CATALUÑA, ¿DERECHO A DECIDIR?

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¿Es el “derecho a decidir  algo más que un eslogan? Me estoy refiriendo al derecho a decidir alegado por el independentismo catalán como argumento principal de sus reivindicaciones:  la celebración de un referéndum –restringido a los ciudadanos catalanes—cuyo hipotético resultado favorable sería vinculante y forzaría su separación del resto de España. Digámoslo de otra forma: ¿contiene tal derecho sustancia  argumental, o se trata solo de palabras fetiche que una ideología desquiciada dicta como fantasía delirante a una generación adoctrinada hasta la médula, a una generación que ha tomado la lucha por la independencia como un motivo para la épica, para sentir una emoción de la que ha carecido por completo a lo largo de su vida? Sea lo que sea, sustancia argumentativa o mero eslogan –lo cual trataré de dilucidar—lo cierto es que ha mostrado gran eficacia en su propósito.

Muchos eslóganes compuestos de palabras fetiche han sido lanzados –desde ese histérico programa de lograr la independencia contra viento y marea—para uso y alucinación de las masas juveniles catalanas adoctrinadas: España nos roba, libertad para Cataluña, etc. Téngase en cuenta que de aquella disyuntiva en que se debatía Apollinaire, el orden o la aventura, la juventud siempre elije esta última, y, careciendo de necesidades básicas, sin emociones reseñables en su vida y en la seguridad de salir indemnes de cualquier algarada, les resulta placentero hacer la aventura revolucionaria.

Pero tales eslóganes, con su referencia a las palabras fetiche, libertad y patria, han desatado históricamente las emociones de descerebrados de toda índole. El recurso a utilizarlas es antiguo, no ha habido dictadura en el mundo que no la haya empleado: los bolcheviques decían luchar por la libertad, Hitler, Maduro, los Castro en Cuba, son otros grandes “libertadores” de la patria. La libertad la ensalzan a menudo quienes pretenden acabar con ella.

En referencia al título, hemos de dilucidar quién tiene derecho a decidir sobre qué poder público ostenta la soberanía en Cataluña.  Veámoslo del siguiente modo: que viviendo en una comunidad social y política consolidada, una parte de ésta –un restringido “nosotros”—, tenga todo el derecho a decidir sobre aquello que es suyo con carácter exclusivo y sin cargas (siempre y cuando tal decisión no afecte al resto de la comunidad en alguno de sus derechos) parece fuera de toda duda.  También lo parece el derecho a que se restituya a sus antiguos propietarios aquello que les ha sido arrebatado previamente de modo ilegal o por la fuerza. Bien…, el independentismo quiere apoyar la sonoridad democrática que desde luego tiene el “derecho a decidir”, con hacer ver que se cumplen los dos supuestos mentados, un derecho exclusivo de los catalanes para poseer, y un derecho a que se les restituya una soberanía territorial que les fue usurpada –dicen ellos—hace ahora tres siglos. Pero, ¿Se encuentra Cataluña en alguno de estos supuestos?¿Poseen los que viven en Cataluña derechos exclusivos sobre este territorio y sobre todo cuanto le atañe? Vayamos por partes.

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Tradicionalmente se ha reconocido el derecho de restitución de soberanía a aquella población que la ha poseído de forma continuada a lo largo de la historia y que le ha sido arrebatada por la fuerza en fechas relativamente cercanas. Esa es la razón por la que la ONU, en ese sentido, dictaminó a favor del derecho a decidir sobre la soberanía de las antiguas colonias y protectorados de los imperios europeos de los siglos XIX y XX. Sin embargo, Cataluña no ha tenido jamás en su historia entidad como nación (si bien es cierto que el concepto “nación” cobra el significado que tiene hoy en día a partir de la época napoleónica), ni siquiera soberanía propia. Cataluña formó parte de la llamada Marca Hispánica, que dependía de los monarcas carolingios, y que estaba constituida por condados. Más adelante pasó a depender de la Corona de Aragón, y entró a formar parte de España con los Reyes Católicos en 1479. La paranoia de que Cataluña perdió su soberanía tras la Guerra de Sucesión española, en 1713, no la sostiene ningún historiador serio. De hecho, hubo en Cataluña partidarios de los dos bandos, del bando de Felipe de Borbón y del bando del Archiduque Carlos de Austria, y todos ellos luchaban por España en nombre del rey, y con especial énfasis Rafael Casanova, a quien el independentismo catalán rinde, extrañamente, singular pleitesía.

