OCURRENCIAS DISPERSAS

La rueda del mundo

Mil años estuvieron los cristianos esperando la «inminente» llegada del fin del mundo acompañada del juicio final.  Tal era su gran esperanza para escapar de este valle de lágrimas. Cincuenta años llevan los miembros de la Iglesia del Cambio Climático esperando el apocalipsis climático que nos destruirá. Cambian las circunstancias, pero no cambian las respuestas. Con esperanzas y amenazas se dirige el rebaño.

Saltos frustrados

Los antiguos griegos y los musulmanes de los primeros siglos del islam estuvieron a punto de conseguir un salto tecnológico que en la realidad tardaría muchos siglos en producirse. La aversión al trabajo manual de los pensadores griegos impidió que su matemática se hiciese práctica y se encarnase en ciencia. A los musulmanes se lo impidió el triunfo en el siglo XI de la concepción religiosa más rígida.

Inventar problemas y agrandar mitos

Los políticos y los «vividores» son duchos en inventar problemas que les procuren buenos beneficios, aunque con ellos agobien o asfixien a la población. A cuenta de la violencia machista viven cientos de miles de feministas, aunque estadísticamente la violencia siga en sus trece de no aumentar. Aplíquese el mismo cuento al Cambio Climático, a la violencia infantil, al racismo y a un gran número de «problemas». En caso de que el problema esté perdiendo atención, los políticos y vividores ponen su foco en él y lo agrandan hasta el extremo de hacerlo aparecer como el mayor peligro de la humanidad.

Aburrimiento

Aseveró Bertrand Russell que el aburrimiento es causante de la mitad de las revoluciones y locuras que se producen en el mundo. Me viene al recuerdo aquella banda, «los cinco de Cambridge»,que espió desde Inglaterra para la URSS. De familias adineradas, incluso aristocrática en uno de los casos, eran buscadores de emociones fuertes con que aliviar su aburrimiento, creyeron que el espionaje les proporcionaría el remedio que buscaban.

Temor

Temo que, al igual que la utopía comunista trajo decenas de millones de muertos y pavor generalizado en los países donde se instauró, la utopía globalista de la convivencia pacífica y sin fronteras traerá el fin de la civilización en Europa tal como la entendemos, y vendrá acompañada de una gran catástrofe social. De buenas intenciones está embaldosado el infierno.

Creencias

Hay una predisposición en el hombre a creer en una entidad superior, perfecta y justa, a la que someterse y a la que entregar la vida en sacrificio. La entidad puede reconocerse como un dios o como una idea, como una religión o como una ideología, como Yahvé, Alá, el planeta Tierra o el comunismo. En esas entidades se busca protección y justicia, y se mantienen enraizadas en el marco de las creencias populares desde hace miles de años, aunque el mundo sea ahora completamente distinto a como fue cuando cobraron plenitud. No hace muchos años que aún se practicaba en ciertas zonas rurales de Francia y España ceremonias de fertilidad al lado de megalitos prehistóricos; y la actual expresión religiosa hacia vírgenes y santos apenas tiene diferencias de matiz con la que se daba miles de años atrás para con dioses y diosas de la fertilidad. ¡Y qué decir de las ceremonias que giran alrededor del Cambio Climático!

Metafísica e idealismo

Una parte de la filosofía camina frecuentemente por esos caminos como buscadores de oro, incapaces de encontrar una sola pepita dorada de certeza. Finalmente, pintan de amarillo un guijarro y lanzan al vuelo campanadas de triunfo. Enseguida acuden miles de daltónicos a seguir profundizando en el filón.

Religiosidad: ventajas y desventajas

Frecuentemente con ignorancia y soberbia, los que se tildan de antirreligiosos se mofan de los creyentes y les achacan cerrazón moral, infelicidad e hipocresía. Estos últimos, a modo de respuesta,  tienen contra aquellos toda clase de prejuicios y toda suerte de precauciones. Pero el bienestar de cada individuo puede ser venturoso, independientemente de su cercanía a la religión. En realidad, toda adscripción ideológica, como todo compromiso que se adquiere libremente, puede tener sus pros y sus contras, sus ventajas y sus inconvenientes. Esbozo a continuación aquellas que, a mi parecer y en un sentido u otro, tienen aquellos que siguen dictados religiosos.

