ―pues mi familia era rural―dictaminó que era preciso sacrificarlo. Mi padre, de escasos medios económicos y apegado al caballo, se resistió a ello.

Pero antes de seguir con el caso he de aclarar que estoy hablando de finales de los 60 del pasado siglo, de España y de 4.000 habitantes; y ningún pueblo que se preciase carecía de brujas y sanadores varios. Se les llamaba para quitar el mal de ojo, sanar las torceduras, aliviar los retorcijones de tripas y, alguna vez que otra, para eliminar verrugas. Éstas se contaban con minuciosidad y ya bastaba. Del resto se encargaba el ritual que el brujo o la bruja ejercían misteriosamente en su propia casa. Según se decía ―pero, ¡vaya usted a saber!― en el ritual participaban ciertos rezos, el agua bendita, la media noche y el viernes. Las verrugas desaparecían sin más. Eso decían las gentes del lugar.

Si la memoria no me falla, las malas lenguas aldeanas achacaban a alguna bruja trato con Dios, mientras que a una, joven, muy señalada ―que ya había enviudado en cuatro ocasiones―le achacaban trato con el diablo.

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Yo doy fe del siguiente suceso. Blanca, la hermana mayor de uno de mis mejores amigos, tenía desde 10 años antes el cuerpo repleto de verrugas. La visitó el brujo. Le contaron todas sin dejar ninguna.  Tenía165. Marchó el brujo. Pasaron dos semanas. La muchacha, de 16 años, se levantó aquella mañana,  se quitó el camisón y quedó desnuda, fue a sacar el vestido del armario y vio de refilón su cara en un espejo deslustrado. Desvió su atención hacia el vestido y de pronto le vino a la cabeza la discordancia. Se volvió a mirar en el espejo: todo su cuerpo estaba limpio. Aquella misma mañana, después de muchos años, salió a la calle acompañada por su madre. Yo la vi y días antes la había visto en su casa. Las verrugas de su cuerpo habían desaparecido.

Aunque no  supe interpretarlo hasta mucho después ―tendría yo entonces diez u once años― un hombre entrado ya en la vejez nos dio a mí y a mis amigos la explicación lógica del hecho de la eliminación de las verrugas de Blanca. Se le conocía como el “ilustrao”, y vivía solo y apartado de las gentes. Era greñudo, desaliñado, y su extravagante indumentaria se adornaba de retales, remiendos y rotos. Pero no le rehuían las gentes por esa causa, sino por ser un descreído. Descreía de las razones mágicas que utilizaban los aldeanos y prefería las lógicas, que siempre tienen menos predicamento. Por esa razón le rehuían. El caso es por unas causas u otras prefería la compañía de los muchachos mientras jugábamos en las afueras del pueblo durante las calurosas noches de verano. Para la eliminación de las verrugas de Blanca nos dio esta explicación que en aquel entonces no entendimos: “Si uno cree que una cosa le va a pasar, le pasa. El creer hace milagros”. Y todos nos quedamos mudos porque a él se le conocía también como “el descreído”, y porque no podíamos imaginar que por creer en el poder del brujo uno  pudiera sanar.

Volviendo ya al asunto del alazán, he de decir que mi padre no era muy crédulo en los asuntos en los que supuestamente intervenía la magia, así que pensó que si alguna cosa podía resultar eficaz para eliminar la verruga del caballo, esa cosa tenía que ser el ungüento del tío Botijón, un curandero del que contaban milagros. Lo daba en un frasquito a cambio de la voluntad del afectado, aunque en este caso la voluntad era la de mi padre y el afectado era el caballo.

¡Mano de santo! Con la aplicación del ungüento la verruga se fue consumiendo y terminó por desaparecer en una semana. A cambio del pago de la voluntad, el ungüento aquel salvó el ojo del caballo y salvó su vida. También fui testigo de ello.

Muchos años después, cuando ya había cumplido yo los 35, coincidí con el nieto de aquel tío Botijón cuyo ungüento había secado de raíz la verruga del alazán de mi padre. Coincidimos, codo con codo, en las gradas de la plaza de toros del pueblo, en la que se ofrecía un espectáculo taurino. Aunque no recuerdo que hubiese hablado antes con él, entablamos conversación a cuenta de la verruga y del caballo, y me atreví a preguntarle si había heredado los ingredientes del ungüento.

―No, me dijo, los poderes los ha heredado mi hermana.

Con “los poderes” se refería a los poderes mágicos, pues es sabido que los sanadores y los brujos  legan sus artes a alguno de sus descendientes. Todavía me atreví a preguntar: ¿por qué no ha patentado tu familia la pócima?, pues estaba seguro que de comercializarse tan maravillosa pócima reportaría buenos beneficios económicos. Y entonces me dio una respuesta que conmovió los cimientos de mi racionalidad.

―No, si el ungüento del frasco solo contenía vinagre y garbanzos machacados. Eran las fórmulas mágicas que mi abuelo empleaba en sus rituales las que sanaban al enfermo.

Y  quedé mudo.

Desde unos años antes la psicología venía ocupando parte de mi tiempo y de mi fervor, y achacaba la sanación de Blanca al “efecto placebo” tan bien descrito con las palabras de aquel “ilustrao” de mi infancia: “el creer obra milagros”. Pero comprendí inmediatamente que las razones lógicas patinaban en el caso del caballo. O daba por bueno el efecto curativo de los rituales mágicos o daba por bueno que los caballos  puedan albergar creencias y resulte eficaz en ellos el efecto placebo. Algún lector descreído puede que achaque todo a la casualidad, pero no era el primer animal que el tío Botijón sanaba con su ungüento.

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En el bien consolidado armazón de mi racionalidad, ese patinazo, esa singularidad extraña y amenazadora, es una espina que llevo clavada, es un aguijón que en ocasiones hurga de forma despiadada en el  acervo  de mis convicciones científicas. Es una pequeña herida que se resiste a cicatrizar.