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Si retrocedemos aún más en el tiempo, tampoco fue el territorio que hoy llamamos Cataluña una entidad separada;  desde los tiempos de Roma se reconoce una unidad geográfica y de caracteres comunes que se llamó Hispania. Así se pone también de manifiesto por la participación de los reinos de Navarra, Castilla, León y Aragón (en el cual estaban integrados los condados catalanes) en la batalla de las Navas de Tolosa contra los almohades musulmanes. Otro signo de unidad territorial es que, de manera explícita los titulares de esos reinos acuden a rendir pleitesía a Alfonso VI de Castilla-León cuando en 1077 adopta el título de Emperador de toda España.

Faltándole razones históricas, el independentismo hace recaer la alegación de exclusividad en una supuesta identidad catalana basada en la yuxtaposición de un territorio, una lengua y (en el fuero interno de muchos de sus dirigentes) una raza.

Pero, ¿existe tal yuxtaposición?, y, en caso de que así fuere, ¿denotaría derechos de exclusividad?

Las razones de identidad por territorio, raza y lengua,  ensalzadas por todos los nacionalismos excluyentes –entre ellos los de corte fascista y el mismo nazismo alemán— han sido reforzadas en los últimos cuarenta años de la mano del antiguo presidente de la Generalitat catalana,  Jordi Pujol con el propósito de presentarlas como certificado de legitimidad de los derechos que se alegan.  Para ese propósito, la historia ha sido tergiversada hasta extremos esperpénticos[1]: se han reformado los mapas, haciendo aparecer de la nada histórica una nueva entidad que denominan “Països catalans” (países catalanes), en los que se incluyen las Islas Baleares, la Autonomía valenciana y parte de los territorios de la actual Aragón. En cuanto a la lengua, habiéndose hablado hasta nuestros días de forma muy mayoritaria el castellano, se ha querido suprimir esa lengua común mediante una educación y una enseñanza impartidas exclusivamente en catalán. En cuanto a la raza, aunque defender en nuestros días una singularidad racial no resulta políticamente conveniente, muchos adalides del  independentismo[2] no han podido evitar manifestarse con desprecio hacia los ciudadanos de otras regiones españolas[3] o hacia los inmigrantes provenientes del resto de España que han recalado en Cataluña, o incluso hacia los que meramente hablan en castellano, tildándoles de bestias[4].

Así que el independentismo catalán ha querido forzar  una imagen de Cataluña –con mano de hierro y con una política de acoso que nada envidia a la practicada en los regímenes fascistas—en la que se yuxtapondrían idealmente tres factores, el territorial, el lingüístico y el racista o supremacista. Todo ello con el ánimo de presentar derechos de exclusividad. Pero, como he mostrado, tal imagen no se encuentra en la Cataluña real sino en las mentes calenturientas de los independentistas, aunque en esa labor fraudulenta se hayan empleado con denuedo los medios de comunicación y los responsables de Educación catalana durante los últimos cuarenta años.

Ese intento de falsificar la realidad del bilingüismo y de la cultura de raíz española reinantes en Cataluña se ha llevado a cabo mediante un sistema de adoctrinamiento grandioso que ni siquiera Hitler o Stalin pudieron llevar a cabo con la extensión e intensidad con que ha sido llevado a cabo en Cataluña. Nada puede resultar más falso que la identificación de una población con una lengua donde más del 75% de los apellidos son no catalanes y donde el castellano es la lengua materna mayoritaria. El desprecio hacia esta mayoría castellano parlante (y hacia los que presentan apellidos no catalanes[5]) es quien funda el nacionalismo catalán.

