Esperpentos y credulidad

Navidad

La Navidad perdura como motivo de reunión familiar, de amor y esperanza. Algunos la intentan apartar de su ambiente festivo e intentan borrar sus marcas cristianas. Nos dicen que es un engaño, una excusa para comerciar –como si el comercio fuera la peste. La intentan sustituir por obligaciones colectivas, saltimbanquis y odio al consumismo. La Navidad era perversa y esto otro será el Cielo, dicen. Pero estas semillas nunca han germinado cielos saludables.

El esperpento político

El espectáculo que se ofrece en el parlamento español más que lamentable es esperpéntico. Las mentiras más descaradas, los insultos, la tosquedad, la descortesía, forman el vaho pestilente que sus señorías –de manera mayoritaria—exhalan en sus intervenciones. Ante las preguntas del oponente se esquiva la respuesta o se contesta con un insulto o con un “y tú más”, y generalmente mintiendo. La indigencia mental y la indecencia forman mayoría en el hemiciclo de las Cortes. ¡Y los palmeros!, esos aplaudidores cuya única labor parlamentaria es la de desgañitarse batiendo palmas a todo cuanto diga el jefe de su grupo. Y el rechazo casi unánime y malevolente a la excelencia; basta que una diputada destaque (suelen ser ellas) por sus argumentos y su oratoria para que la agresividad de la Cámara, con los dientes afilados, se le vuelva en contra y para que su propio partido la repruebe (la envidia no se queda en medias tintas).

Abolir

La moralidad ya ha sido abolida; ahora es la monarquía la que se intenta abolir. El proyecto va mucho más lejos. En el caos y la miseria las esperanzas buscan un tirano como el náufrago busca la salvación en un madero. Los mesías hacen fila para ser el elegido.

El don, la gracia y la excelencia

Ahora que la mediocridad ha impuesto por doquier sus fueros y normas y que se desprestigia el merito, me apetece –como buen mediocre y por ir a la contra—nombrar el don, la gracia y la excelencia, con nostalgia aunque brevemente. Hacen referencia esos términos a cualidades o habilidades que alguien posee, pero en su uso cotidiano presentan matices que los diferencias.

Con el “don” se alude a capacidades innatas. “Fulanito tiene un don para las matemáticas; menganito tiene un don para el baile”. Desde la niñez y sin apenas aprendizaje, el don que poseen hace distinguidos a ciertos individuos. La infancia, digo, es el ámbito temporal donde el “don” más resalta.

A la “gracia”, en cambio, se suele llegar por disciplinas y esfuerzos extenuantes, aunque si se tiene un “don” de apoyo el camino se allana mucho. Me refiero a la gracia en su acepción de elegancia y armonía de movimientos; es la “gracia” del cuerpo. Un cuerpo con gracia para ejecutar una acción no parece hacer esfuerzo. Los movimientos surgen fluidos y acompasados, son como pinceladas maestras en un lienzo aéreo. Tirunesh Dibaba, la atleta etíope de larga distancia es un ejemplo de ello. Verla correr los 5.000 metros con la apariencia de una frágil gacela, flotando en el aire de la pista sin que el esfuerzo pinte mácula alguna en su rostro, es ver la gracia en estado puro, transformada en belleza. Nadia Comaneci en los ejercicios gimnásticos o Fred Astaire en el baile son otros buenos ejemplos.

La “excelencia” tiene sus peculiaridades. Señala al que destaca, a aquel o aquellos que se han mostrado superiores compitiendo. En razón de esa competencia puede generar envidia e impotencia en los mediocres, así que no siempre está bien vista. Su campo abarca el de todas las cualidades y habilidades, pudiendo ser excelente en varias: Camilo José Cela era excelente escribiendo y también absorbiendo el agua de una palangana con el ano.

