El yo, los yos

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Si uno evoca la ocasión aquella en que hizo el más espantoso de los ridículos, vuelve a sentir una dentellada de vergüenza y, aún, aunque de forma aminorada, se fustiga con desdén. Tal hecho parece mostrar que poseemos un yo que nos conecta con los aconteceres pretéritos y con las emociones que palpitaron entonces. Pero, ¿y si los recuerdos nos hubieran sido implantados? En todo caso, se trata de un yo que tiene mil caras cambiantes, o, mejor, un yo reflejado en mil espejos que se deforman contantemente, o, con mayor propiedad, un yo formado por esos reflejos.

Forman parte de ese yo todos los sistemas del cerebro que procrean nuestro “ser” y velan por él. Sistema de atención, de memoria, sentimientos, razón, impulsos, imaginación, procesamiento, deseos, temor…, y otros sistemas que posibilitan que aniden creencias en nosotros y que fluyan pensamientos. Todos esos sistemas –que se encuentran muy relacionados entre sí—son  espejos donde se mira el yo y donde descubre a cada instante que ya no es el mismo que era en el instante anterior, pues en cada momento cambia la curvatura de los espejos y la imagen que producen. Así que nuestro yo cambia de manera continuada, pero algunos cambios quedan impresos con tinta que es poco menos que indeleble.

Si cambian mis creencias acerca de la realidad, cambia mi forma de escrutar y juzgar el mundo, y mi yo cambia de manera tan duradera como las nuevas creencias que han hecho en mí su asiento. Por ejemplo, ha bastado que en Cataluña prendiera la llama nacionalista para que padres, hijos, esposos, amantes, amigos íntimos, dejaran de hablarse y reemplazaran el amor que se tenían por odio. Ese nuevo yo ve de otro modo los hechos, está animado de otros sentimientos, juzga de manera diferente.

En este caso, las creencias han arraigado en regiones profundas del cerebro y desde allí gobiernan el reflejo de todos los espejos. Gobiernan la razón, la lógica, las emociones y los deseos, que se ponen a obrar a su servicio. Un nuevo yo ha aparecido; gigantesco, fanático, peligroso. El mismo yo que apareció en Yugoslavia y produjo centenares de miles de muertos croatas, musulmanes y serbios que hasta entonces vivían en concierto.

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Y, sin ir tan lejos, mi yo matutino es distinto al de la tarde, y mi yo a los 20 era muy distinto al que fue a los 40 y muy distinto al de ahora. Cada uno de nosotros ha transitado mil yos que han sentido, pensado y creído cosas muy distintas de manera muy diferente; que han sido “otros yos” que ahora apenas reconocemos.

También el yo del enamorado, el yo del fanático, el yo del guerrero, el yo del religioso o de animalista, el yo del científico, el del revolucionario… ¿no obedecen en gran medida todos ellos a las circunstancias y a las creencias y temores que uno tiene?, ¿no son intercambiables sus actores?, es decir, ¿no puede el individuo que fue torero hacerse animalista, y el pacifista hacerse guerrero? Claro que pueden. El pedófilo no siempre lo ha sido, ni tampoco el asesino, ni el masoquista ni el sádico ni el bendito, aunque tuvieran algunas predisposiciones para serlo. Ha sido la labor duradera de los tornasolados miles de yos que pergeñan los espejos quien les ha conducido  por esos caminos de anormalidad.

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Habrá quien objete que los recuerdos establecen una historia personal e intransferible que determina un solo yo, aunque sea un yo histórico y ambiguo en su manifestación, pero esta objeción –que  no refuta los múltiples yos antedichos sino que redefine el yo atribuyendo su unicidad a su cúmulo de experiencias y recuerdos—no resulta muy válida porque los recuerdos no tienen la consistencia que parecen tener. Durante los noventa del pasado siglo se dio en EEUU una plaga de acusaciones por parte de gente de mediana edad que aseguraban haber sido violados por alguno de sus progenitores durante la infancia. Más tarde se descubrió que se trataba de falsos recuerdos inducidos por una pléyade de psicoanalistas que sostenían sin criterio objetivo alguno que todas las enfermedades psíquicas provenían de abusos sexuales en la infancia.  David Eagleman, en su libro El cerebro, relata el caso de la neurocientífica Elizabeth Loftus, de la Universidad de California. Nos dice que cuando era niña su madre se ahogó en una piscina. Años más tarde un pariente le dijo que fue ella quien la encontró ahogada. Ella lo ignoraba, pero se puso a pensar en cosas que recordaba, como la llegada de los bomberos, y enseguida visualizó a su madre ahogada. Pero luego el mismo pariente la llamó para comunicarle que había sido un error, que fue su tía la que encontró el cadáver. Así que todo lo que había “recordado” era un producto de su imaginación. La memoria es frágil y muchas veces se rellena con cosas imaginadas.