Así que no les asiste la historia en su empeño, pues su pertenencia a España lleva siglos bien consolidada, ni nunca se les ha arrebatado una soberanía plena –que  nunca han tenido con la amplitud de la de ahora—ni  su pretensión de unidad territorial, lingüística o de raza presenta realidad alguna.

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Así que, en verdad, lo que se pretende con el derecho a decidir—mero eslogan falsario, como se ha podido ver, sin argumentos de verdad que lo respalden—es quitar los derechos que les asisten a los demás españoles a decidir sobre Cataluña y considerarse en ella como en su tierra; lo que pretende es arrogarse el derecho de negar al resto de la comunidad “España” su derecho sobre una parte de su territorio; es conculcar los derechos de los demás. Es más, asevera el ala más radical del independentismo que solo son catalanes aquellos que hablan catalán y quieren la independencia de Cataluña[6].  Es decir, su derecho a decidir, es un atentado contra la esencia misma de la democracia, la que señala que Sobre lo que es de todos han de decidir todos.

Pretenden estos independentistas que su “nosotros” particular ostenta derecho exclusivo para decidir y para apropiarse de un territorio que es de todos. Esa pretensión es semejante a la de quien tras haber participado en construir con otros una casa en común quiere ahora quedarse con la planta baja, la que se presta a poner un negocio y la que sirve de entrada a las habitaciones de los demás. Porque sus puertos, sus industrias, sus comunicaciones ferroviarias, sus autopistas y su red sanitaria han sido construidas con el esfuerzo de todos los españoles. A esos independentistas no les importa siquiera que la mitad de la población vaya contra el proyecto de segregación. El derecho a decidir, como los demás eslóganes que emplean y como su mismo programa, no son otra cosa que engaños destinados a adoctrinar a la población con el propósito de ocultar la corrupción extrema reinante entre los que ahora son los dirigentes del independentismo; una huida hacia adelante que puede destruir España y provocar enconos de difícil reparación, tal como sucede ya en la mayoría de las familias catalanas. Acerca de lo que es de todos los españoles han de decidir todos los españoles.

[1] Sirvan como ejemplo los intentos burdos del Institut Nova Història de catalanizar a Santa Teresa, Colón, Hernán Cortés, Ignacio de Loyola, Leonardo da Vinci, Erasmo, El Bosco, Cervantes y El Quijote. Las teorías de los Bilbeny, Cucurull y compañía reciben, desde hace años, jugosas subvenciones y premios de entes nacionalistas y el apoyo público de políticos como Pujol, Rull o Carod-Rovira.

[2] Excepto para los chiflados miembros de la Nova Història

[3] Es muy conocido el desprecio de Pujol hacia los andaluces.Oriol Junqueras, habla incluso del ADN diferencial.

[4] Como se atrevió a decir el actual presidente de Cataluña, el señor Torras

[5] El que solo existan apenas un 15% de apellidos no catalanes entre los altos cargos de la administración da idea de la raíz de las reivindicaciones.

[6] No ponen la exigencia de poseer apellidos catalanes porque su número sería irrisorio.

La cuestión catalana (I)

A estas alturas de los hechos nadie duda de que el nacionalismo independentista catalán es un torpedo lanzado contra la convivencia en Cataluña y en toda España, y que, asimismo, amenaza con destruir la estructura orgánica del Estado. Lo alarmante del caso es lo vertiginoso y reciente de su crecimiento. Si hasta hace bien poco tiempo el máximo valedor de ese independentismo, ERC, apenas reunía un 10% de los votos emitidos en Cataluña, ¿de dónde, cómo y por qué ha surgido esa marea de gentes (sobre todo jóvenes, es decir, muy influenciables) que quiere separarse del resto de España y que hasta «ayer mismo» utilizaban mayoritariamente el castellano como lengua? Iré analizando esas cuestiones, pero empiezo hablando de la cuestión propagandista encerrada en esas palabras-emblema o consignas o estandartes de las reivindicaciones nacionalistas que, encurtidas en el caldo de cultivo del independentismo y sirviéndose de la actual crisis económica, generan egoísmos y sentimientos que  hacen al individuo proclive a opiniones, justificaciones y creencias ilusas, erróneas y perversas sobre la realidad de la relación entre Cataluña y España.

