En esta Entrada figuran dos propósitos; uno es el de saludar al otoño, con una suerte de oda barata que pone de manifiesto que esto no es lo mío; el otro propósito es el de cumplir con varios conocidos que me pidieron poner en este Blog el escrito que leí el viernes pasado en recuerdo de Manuel Benito Moliner con el motivo de poner su nombre al Centro Cultural de Huesca.
Se trata, por lo tanto, de una Entrada atípica con la que espero no defraudar del todo.
Hacia su efímero ocaso,
Cual ave de plumaje cárdeno
En vuelo titubeante,
Aletea la tarde
Acuna hojas el viento
Que derrama la enramada
Como lágrimas tristes de amante
En el adiós a su amada
En la alberca cercana,
Entre juncos y hojarasca,
El aire suspira al agua
Y extiende ondas irisadas
Tras una ventana,
La joven sueña con amores
Mientras la arboleda brama
Y alfombra el suelo escarlata
Se enseñorea el otoño de la floresta
Y un hilo de luz dorada
Deposita su melancolía
en el corazón de la muchacha
Una brisa acariciante
Asciende por sus carnes
Fraguando deseos
Y ajetreos de cama
A mis cansados huesos acuden,
A raudales,
Enjambres de recuerdos
Y de angustiosos pesares
Cierra la joven los ojos y
De la puerta de su corazón
A las ventanas de su entendimiento
Un murmullo de mariposas viaja
Sueña ella una serenata
De entrelazados cuerpos desnudos
Y una roja y violenta luna
Esparciéndose en la almohada
También yo espero
Desde mi retiro sombrío
Un murmullo similar
De lunas rojas y anhelos
A MANOLO BENITO
Eugenio me ha pedido que hable de la relación de Manolo con la literatura. Y el empeño no me resulta fácil. No porque yo no estuviese al tanto de esa relación o porque ésta no existiese, sino porque cuando tocábamos el tema literario lo hacíamos de manera festiva, siempre lo acompañábamos con unos tragos, así que, a decir verdad, los recuerdos aquellos los tengo un poco borrosos.
Lo festivo nos ocupó un buen número de años, durante los cuales unos cuantos amigos nos reuníamos, viernes o sábado noche, para hablar de lo humano y lo divino, y, claro, de libros.
Recuerdo que en esas reuniones los escritores hispanoamericanos estaban muy presentes. García Márquez y Borges, eran siempre temas de discusión y alabanza, pero sobre todo nos encandilaba el Pedro Páramo de Juan Rulfo.
Recuerdo un hecho que muestra el carácter de Manolo. Un día, al poco de conocernos y tras hablar de Cien Años de Soledad, se acercó a su casa y me trajo el libro Las lanzas coloradas, de Arturo Uslar Pietri, que trata de la descarnada contienda de realistas y patriotas por la independencia de Venezuela. Toma, me dijo, en este libro se prefigura el realismo mágico de la novela sudamericana.
Y me lo regaló tal como me regalaría más adelante otros varios, libros raros, como el Diario de Mircea Eliade, Historia de Mahoma, o la Moral a Nicómano, de Aristóteles, añadiendo: “Ya he encontrado otro bicho raro a quien interesan estos libros”.
Quiero hablar un poco de la tertulia que manteníamos. Manolo, Eugenio, Víctor Pardo, Ramón Guirao, y yo como fijos, aunque varios ambulantes nos visitaban de vez en cuando. El Apolo, el Ricocú el Rugaca eran nuestras bases de operaciones. Comíamos, bebíamos, hablábamos de libros, pero, sobre todo, festejábamos lo literario.
Me explico con ejemplos. El libro La fuente de la edad, de Luis Mateo Díez, fue durante una temporada nuestro modelo festivo. En esa novela, una cofradía de personajes esotéricos aficionados al alcohol, que andan en procesión de taberna en taberna y que intentan encontrar la fuente que les devuelva la juventud, eran los personajes que imitábamos. Cada semana traíamos leído un nuevo capítulo y nos regocijábamos comentando e incluso repitiendo algunos hechos entresacados de la lectura.
Y también festejábamos ocurrencias, como la de Mario Benedetti en un lupanar, desnudo ante varias meretrices, en la celebración, creo recordar, de su 60 cumpleaños.
Teníamos, incluso, nuestra musa particular, una musa que en ocasiones nos acompañaba y que alguna vez nos deleitó la madrugada con extrañas y sugerentes danzas.
Pero había otro Manolo mucho más profundo. Un Manolo que no creía mucho en la ilusión de la felicidad y que ponía todo su rigor y vitalidad en ser auténtico. Creía él que la autenticidad es la virtud primera. Y creía –también—que el hombre es educable, no tanto al modo rousseauniano, no tanto socialmente, sino más como individuo.
Para ello, jaleaba Manolo el desprendimiento de las máscaras sociales, el descreimiento de las grandes narraciones ideológicas, le gustaba caminar desnudo frente al mundo; y, el ir siempre de la mano de la bondad y la fraternidad.
En coherencia con ese credo, sus poetas preferidos eran los que dibujaban con mayor verdad esa forma de autenticidad suya: Luis Agustín Goytisolo era uno de los primeros, pero, sobre todo, a Manolo le encantaba José María Fonollosa, el poeta de vida solitaria que se negó a leer a sus contemporáneos para no dejarse influenciar por ellos y que publica en 1990, un año antes de su muerte, tras de 29 años de silencio. El poeta de Ciudad del hombre: Nueva York, y de Ciudad del hombre: Barcelona. El poeta al que encontraron muerto junto al poema que comienza:
No a la transmigración en otra especie.
No a la post vida, ni en cielo ni en infierno.
No a que me absorba cualquier divinidad.
Manolo escribió poesía y relato corto. Un buen día me envió el cuento, Una Navidad de locos, del 2007. En el cuento hace ingresar al protagonista en un hospital psiquiátrico, en donde la locura y la cordura son indistinguibles, van de la mano en todo momento.
En el cuento desmenuza el fariseísmo de la sociedad, pone lo humano en carne viva, y poco a poco va destruyendo los cachivaches morales que envuelven a pacientes y a enfermeros. Un poema ocupa la parte final del relato. Concluyo, leyéndolo.
Envidio a los demás esa rara habilidad
que tienen para posponerlo todo.
Congelan un amor apasionado
(¡congelan el fuego!),
retrasan la lectura de un libro,
aplazan sine die declarar
que están hartos del mundo.
Y llegan a viejos hablando del tiempo,
como si quisieran disimular
todos los deseos incumplidos.
Yo, por contra, vivo entregado al amor,
casi siempre en solitario,
leo libros viscerales en cuanto
caen en mis manos.
No me canso de denunciar
la apatía, la modorra
de mi especie que ha convertido
este hábitat en la sala de espera
de un tanatorio.
Pero no llegare a viejo, para qué,
qué me importan las inclemencias climáticas
si tengo que vivir día a día,
minuto a minuto, soportando
la adversidad colectiva:
sus reglas estúpidas,
sus leyes tiránicas, su vacío vital.
Y, aunque estoy solo en esta reflexión,
mantengo que la vida es corta e intensa
y la muerte larga y fría.
No, afortunadamente, no llegaré a viejo.