UTOPÍA

El ser humano padece una esencial insatisfacción en lo relativo a su  experiencia de vivir la vida. Cuando se consuma un deseo no le sigue sino una provisional satisfacción del anhelo, y éste se reproduce poco después. Los budistas intentan acabar con ello, pretenden erradicar todos sus deseos. Tal es el fundamento de su filosofía de vida, pero otras gentes, sobre todo las que se muestran muy insatisfechas en lo tocante a al orden social y a su posición en ese orden,  modelan en su mente ideales modelos de sociedad cortados a la medida de sus deseos, o bien se adhieren a la ilusión de los modelos que otros han imaginado. A esas ilusiones sociales se las denomina utopías. Como el espejismo que refleja un oasis lejano en la ardiente arena del desierto ―imponiéndose con fruición y esperanza a la visión del extenuado viajero que sediento transita sus dunas―, la utopía es el gozoso mundo que percibe el fatigado transeúnte de la vida cuando se refleja la sociedad existente en el espejo de sus deseos.

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Una utopía es el dibujo de una sociedad feliz, así que la primera utopía que surgió de la imaginación del hombre fue la del Paraíso Terrenal de Adán y Eva, aunque la gran utopía es el Cielo, el lugar donde Dios acoge a los bienaventurados y les otorga la felicidad por decreto. Bien es cierto que hay tantos Cielos como religiones, y no en todos ellos se pinta la felicidad de igual manera. El Cielo islámico es el más ilustrativo, pero el primer Cielo que fue concebido por la imaginación del hombre fue el del zoroastrismo, que se otorgaba como premio a quienes siguieran las doctrinas del dios Ahura Mazda (ya que los Territorios de los muertos de egipcios, mesopotámicos y griegos, no podemos considerarlos Cielos al no tener el difunto asegurada la felicidad en ellos).

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El nombre ―y la conceptualización― se lo debemos a Tomas Moro, que en una imaginaria ínsula llamada Utopía situó a una sociedad de régimen comunal y propiedad colectivizada en que las gentes vivirían en paz y felices, y donde reinaría la justicia. Pero sabemos que la justicia es una cuestión de criterio y me temo que no existe otra paz que no sea la impuesta de manera represiva o que no sea la paz del cementerio. En fin, que Tomas Moro era un idealista lo confirma el que se opusiera a la Reforma protestante, al divorcio del rey Enrique VIII con Catalina de Aragón, y a que el rey fuese la cabeza de la nueva iglesia. Fue ejecutado en 1535.

Casi todas las utopías imaginadas han pintado una sociedad igualitaria. Utopías socialistas, comunistas, anarquistas, de órdenes monásticas, de los bogomilos, de los cátaros…, parece como si el Igualitarismo constituyese uno de los mayores anhelos de las gentes. Voy a hablar con contención de utopías y de tal anhelo.

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Ya he dicho que la insatisfacción que nos produce la existencia  hace germinar la Utopía, que es, por tanto, un producto de la imaginación guiada por el deseo. Pero la Utopía es también un modelo de perfección que parece estar muy arraigado en la naturaleza humana. Las primeras formas religiosas, que giraban en torno a la fertilidad, creían en una correspondencia Cielo-Tierra en la que las cosas groseras de este mundo eran reflejo borroso de las cosas perfectas del Cielo. (Este cielo no es el todavía el de Zaratustra, al que adornaban la felicidad y el gozo). Platón tomó como suyo este modelo y habló de los arquetipos celestes, hechos de perfección y armonía. Así que la idea que construye imaginativamente un mundo perfecto ya es muy antigua y preludia la idea de la sociedad perfecta, que es ya utopía.

