Ideas que cambiaron el mundo

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Las ideas que han ido cambiando el mundo de las relaciones sociales con más ímpetu no han sido ideas profundas y ni siquiera son las que nos cuentan. De manera típica han sido ideas simples conducidas por deseos, obsesiones e intereses, y a las que el predicamento social alcanzado hizo grandes. Mediante esas pequeñas ideas se encauzaron las pasiones de las gentes –y en eso reside su virtud—a propósitos que parecían ilusionantes y liberadores.

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La idea de Karl Marx de que el tren de la historia traería de manera inexorable el paraíso comunista (idea sustentada en la fe en esa chistera de prestidigitador llamada Materialismo dialéctico, de la que el marxismo saca indistintamente un conejo o un elefante), agavilló el resentimiento de los más menesterosos, germinó ilusiones en sus conciencias, y les señaló el norte de derribar el orden social establecido.

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Otra idea aún más exitosa fue la idea que condujo al Capitalismo. Fue formulada por Adam Smith, que estaba imbuido de la idea calvinista de la Predestinación y de la Soberanía de Dios, y viene a decir que los hombres son egoístas por naturaleza, así que conviene dejar que se comporten egoístamente en lo económico, pues la mano de Dios, que todo lo gobierna, les impulsará a conseguir de forma inconsciente el mayor bien posible para la comunidad. La mano de Dios viene representada por el mercado. Si a tal idea le añadimos otra idea calvinista, la que argumenta que el éxito en la vida es signo de estar poseído por la Gracia divina, nos explicamos la carrera hacia el éxito que se produjo en el comercio, en las finanzas, o en cualquier otra actividad social en el Reino Unido durante los siglos XVIII y XIX. Y nos explicamos también, en términos comparativos, la miseria y la opulencia que genera la idea del capitalismo.

Rousseau buen salvaje

Una idea mucho más simple que éstas se halla actualmente en la cresta de la ola. Fue Rousseau –cuya vida e ideas presentan grandes incoherencias—el padre de la criatura. En esencia dice que ‘el hombre es bueno por naturaleza’, cosa que no resiste el más ligero análisis pero que empapó las utopías liberadoras hasta Habermas y Marcuse, que se quiso plasmar en lo que se denominó ‘el nuevo hombre soviético’, y que boga viento en popa en el ‘buenismo’ social.

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En muchas ocasiones ‘la idea’ ha sido presentada con el apoyo de ‘la voz de Dios’. La alucinación de Pablo de Tarso en su viaje a Damasco, viendo el resplandor de Dios y oyendo su voz (se conjetura que San Pablo era epiléptico), fue la causante de que el cristianismo –hasta entonces una religión exclusivamente judía—se extendiese a todo el Imperio Romano, pues Pablo era ciudadano romano. La prédica cristiana, amoldada a las ideas del de Tarso, percutió a partir de entonces en el corazón de los más míseros del imperio. Nada menos que ofrecía el inmediato fin de los tiempos y aparecer, resucitado, a la derecha del Padre.

juana de arco

Juana de Arco también escuchó la voz de Dios, y dando, con su vigor y su fe, el ánimo y el orgullo a la nobleza y al pueblo francés, a los 17 años encabezó el ejército que expulsó a los odiados ingleses de Francia.

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En un maniaco cabo austriaco la voz de Dios se transformó en la voz de la raza. Apenas había en Hitler otra cosa que la presunción de la superioridad racial del pueblo alemán, pero una larga tradición germana en ese sentido –en la cual destacaba Prusia—, unida a la humillante derrota sufrida en la Gran Guerra y al cataclismo de la República de Weimar, hizo posible que sus ideas raciales calaran en la población. Aportaban orgullo, señalaban a los judíos como culpables de su desgracia, y prometían grandeza imperial. Pero sus ramplonas ideas condujeron a Alemania y a Europa al descarrilamiento. Valga como ejemplo de que las ideas más simples o más peregrinas pueden enseñorearse de la conciencia y del corazón de las gentes si encuentran el clima moral y cultural apropiado para crecer.
En todos los grandes Mesías –grandes paranoicos—la idea se convierte en una deidad a la que hay que adorar, y en cuyo altar se celebran y se convierten en lícitos todos los sacrificios. Los Mesías se encadenan a una idea y encadenan también al pueblo al que quieren salvar. La idea actúa como una luz con la que se columbra a lo lejos un mundo nuevo; actúa como un símbolo hipnotizador o como una campana tocando a rebato a la población. Bajo su estandarte todos los crímenes están justificados.