Credulidad

Resulta asombrosa nuestra credulidad. El cristianismo se mantuvo 2.000 años en Europa con el señuelo de un Dios y de un Cielo que  jamás han sido vistos, y con una cohorte de milagros que jamás nadie presenció. Bien es verdad que sus creencias se reforzaban con la amenaza de la hoguera, y que el “ver para creer” del Apóstol Tomás estaba muy mal visto. Hoy en día, la Iglesia del Cambio Climático repite semejante cantinela y los creyentes forman multitudes inmensas. De todas las calamidades que se predicaron en los años ochenta y noventa (la desaparición de los casquetes polares; las ciudades costeras de Europa y Norteamérica anegadas; los desiertos extendiendo su manto de arena por todo el planeta; la desaparición de las islas del Pacífico; las sequías espantosas; los calores insoportables…), aunque el pronóstico era para el nuevo milenio,  no se han cumplido ninguno. Pero la gente sigue convencida de que están a punto de ocurrir. Mientras tanto, nos ofrecen raciones gigantescas de circo y alarmismo, con la niña Greta y el presidente de la ONU en el estrellato. El “ver para creer” está proscrito; hoy impera el “creer para evitar el fin del mundo”. Sin prueba fehaciente alguna, los cristianos creen en un dios trino y los fieles de la nueva Iglesia creen en el cambio climático antropogénico, creen que la mano del hombre es la causante del Calentamiento Global. Unos y otros esperan temblorosos el final de los tiempos, el Apocalipsis final.

Sentimientos y animalidad

En los mejores sentimientos anidan las víboras más venenosas. El amor a los animales, si franquea ciertos límites, puede convertirse en odio a la humanidad. Ha habido toda una orquestación mundial para erradicar la rudeza de los hombres, para sensibilizarlo al extremo de hacerle sentir la muerte de una medusa. Se ha legislado, se han otorgado derechos, se han levantado altares de amor a los animales, y, como consecuencia, se sustituyen niños por mascotas y se evita la relación humana, incluso se detesta.

Por supuesto amor a los animales se nos pide que mutilemos nuestra animalidad. Esa que reclama venganza y crueldad frente al enemigo. Pero la animalidad reprimida se vuelve contra uno mismo y contra lo humano en general. Que nadie se lleve a engaño, Caperucita y el lobo son la misma cosa, forman parte del  individuo, así que suele ser habitual que quienes más se visten de piadosos sean quienes más odien.

Pequeños confites de estupideces sacras (I)

 

La homeopatía y el psicoanálisis no han dado jamás prueba alguna de su poder sanador (más allá del poder que ofrece el efecto placebo), pero ahí siguen, inánimes al desaliento, encandilando aún a una parte significativa de la intelectualidad, ¡y con buenas ganancias de los profesionales que las ejercen!

Pero, claro, el ser humano goza de dos cualidades que nunca han sido debidamente ponderadas: la de la credulidad y la de la estupidez.

Somos crédulos y estúpidos en grado superlativo. Si a ello le añadimos la necesidad y el deseo de curación que tiene el enfermo o el que sufre un desequilibrio mental, la credulidad y la estupidez dichas se acrecientan en ellos, pues el deseo dibuja en la conciencia fantasías dichosas (como la de encontrarse curado) que terminan por suplantar al sentido de la realidad que en esa conciencia habitaba.

A esa suplantación de la realidad por la fantasía que suscita el deseo a través de una creencia, ayuda el que ésta venga envuelta en vistosos ropajes. Por ejemplo, el psicoanálisis freudiano pone en escena un vestuario de tragedia griega:

Complejo de Edipo, complejo de Electra, moral apolínea en lucha contra lo dionisiaco de la sexualidad temprana, horda primitiva, pecado original en forma de trauma infantil…, y, sobre todo, una curación mistérica, una purificación psíquica semejante a la que se producía en los Misterios de Eleusis en la Grecia antigua, una purificación que propicia el nuevo chamán de la tribu, el psicoanalista.

En los creyentes de la homeopatía el ropaje no es muy vistoso, tan solo la guía que proporciona el dicho aquel de su creador Hahnemann, de que lo tóxico en pequeñas dosis sana. Pero lo cierto es que las sustancias homeopáticas solo contienen productos inocuos como la lactosa o el agua. La credulidad humana se encargará del resto, es decir, de que aquello que se toma es curativo.

La estupidez lleva puesto aquí el traje de lo «natural». Un número creyentes cada vez más grande, cree que lo natural sana y lo artificial mata, y se niegan a tomar antibióticos y otros remedios que la ciencia prepara. Pero un simple y objetivo vistazo a la realidad desmiente la verdad que esa creencia en la bondad de lo «natural» afirma poseer:

Natural es que uno se muera, que uno tenga enfermedades, natural era que la mitad de los niños ―en épocas no tan lejanas― muriesen al nacer de parto natural; naturales fueron las pestes y plagas que periódicamente asolaban y diezmaban Europa cuando no existían remedios artificiales.