El primer gran esbozo de una sociedad igualitaria y feliz lo realizó Rousseau, pero lo he tratado tan a menudo en este blog que prefiero dirigirme hacia un discípulo suyo, Charles Fourier, socialista francés de principios del XIX. Fourier fundó la idea de los Falansterios, comunidades rurales que vivirían en un edificio de no más de 1.600 personas, con servicios colectivos y un sistema de trabajo y organización plenamente planificada. Cada individuo actuaría libremente para elegir un trabajo u otro y su jornada sería de seis horas, pero toda actividad estaba reglamentada en sus detalles, incluyendo los juegos del amor y el sexo. Como Rousseau, Fourier creía en la bondad innata del hombre y apostaba a que, partiendo de esa premisa, se solucionarían todos los problemas de convivencia. Como Rousseau y también como Moro, también creía que la propiedad privada era la causa de todos los males sociales. Lo cierto es que los pocos Falansterios que se crearon tuvieron una duración efímera, pues enseguida las pasiones humanas ―con las que estos utópicos no contaron― desbarataron el proyecto.

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Otro gran utópico fue Robert Owen, que en plena Revolución industrial inglesa pasó de ser un simple empleado a tener en propiedad varias fábricas y hacer una gran fortuna. Con tal riqueza, fundó en EEUU la sociedad Nueva Armonía, con su jardín de infancia y su biblioteca, pero resultó un absoluto fracaso que le hizo perder gran parte de su dinero; así que de vuelta al Reino Unido se dedicó a impulsar los movimientos cooperativos, llegando a tener un cierto éxito, aunque su intento de eliminar el dinero le produjo otro quebranto dinerario. Es el representante más conspicuo del llamado socialismo utópico.

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Contra Owen y contra su socialismo utópico lanzaron pestes Marx y Engels, e idearon el autoproclamado Socialismo Científico que, bien mirado, tiene todos los visos de ser una utopía revestida de ropaje pretendidamente científico. Claro que, contrariamente a los anteriores utópicos nombrados, que describían cómo iba a ser la sociedad feliz y perfecta, Marx y Engels no dijeron una sola palabra de cómo sería ni de cómo construirla. Como señala  el filósofo Karl Popper: «¡Trabajadores del mundo, uníos!: He ahí la fórmula con que se agotó el programa práctico». Fundamentaron la llegada del comunismo en esa varita mágica que es la Dialéctica de Hegel (que tanto sirve para arreglar un roto como un descosido, e igual saca un conejo o un elefante, a gusto del observador, de la chistera ) y en la ilusa esperanza de que el hombre nuevo comunista sería la bondad personificada ―al estilo de Rousseau― y que trabajaría con todo su ahínco por la sociedad sin esperar recompensa alguna. Pura utopía y deseo.

Otro creador de utopías fue Marcuse, que inspiró el movimiento hippy y el Mayo del 68, pero he hablado ya tanto de él que prefiero referirme a otra utopía célebre, la de Shangri La, que aparece en la novela de James Hilton, Horizontes perdidos, y que fue llevada al cine con gran éxito en 1937 por Frank Capra. Shangri La es una región escondida por altas montañas en el corazón del Himalaya, en la que reina un clima benigno y la bondad innata del hombre de inspiración budista. Finalmente y con gran esfuerzo dos personajes logran escapar de la utopía.

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Las utopías anarquistas duraron lo que un caramelo a la puerta de un colegio cuando se pusieron en práctica (en un próximo post explicaré las razones psicológicas por las que las utopías igualitarias han acabado todas en distopías, pues ahora no hay espacio para ello), pero una utopía que la película La Misión, ha hecho famosa gozó de éxito durante un buen tiempo, hasta que los intereses de la corona española y de la corona lusa dieron al traste con ella. Me refiero al proyecto que llevaron a cabo los misioneros jesuitas españoles con los indios guaraníes junto a las cataratas del Iguazú, creando una sociedad autoabastecida y en paz y armonía. Otra sociedad que goza de esos dones es la de los Amish en Norteamérica, grupo religioso de antiguos anabaptistas alemanes y suizos radicados mayoritariamente en Norteamérica, que viven según las costumbres y la tecnología del siglo XVIII, y separados de la vida moderna que les rodea. Lo que mantiene esa forma de vida es una fuerte moral religiosa, sin la cual la sociedad se desintegraría enseguida. ¡Y es que parece que solo somos capaces de vivir en paz y sin rencores cuando un fuerte garrote o una deidad gravita sobre nuestras cabezas!, pero estas razones y otras las expondré en un próximo post.