jemeres rojos

La democracia, la libertad, la vida, se han ofrecido impunemente en el altar del comunismo. La tan celebrada Revolución soviética de Octubre no fue otra cosa que una revuelta armada contra el gobierno socialdemócrata de Kerensky. La idea del comunismo desembocó en millones de ajusticiamientos y de una represión de libertades y una infusión de miedo a la población como pocas veces se había dado en la historia. El Gran Salto Adelante, dirigido por Mao en China, trajo casi 40 millones de personas muertas de hambre. A Mao se le ocurrió la idea de producir acero en cada casa de agricultor, por lo que debían abandonar la agricultura. En Camboya, el comunismo maoísta tuvo la idea de implantar un sistema totalmente agrario, evacuando las ciudades y destruyendo la civilización urbana. El resultado fueron casi dos millones de camboyano asesinados.

Recordemos a Robespierre y su idea de la República como bien absoluto. Ante ella todo debía doblegarse y cualquier asesinato estaba justificado. Todo era válido para el propósito de República: dar un golpe de Estado, declarar la guerra a media Europa, instaurar la nueva religión del Ser Supremo, y guillotinar a todo aquel que dudase.
En estos últimos casos no es la voz de Dios ni la voz de la raza quienes aportan argumentos y fuerza a la ‘idea’, sino otra deidad, la voz del pueblo. Esa voz es la que sirve para legitimar todo tipo de tropelías, desmanes, asesinatos y represiones. Con su ayuda se pretende instaurar el totalitarismo.
Para alucinar a las masas, los mesías de la idea no tienen que ofrecer razones, sino levantar sentimientos, y, si acaso, engañar convincentemente prometiendo un paraíso. Contra la ingenua creencia de los filósofos de cualquier época, la razón ha dicho poca cosa en la germinación de los acontecimientos sociales e históricos. A la res humana en su aprisco solo la mueve las alucinaciones, los deseos y los sentimientos.

Del reparto justo

lobo

En mi anterior entrada Psicología, sentimientos e injusticia, hablé de la tendencia humana a percibir como justo aquello que nos produce satisfacción o conveniencia. Hoy voy a hablar acerca de la posibilidad de determinar un sentido de lo justo que desde la razón económica resulte irrebatible argumentalmente, aunque no lo sea desde la razón que alegan los sentimientos.

De lo arduo que resulta el sentar alguna base sólida desde donde poder abordar con ciertas garantías de ecuanimidad el juicio sobre lo justo o injusto de un asunto o de un dictamen, da cuenta el sorprendente hecho de que poseemos un mecanismo neuronal que procura por la justificación de los propios actos y creencias. Las neurociencias lo han puesto de manifiesto mediante experimentos que no viene a cuento detallar.

Si lo que percibimos justo obedece a nuestro interés ―a la satisfacción, conveniencia o grata sentimentalidad que nos produce―irremediablemente nos encontramos sobre arenas movedizas a la hora de señalar “imparcialmente” lo que consideramos justo. Es decir, al responder  al interés personal, lo justo no se puede universalizar, cada cual tendrá su propio sentido de la justicia y generalmente no coincidirá con el sentido que aprecien los demás.

Tal vez se aclare lo dicho echando mano del sentimiento de la compasión, que constituye una de las bases de la moral (las principales bases sentimentales de la moral son la vergüenza y la culpa).