En fin, he puesto el ejemplo de dos grandes estupideces que han sido sacralizadas, a las que una parte significativa de la intelectualidad rinde pleitesía; pero ¡que nadie se alarme!: la estupidez humana es un ave que anida con preferencia en los árboles más elevados.

De nuestra credulidad (I)

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Obvio resulta el señalar que somos de naturaleza crédula. Podemos creer en supersticiones que ya aparecen en tablillas mesopotámicas  de  cinco mil años de antigüedad: que nos sobrevenga el infortunio si derramamos descuidadamente la sal, si un gato negro cruza en nuestro camino, si pasamos por debajo de una escalera de mano apoyada en la pared… También creemos en magias diversas: vudú, hechizos, encantamientos, en el poder de San Cristóbal o San Eulogio, en la licuación esporádica de la sangre de San Pantaleón o de San Genaro, en lo funesto de una maldición, en la alquimia… Y cómo olvidarnos de las creencias acerca de las  «ciencias» de la adivinación: tarot, quiromancia, presciencia, astrología…, y en el Cielo, en el Infierno, en el fenómeno OVNI, en los dioses, en la reencarnación, en Satán…

No solemos exigir prueba alguna para creer en las cosas más absurdas, tan sólo sentimos la exigencia de confiar en quienes trata de infundirnos sus creencias. En ese caso, prontamente creemos; enseguida  mostramos  fe en su «verdad». Confiar en alguien es sentirse seguro a su lado, es tomar por cierto y auténtico todo cuanto nos trate de infundir, es reconocerlo como consistente realidad en que apoyarse. La confianza en los proclamadores de la «verdad» es llave maestra de nuestra fe. Confiar, o… que la creencia se amolde hasta en sus pliegues más íntimos al guante de nuestro deseo. En tal caso nos mostramos extraordinariamente proclives a creer. Sin duda,  solemos tomar por incuestionable verdad aquello que nuestro deseo o nuestros temores recomiendan. Así que esa naturaleza nuestra confiada, pesimista u optimista, temerosa y deseosa, es proclive a la ilusión, a ver la realidad ilusoriamente, a tomar por verdad lo ilusorio. De todo esto, en parte, en gran medida, trata este libro. Y, en gran medida, también, trata de descifrar, en el acomodo de las creencias al molde de los deseos y  los sentimientos, la causa de esa naturaleza ilusoria nuestra. En cómo se influyen unas y otras, en cómo se derrumban y se construyen nuestras «verdades», en cómo percibimos otras evidencias al ritmo con que nuestros cambian nuestros deseos y nuestros sentimientos. Y a mostrar al desnudo cuánto tienen de verdad algunas ideologías.

Ortega y Gasset señaló que «las creencias no son ideas que tenemos, sino ideas que somos». Es decir, las creencias se encuentran asentadas en nosotros, se nos presentan de forma indudable,  nos adherimos a ellas sin reflexión. Se comportan –dice—como los cimientos que soportan todo lo demás, proporcionándonos así una orientación básica. Otro pensador, Charles Sanders Peirce mantuvo la doctrina de la Credulidad primitiva, según la cual los hombres somos criaturas crédulas por naturaleza y llegamos a ser escépticos por la experiencia. Para Peirce, las creencias guían nuestros deseos y conforman nuestras acciones; son un hábito que proporciona al organismo un estado de equilibrio. Ambos pensadores proclaman ese carácter de hábito que tienen las creencias. Se tienen o no se tienen, se pueden adquirir o se pueden perder, pero una vez aposentadas manejan nuestro comportamiento; y lo «manejan» tal como se maneja una bicicleta o los pedales del coche, sin tomar consciencia de ello, sin que notemos su acción, sin que notemos su «presencia», sin que tengamos que plantearnos a cada instante  el «qué hago ahora», sin que tengamos que preguntarnos a cada momento por su validez. Pero la duda viene a poner en solfa su certeza o lo adecuado o benéfico que una creencia resulte (recuérdese que somos esencialmente egoístas). La duda, que surge cuando una nueva evidencia se opone a la «verdad»  que la creencia al uso nos proporciona, es un estado de inquietud e insatisfacción del que tratamos de liberarnos.  Si tal desazón nos produce la duda, se entiende que sintamos prestamente la necesidad de creeri. Huyendo de la inquietud, de la desazón, las creencias firmes representan un refugio, un amparo. Se verá la manera en que tal consuelo enraíza en el temor y en el deseo; temor y deseo que modelan nuestro comportamiento.