JUDÍOS, CRISTIANOS Y MUSULMANES

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Las religiones del Libro

Se denominan así a las tres religiones que tienen un libro santo donde se cifran sus doctrinas, el Judaísmo, el Cristianismo y el Islam.  También las tres proclaman un único Dios ―que es el mismo en las tres―, además de estar relacionadas entre sí por la consideración de ciertos profetas judíos como verdaderos, entre ellos Abraham y Jesús.

Origen

Parece ser que el monoteísmo hebreo comienza como imitación del culto monoteísta que practicaba en Egipto el faraón Akenaton, pero es en el cautiverio de Babilonia cuando se elabora una parte sustancial del Torah, el principal libro sagrado del judaísmo, que conocemos como Antiguo Testamento. En Babilonia se transcribe al Torah gran parte de la mitología irania:  el Diluvio Universal, el Cielo y el Infierno, los ángeles y los demonios, la existencia de un Mesías redentor, el Juicio Final, y un largo etcétera, parte del cual se encuentra en el Avesta de Zaratustra y parte es de una antigüedad mayor.

El Cristianismo ―para nosotros no precisa de mayor explicación―, nace de las enseñanzas del judío Jesús. Sin embargo, Jesucristo, más que seguir con el esquema de un dios, Yahwé, perteneciente con exclusividad a un pueblo, el israelí, realiza una reforma ética (véase la entrada, Ética del Apaciguamiento) que clama a favor de los débiles.

El Islam nace con Mahoma, su profeta, quien pensó primeramente en adaptar el judaísmo (en Arabia residían numerosos judíos) a las características del los beduinos del desierto arábigo, pero la desafección de aquellos a sus doctrinas le empujó a desarrollar una doctrina de caracteres nuevos, aunque Alá sea el mismo dios de Abraham.

Desarrollo

El fuerte sentimiento religioso judío provocó incomodidad en los imperios antiguos como el babilónico o el Asirio, lo que causó las primeras diásporas de los judíos, pero fue sobre todo en los años 70 y 135 d.C. cuando el imperio romano les expulsó de Israel y repartirse por el mundo conocido(después han sufrido muchas más diásporas, como la de los sefardíes, los judíos españoles expulsados por los Reyes Católicos). Desde entonces hasta la constitución del Estado de Israel en 1948 han sido un pueblo sin tierra y han estado sometidos a todo tipo de persecuciones y matanzas. Desde esa fecha forman un Estado laico que pretende a coger a los varios millones todavía dispersos por el mundo.

El cristianismo, un movimiento que inicialmente es Igualitarista y apocalíptico, es decir, que con el reclamo del amor al prójimo en comunidad y la espera de una pronta Resurrección de los Muertos atrae a los menesterosos de la Tierra, al contacto con el mundo griego se carga de interpretación gnóstica, y al contacto e inclusión en el mundo romano ―adaptándose a sus estructuras de poder y escalando por ellas― se convierte en sostén y fundamento de las jerarquías de poder, estableciendo una sociedad a caballo entre la teocracia y la organización indoeuropea de clases.

Aunque en el cristianismo se produce desde un primer momento separación entre la organización política y la religiosa, no es hasta el surgimiento del protestantismo cuando dicha separación se hace nítida. La multiplicidad y variedad de grupos cristianos nacidos del protestantismo hizo posible esa separación. E hizo posible la democracia, los derechos individuales, la cultura y el progreso.

Ésta separación no se produce en el Islam. Ni siquiera dándose también una gran variedad de sectas islámicas:  72 son las clásicas, y 4 escuelas de jurisprudencia. El Islam es religión pero es también política y jurisprudencia y es costumbre y las enseñanzas del Corán rigen todos los aspectos de la vida del creyente. El Corán y los hadits (dichos) del profeta forman lo que se denomina Sariah. Muchos de estos hadits se escribieron hasta 400 años después de muerto Mahoma.