La compasión, que surgió evolutivamente con la “finalidad” de cohesionar los grupos humanos, puede, no obstante ser tan alabada, producir una interpretación de lo justo deleznable. Me detengo un instante en analizar algunos de los posibles efectos de establecer lo justo compasivamente, es decir, poniendo a la compasión como juez.

Empecemos por señalar que nuestro cerebro construye mentalmente un “nosotros” y un “ellos”, y juzga de manera radicalmente distinta las acciones de quienes catalogamos en un grupo o en otro. Con uno de los “nuestros” vale la disculpa, la compasión, el afecto…; con uno de “ellos” vale el odio, el culpabilizar, el juicio perverso de sus actos…

En los distintos grupos políticos, religiosos, familiares, económicos, etc., es fácil de ver esa radical diferenciación del juicio que emitimos acerca de un mismo acto cuando éste es realizado por uno del propio grupo o cuando lo realiza un individuo del grupo oponente. Acerca de un tema de tan candente actualidad como es el del terrorismo islamista, se han llegado a escuchar voces de algún sujeto de la extrema izquierda que ha llegado a justificar los atentados de París: en el “nosotros” de ese sujeto se encuentran los islamistas radicales. Eso explica su aberrante juicio.  Otro caso semejante de disparidad de juicios sobre lo justo de una acción o de un reparto, dependiendo del sujeto implicado, se manifiesta en algunos animalistas que, con evidente pasión, declaran que es de justicia otorgar a los animales iguales derechos y condiciones de vida que los poseídos por los humanos, y pretenden que se penalice con graves penas a quienes no los respeten, mientras que se muestran indiferentes ante las calamidades que pueden estar padeciendo un grupo de humanos. En su “nosotros” se encuentran los animales.

Así que la compasión, que depende de la categoría  “nosotros”,  no resulta ser un buen aliado para determinar un sentido de lo justo que resulte universalmente aceptado con argumentos de la razón, aunque  lo sea con argumentos sentimentales.

Veamos un caso de reparto de bienes que universalmente es considerado justo. Malinowski descubrió durante sus investigaciones con pueblos primitivos que la base del orden social en las sociedades pequeñas es el Principio de Reciprocidad. Te doy, te ayudo, te presto, colaboro en tu empresa, en la esperanza de que tú me devuelvas en igual medida. Bien es verdad que cuando dos individuos cooperan a partes iguales en una determinada labor, en el fuero interno de cada uno de ellos se desea obtener el mayor beneficio posible, aun a costa de mermar el beneficio del otro cooperante. Recuérdese que nuestra esencia es el egoísmo. Pero ambos perciben que lo justo es la igualdad en el reparto de beneficios por haber sido la misma la aportación de cada uno de ellos. Es esta una estrategia apropiada para el mantenimiento de la relación cooperante, que evita disputas y sentimientos de agravio. Al proporcionar tales ventajas a la actitud cooperante, es decir, al obtener ambos cooperantes beneficios de la cooperación, las acciones, las ayudas y los repartos basados en el Principio de reciprocidad se perciben universalmente como justos. Si uno de los cooperantes recibiese menos de lo que le corresponde según el principio nombrado, se sentiría agraviado y ello sería un factor decisivo para dejar de cooperar y para el enfrentamiento.

El tal principio lo podemos extender al caso en el que uno de los cooperantes aporta a la cooperación en mayor medida que el otro. Parece obvio en tal caso que lo justo sería el reparto equitativo de recibir en proporción a lo que se ha aportado. Pero no resulta tan obvio como parece porque cuando se hacen aportaciones desiguales aparece la consideración del mérito de cada cual, y medir este mérito conlleva graves complicaciones. Sirva de ejemplo del desacuerdo en los criterios con que medir el mérito la propuesta marxista: “De cada cual según sus capacidades, a la cual según sus necesidades”.  Una propuesta ilusa que ha traído el desastre económico a todos los países que han ensayado modelos comunistas; pero también una propuesta que pone de manifiesto el gran desconocimiento de la naturaleza humana de que Marx y Engels hacían gala. Simplemente negaban el mérito ¡y esperaban que todos cooperasen con todas sus fuerzas!

