La cuestión catalana (IV)

Argumentos en las creencias nacionalistas

Las doctrinas establecen supuestas verdades sobre ciertos hechos de la realidad que sirven al doctrinario como fundamento en sus argumentaciones. Por ejemplo, una de las supuestas verdades-fundamento de la doctrina marxista es la expresada mediante la fórmula «desigualdad social y económica=injusticia». Si por conveniencia ―emocional, generalmente―y convencimiento la doctrina hace suelo en la conciencia, se convierte en creencia, esto es, se convierte en rutina del pensamiento, sobre dicho suelo pone esa doctrina sus reales, expande su imperio, y levanta una barrera sentimental para que las supuestas verdades que contiene pasen a considerarse inobjetables, esto es, para que cualquier razón o argumento en su contra sea tratado como una amenaza y se rechace. «Todo cuanto atente contra las ideas doctrinarias hay que rechazarlo; todo cuanto atente contra las verdades que esa doctrina contiene hay que destruirlo», son las instrucciones operativas que la protectora barrera sentimental coloca en la conciencia del individuo.

Las verdades fundamentales que la doctrina contiene son el germen del que surgirán las raíces de toda argumentación doctrinal y de la  sentimentalidad pertinente. De tal modo que ya asentada la doctrina y hecha creencia en la conciencia del individuo, pone en éste unos anteojos que ofrecen la perspectiva de una realidad que resulta, así, sesgada, a la vez que proporciona unos criterios para juzgarla, y, correspondientemente al cariz del juicio, encauzar la sentimentalidad. Es decir, toda creencia establece una ilusión de la realidad que moviliza los sentimientos hacia la conveniencia y el propósito que en esa ilusión se expresan.

Las creencias se fortalecen en la conciencia de los individuos mediante los sentimientos que concitan, pero no son las razones ni los argumentos justificativos de una doctrina en particular quienes hacen aflorar la sentimentalidad, sino el hecho de que en las supuestas verdades contenidas en la doctrina resuenen los atávicos ecos de nuestro pasado tribal. En tal caso aflora fácilmente la sentimentalidad. Uno de los atavismos que palpita con más fuerza en la conciencia del hombre es la promesa de redención de una existencia insatisfactoria mediante la consecución de un paraíso. El paraíso, como posibilidad, obnubila la conciencia de los hombres. Que la creencia posea un escaso núcleo conceptual, pero que dibuje en la imaginación del creyente un paraíso redentor, hace que la conciencia del individuo se hinche de potencia sentimental. La marcha del pueblo de Israel a través del desierto en busca de la Tierra de Promisión es un buen ejemplo de ello.

Las creencias nacionalistas prometen ese paraíso. Ahí radica gran parte de su fuerza. Pero antes de hablar de ese paraíso vayamos a descubrir primero al nacionalismo catalán. La supuesta radical verdad del nacionalismo catalán se cifra en esta afirmación: «Cataluña es una nación oprimida por el Estado español». En realidad dos afirmaciones, que Cataluña sea una nación, y que esté oprimida por el Estado español. La primera tiene más de conjetura que de objetiva verdad, pues no se amolda a los principales indicadores que definen una nación, ni como categoría histórica ni como voluntad muy mayoritaria de sus ciudadanos; pero la segunda carece de cualquier valor de verdad, pues de una simple comparación de los derechos democráticos y libertades que se disfrutan en Cataluña con los disfrutados en cualquier otra región de Europa se constata su falta de fundamento. Así que, dado que esta supuesta radical verdad no posee la entidad suficiente ―como «verdad»― para mover conciencias, el nacionalismo catalán las trata de remover mediante la promesa redentora de un paraíso.

El ilusorio paraíso de una Cataluña independiente ilumina el sendero del nacionalismo, y desde la imaginación de cada creyente, de cada adoctrinado, llama a la acción para la «liberación nacional»,  aunque no existan libertades que conquistar ni opresiones que sacudir ni siquiera resulte pertinente que esa supuesta liberación sea denominada «nacional». Pero aunque tanto el ilusorio paraíso carezca de factibilidad como que la «liberación nacional» sea un mero sinsentido, poseen, sin embargo, el valor de un lema o consigna, o mejor aún, el valor de un grito de guerra tribal. La ilusión que infunden, eso es lo que importa a efectos prácticos, no el que sean sinsentidos o sinrazones. Llaman a razones de la emoción tribal, y la tribu, además de llamar a los primigenios instintos grupales, en un mundo globalizado en donde el individuo se siente extraño, le proporciona cobijo y consuelo.