Las mayores creaciones científicas, culturales o tecnológicas del Islam se produjeron hasta el siglo XI. Hasta entonces las diversas interpretaciones del Corán y de los hadit del Profeta habían sido defendidas vivamente pero con considerable libertad de criterio. Recuérdese que en palabras de Mahoma «La verdad profunda se oculta tras siete velos». A partir del siglo XI la interpretación moralmente más rígida y menos amiga de la libertad de conciencia se impuso a todas las demás, y la fuerza creativa del mundo musulmán desapareció. Éste es un ejemplo de cómo la moral puede maniatar el progreso e  impedir todo cambio.

Pero el Islam no resulta sólo inmovilista, sino también totalitario y opresivo. La amenaza de la Yihad, la pena de muerte para el apóstata, la subordinación de la mujer al hombre, la falta de libertades, la negación de la democracia, la persecución de las otras religiones…Todo esto es característico del Islam. Y es también en los últimos tiempos un hontanar de odio hacia el Estado judío y hacia Occidente.

Fuerza de las religiones:

Los judíos tienen su dios, un dios para un pueblo, el pueblo elegido. Los dioses habían sido hasta entonces dioses de una ciudad o de un país,  moraban en santuarios fijos y cobijaban bajo su amparo a todo el que le aceptara; pero Yahwé es un dios ambulante que exige la transformación interior del individuo mediante la obediencia, que exigía a su pueblo la sumisión plena, un dios de moralidad extrema. De tal fanatismo moral, surgió la obsesión de los judíos por la pureza ritual. Pero, en fin, un dios del pueblo elegido, que procura las victorias o derrotas contra los enemigos según obre el pueblo. La esperanza y el temor de todo el grupo se cifran en él. No ya de un individuo, sino que según el comportamiento del grupo Yahwé envía premios o castigos a toda la comunidad. La  cohesión de un grupo cifrada en el orgullo de ser el pueblo elegido, de poseer un dios propio. De ello, también, una fortísima reprobación social contra quien desatiende las doctrinas. Al fin y al cabo, la conducta de unos pocos puede afectar a la totalidad a través de los castigos mandados por el dios a la comunidad. Totalitarismo religioso y moral. Orgullo de grupo, temor del grupo, esperanza del grupo: creencias de rebaño. La moral adaptada a la naturaleza del rebaño. Pero un rebaño sin rabadán, que se guía por la Torah, la palabra escrita de Jehová, y por la tradición oral, el Talmud, que establece los actos rituales y en ocasiones interpreta la Torah.

Cristianismo e Islamismo prometen un paraíso más allá de la muerte para quienes se atengan a las normas de conducta que dichas religiones prescriben. Es cierto que en el Islam se detallan profusamente las dádivas y premios que los admitidos a dicho paraíso obtendrán. Sobre todo en relación a los hombres, se detallan las huríes que cada uno tendrá según el mérito adquirido, así como los colores, los manjares etc que recibirán. El cristianismo no lo detalla en grado semejante. Lo que sí hacen algunas sectas protestantes es detallar las penalidades del infierno.

Describiendo el paraíso se aviva el deseo; describiendo el infierno se aviva el temor. Miedo y deseo, ya lo sabíamos. Esos son los ingredientes de la fuerza que nos empuja a creer.

 

Esoterismo y Misticismo

El esoterismo cristiano no ha carecido de importancia, y ahí está el ejemplo de Raymon Llull y del gnosticismo de muchos de los primeros padres del cristianismo, pero nada en comparación con el esoterismo judío o el de algunas sectas y grupos islámicos. En cuanto al misticismo, es decir, la experiencia personal y amorosa con Dios, sí son comparables. San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús y todo el movimiento eremita de los primeros cristianos pero incluso de los miembros de cualquier orden monástica, tienen su equivalencia en el sufismo musulmán. En el judaísmo, sin embargo, esoterismo y misticismo van de la mano, son dos caras de la misma moneda. Expongo a continuación algunas prácticas esotéricas de estas religiones.