Y es que si un individuo presenta, en una cooperación con otro, más méritos que éste, por ejemplo, mayores capacidades creativas o mayor ingenio o más fuerza, el que presenta menos méritos se siente doblemente agraviado, no solo por recibir menos en el reparto de beneficios, sino también por poseer menores capacidades. Dado nuestro carácter egoísta, el mérito que presentan los demás y que sobresale por encima del nuestro nos parece injusto, y suele conducir al nacimiento de envidias, odios y resentimientos. El Igualitarismo proclama esa injusticia, niega el mérito, y encauza esos resentimientos. Para el Igualitarismo, lo justo es la igualdad en el reparto.

Así que para que el mérito de algunos sea reconocido por todos, al menos desde la óptica del beneficio personal, es decir, con la razón y los números aunque no necesariamente con el sentimiento, para que al menos desde ese punto de vista el reparto desigual sea considerado como justo, es preciso que del mérito de unos pocos saquen beneficio todos.

Esta solución de lo justo está contenida secretamente en las doctrinas calvinistas. Calvino justificó la desigualdad de riquezas y estatus entre los hombres. Con su conducta y sus éxitos cada individuo se demostraba a sí mismo y a los demás que era uno de los Elegidos por Dios. El calvinista Adam Smith lanzó estas razones: “Los hombres son egoístas por naturaleza, dejémosles comportarse económicamente según su egoísmo les dicte, pues se verán irremediablemente conducidos por la mano de Dios a la búsqueda del bien de la comunidad”. Esto es, cada individuo colabora egoístamente de tal forma que el esfuerzo conjunto conduce a la obtención del máximo beneficio para la sociedad.

Dicho con otras palabras y evitando cualquier referencia religiosa: logrando mediante leyes que todos los hombres puedan desarrollar libremente sus capacidades de manera óptima, el actuar en lo económico egoístamente procura el mayor beneficio posible, no solo para el propio individuo, sino también para todos los miembros de la comunidad. El mérito de un o repercute en el beneficio de todos. Además, el éxito de cada cual es el reflejo de sus propios méritos, lo cual evita el gran problema de tener que determinar la vara de medir los méritos (una vara de medir que se estira o encoge según el “otro” sea o no uno de los “nuestros”). El éxito obtenido evidencia el mérito.

¿Extraña que esa fórmula de lo justo en el reparto diera los mayores frutos económicos que se habían producido jamás en la historia de la humanidad, que produjera la Revolución Industrial y el auge del capitalismo? Claro, una condición que he señalado y que no se halla presente en el capitalismo real es el la de que los hombres puedan desarrollar libremente sus capacidades de manera óptima. Esto implica una optimización de los recursos humanos, esto es, todo el mundo tendría que poder acceder en igualdad de condiciones a los recursos económicos, algo que las diferentes posiciones de partida de unos individuos y otros hace imposible, lo que origina que el éxito económico y el reparto de riquezas dependa en gran medida de la posición inicial desde la que parte un individuo.

Así que en este modelo ideal capitalista (aunque inicialmente el capital estaría socializado) el reparto justo se realizaría de acuerdo al mérito mostrado por cada individuo en generar riqueza que repercutiese a favor de la comunidad, y la vara de medir ese mérito sería precisamente el éxito obtenido por el sujeto en la obtención de beneficios. Económicamente, todo el mundo obtiene beneficios del éxito de cada sujeto. De ese modo, desde el mero punto de vista económico, el desigual reparto de riquezas entre los distintos miembros de la comunidad se consideraría justo porque egoístamente satisface a todos, ya que produce el mayor beneficio posible para cada uno de ellos.