«España nos roba», «derecho a decidir», «liberación nacional» son algunos de las altisonantes y huecas consignas y estandartes que, con  finalidad de engaño y de ocultar prácticas totalitarias, abren brecha en el convencimiento del ciudadano catalán. En el ánimo del receptor de esas altisonancias se evoca y se sugiere: primero, que existe un enemigo, España, que es el responsable de la crisis económica y de casi todos los males y miserias que padecemos; segundo, que la bota española obstruye nuestro camino hacia una arcadia feliz, hacia un paraíso catalán de bienestar y felicidad; tercero, que tenemos carencias de derechos y libertades porque el Estado español nos oprime, esto es, que Cataluña ha sido y sigue siendo una nación subyugada. Estos mensajes, repetidos hasta la saciedad por los medios propagandísticos de que dispone el nacionalismo catalán se incrustan en el tuétano del hombre-masa y le llevan al convencimiento de que otra realidad más satisfactoria es posible con la creación de un Estado propio. Forman parte de la promesa redentora del mesías Mas.

Pero, en cuanto a que «España nos roba», lo que Cataluña aporta al conjunto de España con el motivo de lograr una igualdad en derechos de todos los españoles y una cohesión del todo el territorio nacional, no es, en proporción, mayor ni distinta de lo que aportan las regiones más ricas de Alemania, EEUU o Suiza a las menos ricas para lograr ese mismo propósito, y se ha de considerar que ni siquiera es Cataluña la Autonomía que más aporta a ese fondo común. Así que, en realidad, lo que se encierra el «España nos roba» es, además de una ilusa promesa mesiánica de futura prosperidad: «queremos aprovecharnos del mercado español y de las ventajas que ofrece pero sin cooperar solidariamente para que otras regiones tengan los mismos derechos que nosotros», es decir, una infusión de puro egoísmo al ciudadano catalán. Eso sí, «España nos roba» presenta la misma perversa eficacia que el grito de guerra que mantuvo en Aragón a Marcelino Iglesias durante tres legislaturas: «Que nos quieren robar el agua». Pura demagogia que llama a los instintos más egoístas del ser humano, fabricando un enemigo que hace eficaz al nacionalismo: «Los malos son los “otros”»