Los textos escritos contribuyeron sobremanera a ello al recoger la historia mítica y dotarla de carácter sobrenatural. Y una vez establecido ese carácter, alrededor de él nacen las interpretaciones esotéricas. Por ejemplo, algunos grupos protestantes consideran que la Biblia contiene –palabra a palabra—la voluntad divina, y que es, por esencia, inalterable; lo que conlleva a que el creyente deba atenerse a un comportamiento  acorde con esa voluntad. Para los musulmanes el Corán es increado, existía antes de la creación, siendo su esencia hecha de aliento divino (que es uno de los atributos de Alá). Pero el Corán se abre a muchas interpretaciones. Toda la historia del Islam gira en torno de las alegorías que pronunció el profeta en ese libro.

No obstante, en donde los sentidos e interpretaciones resultan infinitos es en la Torah de los judíos. Para muchos de ellos, Dios y la Torah son lo mismo. Dios se limita a un texto, pero a un texto infinito. Infinitas son las interpretaciones que los talmudistas obtienen de él. De ahí la infinitud deYahwé. O dicho de otro modo: el universo entero y toda la creación están encerrados en sus páginas. Todo está cifrado, arquetípicamente cifrado (resultaría interesante un estudio de la posible relación de este misticismo y esoterismo judíos con el hecho de que el 50% de los premios nobeles sean judíos). Los seguidores de la Cábala se encargan de buscar en los entresijos de las palabras la verdad y el poder de la creación. Al modo mágico, mediante la imitación simbólica y el deseo. Pero aquí los símbolos son numéricos y lo que se quiere imitar es el acto creador original. Las pistas para desarrollar tal labor se hallan en otros dos libros: el Sefer Yetzirat, o Libro de la Creación, y el Zohar. Según esto, la creación se realizó mediante diez números (sefiroth) y 22 letras. Juntos forman los 32 senderos de la sabiduría divina. Las 22 letras forman grupos de tres, siete y doce letras: los tres números mágicos para el pueblo judío.

También los seguidores del Islam tienen sus números mágicos: el de los shiíes (duodecimanos) es el doce; el de ismaelíes (shiíes septimanos) es el siete. Los primeros tuvieron doce jefes espirituales, doce profetas y –según su doctrina—fueron necesarias doce emanaciones divinas para crear el mundo. Los ismaelíes cuentan siete jefes espirituales, siete profetas y siete emanaciones; siete escalones del conocimiento para acceder a la verdad, siete velos, siete estados del alma… la magia del siete. Otra tradición islámica se acerca más a los cabalistas, se trata de la Ciencia de las Letras y Ciencia de la Balanza, que tuvo sus más conspicuos representantes en los Gramáticos de Basora. Se basa en las permutaciones de las raíces árabes, y tiene como propósito descubrir en cada cuerpo, palabra o entidad, la relación entre lo manifiesto y lo oculto, medir el alma del mundo incorporada a esa sustancia, y expresar en números su valor.

Por no hablar de la arquitectura celestial que elaboraron esas religiones con fines de sobrecoger y maravillar, que alcanzó el súmmum en ciertas doctrinas gnósticas, pero que aún mantiene el chiismo septimano (los ismaelíes), con una miríada de ángeles y arcángeles emanando como manifestación de la divinidad en una archisimétrica disposición arquitectónica celestial. O la astrología del gran Ibn Arabi, (uno de los mayores sabios del Islam, nacido en Murcia), que establece una relación mágica entre las cualidades divinas, los ángeles, los profetas, las letras del alfabeto, los colores, los planetas, las regiones de la mano, los signos del zodiaco, los metales… vinculando en una gran correspondencia todo lo viviente. Y el misterio cristiano de la Santísima Trinidad o de la mocedad de María…

De todo lo dicho se deduce que, lo mágico, confeccionado a partir de simbolismo y deseos, y lo esotérico, es consustancial a lo religioso.