Derivadamente de la promesa de paraíso y de la radical verdad del nacionalismo expuestas, en los acólitos del nacionalismo catalán aparecen  dos categorías mentales, el «nosotros», que alberga a todos los seguidores de esa doctrina y a todos los defensores de esa supuesta verdad antedicha, y el «ellos», donde por exclusión se incluye a todos los que no comulgan con ella. Pero esta categoría «ellos», al irse haciendo  más radical y furioso el grito de guerra tribal señalado, se va transformando en la mente del nacionalista catalán en la categoría «enemigos», y contra estos se encauza entonces toda la insatisfacción y sentimentalidad que ha ido fraguando el adoctrinamiento: malquerencia, odio, rabia, venganza, ira…

Ahora bien, suele ocurrir ―y en el nacionalismo catalán ha ocurrido― que la promesa de paraíso no tenga suficiente envergadura significativa  para calar en la conciencia del dubitativo o indeciso hacia el nacionalismo y para conseguir atraerlo al rebaño. De sobras es conocido que hasta no hace mucho el nacionalismo independentista catalán era muy reducido. La estrategia para hacerle crecer, esto es, para que la promesa redentora encuentre eco en su corazón, ha sido la inversa a la que la lógica hace usual. Si lo razonable es que fuese la seducción argumentativa quien abriera camino para la infusión de las doctrinas nacionalistas y para hacer que la verdad radical resplandezca en el corazón del neófito, y entonces, a partir del asentamiento de la doctrina como creencia, conseguir que forme mentalmente la categoría de «enemigo» que vigoriza sus sentimientos y su adhesión a la causa, la estrategia, digo, ha sido la inversa: primeramente se ha «creado» al enemigo, para que después, la promesa redentora calara en el corazón del converso a la causa. Bellamente lo expresó Indro Montanelli: «Los pueblos sólo se unen cuando tienen un enemigo común». Así que el adoctrinamiento mediante la «inmersión lingüística», mediante la denigración continua en los medios dependientes de la Generalitat de la cultura y de los valores españoles, mediante las incesantes campañas de victimismo, de tergiversación y falsedad en el tratamiento de la Historia, de las burlas y ataques incesantes a los símbolos de España (con el consentimiento implícito o la mirada hacia otro lado de todos los partidos políticos), ha logrado crear y fortalecer a la categoría «enemigos» en la mente de los ciudadanos de Cataluña. Y una vez lograda esta categorización y encauzados los sentimientos, la promesa redentora y la supuesta verdad radical se infunden con mayor facilidad.

Bien es verdad que ante lo endeble de la argumentación que señala la promesa de la Cataluña independiente, y de que a España en su conjunto se le pueda aplicar la consideración de enemigo (pues mayoritariamente la población de Cataluña tiene sus raíces en otras regiones de España), para poder mejor vencer la resistencia de los reticentes a tomar como verdades las consideraciones expuestas, el nacionalismo catalán tuvo que dar un empujón más a lo ilusorio de esas consideraciones  y echar mano de un supuesto agravio que calara en lo más íntimo de estos ciudadanos reticentes, que calara y resonara en su egoísmo personal: «España nos roba». Tal supuesto agravio ha disparado el número de cabezas del rebaño nacionalista, pues, por una parte, se vitaliza lo factible de la promesa redentora (fuera de España seríamos más ricos), se señala claramente al enemigo, España; se trae al primer plano de la conciencia de la gente el supuesto agravio, lo que desata y encauza la sentimentalidad, y otorga argumentos al egoísmo del individuo.  Luego el supuesto agravio, como eficaz lema o slogan, produce nacionalismo.

Tales creaciones: verdad radical, promesa redentora de un paraíso, manejo de los atavismos tribales, categorización y fortalecimiento del «enemigo», infusión del sentimiento de agravio, consignas, encauzar la sentimentalidad a unos propósitos, generar ilusiones que obnubilen, falseamiento y tergiversación de los hechos históricos…, constituyen los pilares del independentismo catalán con miras a sus propósitos.