Pero el hombre no es simplemente un animal económico, es sobre todo un animal sentimental, y ese desigual reparto, inobjetablemente justo de acuerdo con la razón económica, no lo sería con la razón sentimental: el sentimiento de agravio comparativo (y el consiguiente resentimiento contra los de más éxito) seguiría produciéndose en aquellos que muestran menos mérito, que obtienen menos éxito y cuyas expectativas de mejorarlo son pequeñas. Esas razones sentimentales llevarían a muchos a preferir la miseria para todos antes que la desigualdad. Tales son las razones que presenta el Igualitarismo extremo, cuya razón sentimental les dicta la fórmula de “lo justo en el reparto es la igualdad”.

No por razones de justicia social, como se suele alegar, sino por razones de conciliación social y de compasión (la compasión, por la conveniencia de armonía social, abre el “nosotros” a todos los miembros de la comunidad), la comunidad detrae riqueza de los más económicamente favorecidos y la asigna gratuitamente a los menos favorecidos. Pero esto, como ya he dicho, no es una cuestión de justicia en el reparto, sino de caridad y acuerdo y armonía social, y no es éste el tema.

De la vida

• Si eres más sabio o más inteligente que los que te rodean o más rico, y si quieres su amistad, no alardees de ello, ni siquiera lo nombres, pues la envidia y el resentimiento hará que te quedes solo.
• La atracción de Pedro Navaja es lo canallesco. En el fondo, todos querríamos ser canallas, pero no valemos para ello.
• Si uno sabe qué está buscando es mucho más fácil que lo encuentre. Esto vale para buscar un calcetín, una fórmula matemática o una justificación a nuestros actos o a nuestras creencias. Lo perverso de buscar de ese modo es que solemos hacer trampas para encontrarlo.
• No es que los súbditos del emperador Hegel o del emperador Heidegger lo vean desnudo y callen, sino que ven su traje turbio y sucio y algunos incluso lo ven lleno de roturas y remiendos, pero enseguida actúa en ellos la imaginación del siervo impotente que se apresura a ponerle oropeles sobre el fraude de su cuerpo. Vitorean lo que es oscuro y no entienden, por no parecer tontos.
• La moral católica defendía antaño un orden y una organización social que reducían a los hombres a ser meros siervos de los jerarcas eclesiásticos y de la aristocracia. Los luteranos y los calvinistas procuraban por la comunidad y se guarnecían y resolvían sus asuntos en ella. Además, estimulaban la laboriosidad y la responsabilidad individual. De esa diferencia de criterios y comportamientos deriva el que en los países católicos sea norma el rechazo a las jerarquías y a la desigualdad económica y la negación a pechar con la responsabilidad de los propios actos. Donde imperaron Lutero y Calvino no sucede esto. ¿Es extraño que la crisis económica se cebe en los países donde imperó el catolicismo?
• Europa es un enfermo de buenismo y abundancia. También la estupidez gangrena sus carnes.
• Dicen los físicos que resulta imposible percibir la realidad inalterada. El observador la perturba en su intento de medirla o de aprehenderla. De ahí que resulte fatuo hablar de verdad en sentido absoluto –tal como los filósofos pretenden–, pues ante cualquier asunto nos presentamos con creencias, prejuicios e impresiones inevitables que retuercen la verdad para acomodarla a nuestro gusto.
• La multiculturalidad y la mezcla de etnias está logrando que la historia de héroes y de orgullos nacionales tenga los días contados. Sólo algunos charnegos se sienten orgullosos de la historia de los mercenarios normados en las huestes catalanas.
• Los grupos poseídos por mayores pasiones acaban imponiéndose siempre a los más numerosos y pusilánimes. Así se impusieron los nazis en Alemania o los bolcheviques en Rusia. Hoy en día, los apasionados ecologistas, los animalistas, las feministas…, imponen sus criterios morales y sus prohibiciones.
• El hombre de acción, el hombre que primero siente, luego actúa y pocas veces piensa en las consecuencias de sus actos, resulta ser el triunfador: el delincuente, el héroe. Alejandro Magno.
• Hoy en día se menosprecia el valor de la moral en la dirección e idiosincrasia de los pueblos.