 

La cuestión catalana (IV)

Argumentos en las creencias nacionalistas

Las doctrinas establecen supuestas verdades sobre ciertos hechos de la realidad que sirven al doctrinario como fundamento en sus argumentaciones. Por ejemplo, una de las supuestas verdades-fundamento de la doctrina marxista es la expresada mediante la fórmula «desigualdad social y económica=injusticia». Si por conveniencia ―emocional, generalmente―y convencimiento la doctrina hace suelo en la conciencia, se convierte en creencia, esto es, se convierte en rutina del pensamiento, sobre dicho suelo pone esa doctrina sus reales, expande su imperio, y levanta una barrera sentimental para que las supuestas verdades que contiene pasen a considerarse inobjetables, esto es, para que cualquier razón o argumento en su contra sea tratado como una amenaza y se rechace. «Todo cuanto atente contra las ideas doctrinarias hay que rechazarlo; todo cuanto atente contra las verdades que esa doctrina contiene hay que destruirlo», son las instrucciones operativas que la protectora barrera sentimental coloca en la conciencia del individuo.

Las verdades fundamentales que la doctrina contiene son el germen del que surgirán las raíces de toda argumentación doctrinal y de la  sentimentalidad pertinente. De tal modo que ya asentada la doctrina y hecha creencia en la conciencia del individuo, pone en éste unos anteojos que ofrecen la perspectiva de una realidad que resulta, así, sesgada, a la vez que proporciona unos criterios para juzgarla, y, correspondientemente al cariz del juicio, encauzar la sentimentalidad. Es decir, toda creencia establece una ilusión de la realidad que moviliza los sentimientos hacia la conveniencia y el propósito que en esa ilusión se expresan.

Las creencias se fortalecen en la conciencia de los individuos mediante los sentimientos que concitan, pero no son las razones ni los argumentos justificativos de una doctrina en particular quienes hacen aflorar la sentimentalidad, sino el hecho de que en las supuestas verdades contenidas en la doctrina resuenen los atávicos ecos de nuestro pasado tribal. En tal caso aflora fácilmente la sentimentalidad. Uno de los atavismos que palpita con más fuerza en la conciencia del hombre es la promesa de redención de una existencia insatisfactoria mediante la consecución de un paraíso. El paraíso, como posibilidad, obnubila la conciencia de los hombres. Que la creencia posea un escaso núcleo conceptual, pero que dibuje en la imaginación del creyente un paraíso redentor, hace que la conciencia del individuo se hinche de potencia sentimental. La marcha del pueblo de Israel a través del desierto en busca de la Tierra de Promisión es un buen ejemplo de ello.

Las creencias nacionalistas prometen ese paraíso. Ahí radica gran parte de su fuerza. Pero antes de hablar de ese paraíso vayamos a descubrir primero al nacionalismo catalán. La supuesta radical verdad del nacionalismo catalán se cifra en esta afirmación: «Cataluña es una nación oprimida por el Estado español». En realidad dos afirmaciones, que Cataluña sea una nación, y que esté oprimida por el Estado español. La primera tiene más de conjetura que de objetiva verdad, pues no se amolda a los principales indicadores que definen una nación, ni como categoría histórica ni como voluntad muy mayoritaria de sus ciudadanos; pero la segunda carece de cualquier valor de verdad, pues de una simple comparación de los derechos democráticos y libertades que se disfrutan en Cataluña con los disfrutados en cualquier otra región de Europa se constata su falta de fundamento. Así que, dado que esta supuesta radical verdad no posee la entidad suficiente ―como «verdad»― para mover conciencias, el nacionalismo catalán las trata de remover mediante la promesa redentora de un paraíso.

El ilusorio paraíso de una Cataluña independiente ilumina el sendero del nacionalismo, y desde la imaginación de cada creyente, de cada adoctrinado, llama a la acción para la «liberación nacional»,  aunque no existan libertades que conquistar ni opresiones que sacudir ni siquiera resulte pertinente que esa supuesta liberación sea denominada «nacional». Pero aunque tanto el ilusorio paraíso carezca de factibilidad como que la «liberación nacional» sea un mero sinsentido, poseen, sin embargo, el valor de un lema o consigna, o mejor aún, el valor de un grito de guerra tribal. La ilusión que infunden, eso es lo que importa a efectos prácticos, no el que sean sinsentidos o sinrazones. Llaman a razones de la emoción tribal, y la tribu, además de llamar a los primigenios instintos grupales, en un mundo globalizado en donde el individuo se siente extraño, le proporciona cobijo y consuelo.

