Cataluña, Ucrania, Tailandia, y en cierta medida el barrio de Gamonal en Burgos, son lugares en donde se ha puesto en cuestión el sistema de democracia representativa y se ha optado por la acción directa. Si el odio, la rabia y el resentimiento sobrepasan ciertos límites ―si se sobrepasa la masa crítica de indignación―aparece en las gentes un desprecio hacia los valores democráticos y cobran fuerza en el grupo los viejos instintos que impulsan a la acción directa, a la lucha, a la coacción violenta como medio de conseguir los fines deseados. Pretenden hacer prevalecer mediante la acción directa los deseos de unos cuantos, restando valor a la opinión de una mayoría manifestada en las urnas. La crisis actual favorece el resquebrajamiento de los valores democráticos por dos motivos principalmente. El primer motivo es lo propiciatoria que resulta la crisis ―por las desigualdades que se generan― para la aparición de odios y resentimientos. El segundo motivo es la decadencia moral que la crisis pone al descubierto: los valores democráticos han sido barridos por la escoba de la corrupción.
En todos los lugares antedichos, aunque sea contra el respectivo gobierno contra quien se dirige la rebelión, lo que palpita en el fondo de esas revueltas es un descrédito de los valores democráticos y de los gobiernos que las representan. Y aún más en el fondo lo que palpita es el sentir que «nuestro odio y nuestro resentimiento justifican la acción directa». Es decir, aparecen creencias justificadoras de la rebelión. Fórmulas tales como «igualdad=justicia», «lo justo y democrático es el derecho a decidir», «poseemos derechos históricos», «voluntad popular=justicia», etc. tratan de aportar razones para justificar la rebelión violenta y para saltarse a la torera el acuerdo social que constituye la democracia, así como los valores que sostiene. Dichas fórmulas que proclaman las creencias agavillan los odios y los resentimientos y los impulsan a la acción contra el enemigo. Porque en la mente del resentido se produce una categorización del «enemigo», de aquel que por poseer más riquezas que «nosotros», de aquel que se opone a nuestros deseos o propósitos, de aquel que posee razones contrarias a las nuestras, de aquel que es de otra «secta» distinta a la nuestra. Y hacia ellos se canalizan los odios y los resentimientos.
Tales intentos de devaluar las razones democráticas frente a la instintiva acción directa pueden resultar en cierto modo beneficiosos si se restringen a ser puntuales, si son excepciones que ponen de relieve la degradación democrática imperante en las instituciones y gobiernos, pero cuando se convierten en método violento y antidemocrático de resolución de disputas, tal como la acción de ETA en el País Vasco, tales intentos, digo, se convierten en gérmenes del Totalitarismo. Por esa razón hay que combatirlos, porque aunque se presenten con la cara amable del movimiento 15 M o del la revuelta del Gamonal, e incluso aunque las razones de uno coincidan con las razones que alegan en sus reivindicaciones, e incluso cuando en uno resuenen sentimentalmente los posibles derechos que reclamen, no hay que olvidar que deben prevalecer los valores y razones democráticos, pues en caso contrario nos abocamos a la dictadura totalitaria o al caos del desgobierno y la acción directa que se produce en Venezuela, por ejemplo.