En cuanto al «derecho a decidir», ¿a qué nivel ha de ser contemplado?, ¿en base a qué razones?, ¿razones históricas, lingüísticas, económicas, o simplemente de voluntad popular?, porque las históricas no caben tras más de cinco siglos de unión (por mucho que retuerzan y tergiversen la historia), las lingüísticas carecen de sentido siendo aún el castellano el idioma más hablado en Cataluña, y si se alegan razones de voluntad popular, ¿por qué no ha de contemplarse el «derecho a decidir» de una provincia, de una ciudad, de un pueblo? Pero aun siendo importantes estas objeciones, hay otras de mayor calado. La reforma del Estatut propuesta por Maragall (propuesta basada en la mera pretensión de perpetuarse en poder) interesaba a un 6% de la población catalana; los partidarios de la independencia, desde la transición hasta el maremágnum que trajo la crisis económica nunca habían llegado a un 20% de la población, así que los deseos de independencia no han estado en el sentimiento  de la mayoría de la población durante muchas décadas, así que el maremágnum antedicho, esa vorágine nacionalista es nueva, es muestra de las voluntades veleidosas y sugestionadas de los hombres, y es producto del albur de un cuestionamiento coyuntural y seguramente transitorio de las relaciones con España. Así que, atendiendo a ese aspecto coyuntural, breve y veleidoso que la dicha vorágine nacionalista presenta, ¿tiene sentido poner en valor un supuesto «derecho a decidir» que no tiene para el individuo otra entidad que la ilusa sugestión de la palabrería, pero que se hace servir de palanca con que derribar la convivencia en Cataluña y en España entera, y que a efectos prácticos sólo sirve a los talibanes del nacionalismo? El hombre es de naturaleza variable, es veleta zarandeado por pasión y alucinaciones, y sabe de la provisionalidad de sus creencias, así que siente la necesidad de aferrarse a algo fiable y duradero. La Constitución, en la política, cumple ese propósito. Sirve de baluarte cuando el transitorio vendaval de la crisis y los sinsabores arrecian. La Constitución pone la vista en lo firme y duradero —porque el tiempo acrisola la estupidez humana—, precisando su elaboración de capacidades, esfuerzos y asentimientos generalizados. Es algo hecho desde la conciliación para la concordia; algo firme a que agarrarse cuando soplan los vientos pasionales, cuando huracanes circunstanciales hacen enloquecer a los hombres provisionalmente, cuando las alucinaciones pretenden imponer su dictado. Tal construcción es la Constitución española. Considerando ese carácter voluble de las gentes, con buen criterio se fijan en la Constitución las condiciones que se han de dar para que ciertos derechos individuales y grupales puedan ejercitarse. Las consecuencias de ejercer el «derecho a decidir» no sólo afectarían a la convivencia en Cataluña y en España, sino que es también una amenaza a la construcción europea porque propicia la desintegración; por tales razones y con criterio unánime y concertado, la Constitución contempla que ha de ser toda España quien decida sus cambios, considerando con buenas razones y con la experiencia acumulada que en las democracias de Occidente no existe ni puede existir un país en el que una de sus regiones esté oprimida o explotada por otras, ni sometida por ellas, pues los resortes democráticos lo impedirían.

«Libertad y liberación de Cataluña», palabras altisonantes y hueras donde las haya. De la libertad individual, ¿existe merma de libertad en el ciudadano catalán en relación a cualquier otra región de España o de Europa? No, obviamente ninguna. Y claro como el agua que Cataluña no es una región oprimida si subyugada ni sometida, que tiene sus leyes, sus tribunales, sus propios modelos de convivencia, sus parlamentos, que legisla, ¿de quién habría que liberarla? Surge la sospecha: «algo huele a podrido en Dinamarca» cuando se observan de cerca las reivindicaciones de libertad del nacionalismo catalán. ¿No pretenderán con ese grito de libertad sacudirse las opiniones y voluntades discrepantes? Un ejemplo, aludiendo falta de libertad, hace unas semanas dimitió el equipo directivo de un Instituto de Enseñanza Secundaria porque se les obligaba a que se impartieran clases en castellano, es decir, porque no querían atenerse a la ley. Otro ejemplo, la negativa del gobierno de la Generalitat a cumplir y hacer cumplir las leyes sobre política lingüística en Cataluña. Un tercer ejemplo, el del nacionalista que en la TV3 se ufanaba de haber denunciado a cientos de comerciantes por rotular sus comercios en castellano (la ley más retrógrada que quizá haya existido). Los tres son ejemplos claros de personajes e instituciones que presentando la máscara de sentirse agraviados por la falta de libertad en Cataluña conculcan los derechos y libertades de los que discrepan de su opinión: niegan la enseñanza en castellano, impiden rotular el comercio en el idioma elegido por el comerciante, impiden que se hable en clase en otro idioma que no sea el catalán…Libertad para poder prohibir, reprimir, coartar, para imponer un totalitarismo en lo informativo y un monolingüismo, para modelar un pensamiento único. Se exigen derechos y libertades a esa entidad supuestamente agresora que es España, para negar al discrepante esos mismos derechos y libertades en nombre de la identidad catalana.  (Continuará…)