Derivadamente de la promesa de paraíso y de la radical verdad del nacionalismo expuestas, en los acólitos del nacionalismo catalán aparecen  dos categorías mentales, el «nosotros», que alberga a todos los seguidores de esa doctrina y a todos los defensores de esa supuesta verdad antedicha, y el «ellos», donde por exclusión se incluye a todos los que no comulgan con ella. Pero esta categoría «ellos», al irse haciendo  más radical y furioso el grito de guerra tribal señalado, se va transformando en la mente del nacionalista catalán en la categoría «enemigos», y contra estos se encauza entonces toda la insatisfacción y sentimentalidad que ha ido fraguando el adoctrinamiento: malquerencia, odio, rabia, venganza, ira…

Ahora bien, suele ocurrir ―y en el nacionalismo catalán ha ocurrido― que la promesa de paraíso no tenga suficiente envergadura significativa  para calar en la conciencia del dubitativo o indeciso hacia el nacionalismo y para conseguir atraerlo al rebaño. De sobras es conocido que hasta no hace mucho el nacionalismo independentista catalán era muy reducido. La estrategia para hacerle crecer, esto es, para que la promesa redentora encuentre eco en su corazón, ha sido la inversa a la que la lógica hace usual. Si lo razonable es que fuese la seducción argumentativa quien abriera camino para la infusión de las doctrinas nacionalistas y para hacer que la verdad radical resplandezca en el corazón del neófito, y entonces, a partir del asentamiento de la doctrina como creencia, conseguir que forme mentalmente la categoría de «enemigo» que vigoriza sus sentimientos y su adhesión a la causa, la estrategia, digo, ha sido la inversa: primeramente se ha «creado» al enemigo, para que después, la promesa redentora calara en el corazón del converso a la causa. Bellamente lo expresó Indro Montanelli: «Los pueblos sólo se unen cuando tienen un enemigo común». Así que el adoctrinamiento mediante la «inmersión lingüística», mediante la denigración continua en los medios dependientes de la Generalitat de la cultura y de los valores españoles, mediante las incesantes campañas de victimismo, de tergiversación y falsedad en el tratamiento de la Historia, de las burlas y ataques incesantes a los símbolos de España (con el consentimiento implícito o la mirada hacia otro lado de todos los partidos políticos), ha logrado crear y fortalecer a la categoría «enemigos» en la mente de los ciudadanos de Cataluña. Y una vez lograda esta categorización y encauzados los sentimientos, la promesa redentora y la supuesta verdad radical se infunden con mayor facilidad.

Bien es verdad que ante lo endeble de la argumentación que señala la promesa de la Cataluña independiente, y de que a España en su conjunto se le pueda aplicar la consideración de enemigo (pues mayoritariamente la población de Cataluña tiene sus raíces en otras regiones de España), para poder mejor vencer la resistencia de los reticentes a tomar como verdades las consideraciones expuestas, el nacionalismo catalán tuvo que dar un empujón más a lo ilusorio de esas consideraciones  y echar mano de un supuesto agravio que calara en lo más íntimo de estos ciudadanos reticentes, que calara y resonara en su egoísmo personal: «España nos roba». Tal supuesto agravio ha disparado el número de cabezas del rebaño nacionalista, pues, por una parte, se vitaliza lo factible de la promesa redentora (fuera de España seríamos más ricos), se señala claramente al enemigo, España; se trae al primer plano de la conciencia de la gente el supuesto agravio, lo que desata y encauza la sentimentalidad, y otorga argumentos al egoísmo del individuo.  Luego el supuesto agravio, como eficaz lema o slogan, produce nacionalismo.

Tales creaciones: verdad radical, promesa redentora de un paraíso, manejo de los atavismos tribales, categorización y fortalecimiento del «enemigo», infusión del sentimiento de agravio, consignas, encauzar la sentimentalidad a unos propósitos, generar ilusiones que obnubilen, falseamiento y tergiversación de los hechos históricos…, constituyen los pilares del independentismo catalán con miras a sus propósitos.