Julián Marías añade: «Las creencias son sistemas socializados de conceptos e ideas que organizan la percepción de partes del mundo –o de su totalidad—en el que vive la sociedad de referencia». Ciertamente una creencia es una perspectiva, es un particular enfoque cromático través del cual miramos la realidad. Miramos al mundo y lo vemos mediante la perspectiva que aducen nuestras creencias. Pero la idea proporciona una visión similar, así que para el propósito de vislumbrar la acción que las creencias llevan a cabo en lo humano, su génesis, los beneficios que proporcionan,  e incluso su relación con los sentimientos y la influencia que ejercen en la conducta, conviene poner lindes —aunque sean lindes corredizas— entre ellas y las ideas, acotando también lo que son  meras rutinas de comportamiento que carecen de entramado significativo, que carecen de otra base conceptual que no sea el mimetismo y la adscripción emotiva a ciertos símbolos. La grey en el campo político o en el de la superstición son ejemplos de esto último que digo.

Tanto las ideas como las creencias son sistemas de conceptos que organizan la percepción de parcelas del mundo y nos proveen de criterios para hacer inteligible la realidad y juzgarla. Sin embargo, son distintas en sus raíces: las ideas las tienen en la superficie, mientras que en las creencias son subterráneas. Las creencias se enraízan en las categorizaciones que establecemos del mundo mediante el aprendizaje, el hábito y las costumbres, y al categorizarse se adhieren a lo pasional, como iremos viendo, y por fin  se fijan  como certezas que indican indudables formas de actuar o juzgar: se hacen rutinarias, adquieren «solera». En cambio, las ideas se muestran  más menesterosas,  están siempre de precario, más a merced del viento de la discusión, más al albur de la fuerza de las ideas contrarias o del cambio de parecer razonado.  La idea siempre se halla insegura, incompleta, permanentemente ha de validarse; se muestra temblorosa, frágil, no tienen sus anclajes consistencia, necesita conectarse a conceptos firmes, con  raigambre. Si tal conexión ocurre y la idea se percibe indubitable, si se reconoce como obvia, si aparece  clara, firme y segura, si ya ha echado raíces en el subsuelo de la conciencia, si el árbol de tal enraizamiento da frutos en forma de rutinas de acción y pensamiento…, entonces y sólo entonces, es clara la señal de que la idea se ha hecho creencia.

Abundan, como ya he dicho, un tipo de creencias, de «caparazón duro», con  escasos argumentos y razones significativas, pero fuertemente enraizadas en la sentimentalidad. Suelen ser creencias grupales, propias de la grey religiosa o política. Símbolos, banderas y ritos actúan como síntesis de creencias y reclamos de  emotividad. Ciertos hechos, ciertas interpretaciones del pasado histórico, se sustancian, para el consumo de la grey, en  símbolos y banderas  que proporcionan referencia emotiva, y determinan y fijan con seguridad quién es el «amigo» y quién el «enemigo». Con mucha menos nitidez, señalan en determinados casos  dónde está el Bien y dónde el Mal, y qué cosas son ciertas y qué cosas falsas. Tales «creencias», sin apenas entidad conceptual, producen en lo político un seguidismo ciego al ser utilizadas como simples consignas. Al proporcionar una fuerte raigambre emocional, la agitación interesada de símbolos y banderas produce, a su mismo ritmo, una agitación de las emociones de la grey. Además, siendo de caparazón duro y careciendo de andamiaje conceptual, se hallan blindadas ante las evidencias en su contra: ante cualquier evidencia comprometedora la grey suele mirar hacia el lado opuesto. El caparazón duro, hay que decirlo, lo suele proveer el resentimiento, pero ésta es cuestión que se tratará después convenientemente. Ahora lo que conviene es escrutar ciertas pasiones sobre cuyo pendón se encrespan y se entretejen como guirnaldas las creencias.