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El yo viene a ser, también, valga la comparación, como la ciudadela de nuestro cuerpo, que tiene que hacer frente a las embestidas de la realidad, y para eso varía sus defensas, distribuye sus defensores, arregla lo destruido y construye nuevos torreones constantemente. Nuestros cerebros no paran de reescribir sus circuitos neuronales (no paran de curvar los espejos) para adaptarse a la realidad, y el yo cambia en correspondiente manera. Y, ¡pobre del individuo que tenga un yo poco elástico, es decir, que se haya mantenido siempre fiel a unas creencias, a unos deseos, a una forma determinada de sentimentalidad!, porque significaría que apenas ha aprendido nada en su vida.

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Memoria

En el relato de Borges, Funes el memorioso, Ireneo Funes da cuenta en latín y en español de los casos de memoria prodigiosa registrados en la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitridates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio…

Para enfatizar la brutal enormidad de la memoria de Funes, Borges nos propone la infinitud: «…percibía todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes ancestrales del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que solo había mirado una vez y con las líneas de espuma que un remo levantó en Río Negro la víspera de la acción de Quebracho.»

Se tienen registros de otras hazañas memorísticas increíbles protagonizadas por «sabios idiotas». Quien se sabía de memoria los nueve volúmenes del Diccionario de música y músicos de Grove; quien memorizó con una sola lectura el listín de teléfonos de Nueva York; quien es capaz de pintar en un lienzo todas las casas y barrios y calles y avenidas de Moscú habiendo mirado unos segundos una fotografía aérea de esa ciudad.

En todos tales casos cuasi espantosos el sujeto no puede olvidar. Los datos colapsan la capacidad de su cerebro y aparecen déficits en otras áreas de procesamiento cerebral como en la capacidad intelectiva o en la capacidad de relación social.

Dicen los entendidos que poseemos una memoria de hábitos, otra memoria episódica que guarda las experiencias en el orden de las imágenes de un film, y una memoria semántica que da significado a lo ocurrido. También poseemos una memoria de corto plazo o de trabajo y una memoria de largo plazo, un almacén de situaciones, hechos y aprendizajes.

Ciertos daños cerebrales son capaces de destruir la capacidad de crear nuevos recuerdos, y el sujeto olvida al cabo de unos pocos minutos todo lo experimentado. Varias series de televisión muestras las desventuras de estos protagonistas, que se ven obligados a llenar las paredes de notas escritas que les recuerden lo más relevante que les ha sucedido en el día y los encargos que han de cumplir.

A cierto personaje en la obra de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, le ocurría algo semejante. Se hallaba en una fiesta de la princesa de Guermates y saludaba cada poco a los invitados como si les conociera por primera vez.

Además de obrar de almacén de experiencias y de relacionar y gestionar su recuerdo, esto es, de evocarlos, de traerlos al escenario de la conciencia, las redes de la memoria también puede crear esas experiencias imaginativamente. Se trata del llamado Síndrome de los falsos recuerdos, y aparecen muy fácilmente por sugestión.

Y pueden resultar peligrosos. Kelly Lambert y Scott Lilienfeld, estudiosos del cerebro, aseguran que la práctica de la hipnosis y del psicoanálisis, al introducir en el paciente, sin advertirlo, falsos recuerdos, ha provocado desastres en la personalidad de una legión de personas. En los años 90, en Norteamérica, se dieron decenas de miles de demandas judiciales de pacientes de psicoanalistas contra sus padres acusándoles de violaciones durante la infancia. Un examen riguroso de los casos llevó a determinar la escasa fiabilidad de las técnicas de recuperación de memoria practicadas por el psicoanálisis, así como la inducción de falsos recuerdos de abusos sexuales en la infancia y la consiguiente creación de graves trastornos mentales en los pacientes.

Recuérdese que para el primer Freud lo sexual reina en nosotros desde la más tierna infancia, constituye nuestra esencia. Al respecto, llega a decir: «Es posible que nada importante suceda en el organismo que no contribuya con sus componentes a la excitación del instinto sexual». Así que, con esa premisa, dando por hecho de que todos los desequilibrios de la madurez provienen de conflictos sexuales de la infancia olvidados, algunos psicoanalistas, con preguntas que inducen ya la respuesta, producen en sus pacientes la formación de recuerdos falsos. Quien entró con un simple dolor de cabeza a la consulta de un desaprensivo psicoanalista, puede salir con la certeza de que fue repetidamente violado por su padre en la infancia.

Así que la memoria no es muy fiable. Y tenemos también memoria emocional. Pero tal cosa se verá en la próxima entrada.