Ventajas

  1. La creencia en la Vida Eterna aminora la angustia de tener que morir, pues no en vano el deseo de  inmortalidad ha sido una constante desde las primeras civilizaciones. También reconforta en gran manera tener la esperanza de que hay otra vida en el más allá llena de gozo. Pensar que allí encontrará a sus seres queridos le reconforta al creyente.
  2. Los creyentes profundos tienen en su Dios a su confidente y salvaguarda, alguien con quien platicar. Incluso puede fluir el afecto. Uno puede dar afecto a esa entidad fantasmal que es un dios, y también sentir que se recibe. Recordemos aquellos versos tan sentidos de Teresa de Jesús: Vivo sin vivir en mí/ y tan alta vida espero/ que muero porque no muero.
  3. La comunidad religiosa ofrece ayuda, sentimientos de compasión y caridad, y una identidad desde donde echar raíces.
  4. La creencia religiosa ofrece una moral para guiar el comportamiento. Las dudas son despejadas, el debate entre razones en la conciencia queda simplificado, honradamente, ¿quién desaprovecharía el saber qué está bien y qué está mal, y el qué hacer en cada momento? Pues todo eso, al menos en parte, lo proporciona la fe religiosa.
  5. No podemos tampoco obviar el remedio psicológico que proporcionan los rezos, la confesión y el pensamiento dirigido hacia una figura celestial que te escucha y que te perdona toda maldad con solo arrepentirse con la suficiente contrición.
  6. Entramos en este punto en el carácter gregario del que los humanos hacemos gala. Si ante un líder hacemos dejación de nuestro criterio y nos sometemos al suyo, es decir, nos ponemos en sus manos, qué no podemos hacer ante la figura de un líder-Dios. El creyente puede caminar sin vacilaciones y puede vencer sus deseos impuros bajo ese liderazgo.
  7. Por todo ello, quien tiene la suficiente fe, suaviza el temor que el mundo presenta para quienes se hayan desamparados de la figura divina. Además, sabe qué abrazar y qué rechazar, quien es su amigo y su enemigo (quien rechaza a Dios). En fin, no son pocas las ventajas.

Desventajas

  1. El temor a las penas del infierno o a la ira de Dios que un creyente puede sentir ante el pecado, pueden llegar a ser angustiantes. La culpa, ese temor al omnipresente ojo divino pueden llevarlo a un martirio diario
  2. La extremada rigidez religiosa, como era usual entre calvinistas y luteranos, pueden secar la alegría del individuo, puede convertirlo en un atormentado que ve pecado en todos los actos de la vida.
  3. Muy corriente es que tales individuos se aparten del mundo y dejen de tener relaciones sociales.
  4. También es muy corriente que se nieguen la posibilidad de disfrutar de una vida gozosa, acorde a la realidad, y que caigan en obsesiones.
  5. El creyente se somete a una doble servidumbre, la de un dios omnipresente y la del grupo religioso al que se pertenece, que observa y juzga su comportamiento en todo instante.
  6. La propia libertad, el juicio sobre las cosas, la conciencia, se encuentran  en el creyente maniatadas. En ese sentido, el religioso actúa como un cobarde que, por miedo, no se atreve a tomar las riendas de su propia vida y enfrentarse a los avatares que ésta presente.
  7. Se rechaza la propia naturaleza, esto es, se rechazan los instintos sexuales y todos cuantos vayan en contra de las creencias que uno sostiene. Así que, para muchos, la vida se convierte en un constante luchar contra las inclinaciones de nuestra naturaleza.

Que cada cual se aplique el cuento.

TEMORES

EL TEMOR

Tengo para mí que el temor no se encuentra bien tipificado en los diccionarios. El Diccionario de uso del español de  María Moliner lo define como «la creencia de que se puede recibir daño de otra persona o de una cosa», y se le encasilla vulgarmente como un miedo mo­derado. Pero en el temor existen gradaciones que abarcan desde el suave desasosiego al terror agónico o al pánico.

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Expongo un ejemplo histórico de temor desorbitado: En marzo de 1220 Gengis Khan tomó Samarcanda y masacró a su población. Igual suerte sufrió el Jorasán iraní y Afganistán. Las ciudades fueron reducidas a escombros y los cronistas musulmanes de la época narran que los cráneos apilados formaban montañas. Tal devastación provocó en el imperio musulmán un temor inmenso hacia los mongoles. Un temor que podemos apreciar por el relato del cronista Ibn al-Athir:

Me han contado cosas que apenas pueden creerse; tan grande era el es­panto que Alá había puesto en todos los corazones. Se cuenta, por ejem­plo, que un solo jinete tártaro entró en una ciudad muy poblada y se puso a matar a todos sus habitantes uno tras otro sin que nadie se atreviera a defenderse. He oído decir que un tártaro, no teniendo ningún arma y que­riendo matar a uno que había hecho prisionero, le ordenó que se acostara en tierra, fue a buscar un sable y después mató a ese desgraciado, que no se había movido.

Sacamos la conclusión que el temor nacido en la conciencia de los musulmanes por el hecho de imaginar la ferocidad de los mongoles, fue creciendo hasta convertirse en pánico paralizante. Como se ve, el temor es un miedo anticipado, es el miedo que la conciencia construye al imaginar peligros venideros.

Otros muchos ejemplos sobre el temor nos son cercanos: la del aprensivo, que siente un temor difuso al contacto o a la ingestión de una sustancia que tiene como tabú; la infinidad de temores que sentimos a diario y que según lo medroso de nuestro temperamento pueden encogerse al pensarlos o, por el contrario, hacerse gigantescos; el temor supersticioso que nos sobrecoge al cruzarse en nuestro camino u gato negro o si nuestro horóscopo nos lanza previsiones funestas…; incluso hay documentadas muertes por temor debido a la maldición lanzada por un hechicero o por haber violado un tabú.

Pero el temor presenta aún mayor vigor y presencia en nosotros porque aparece camuflado en la mayoría de los sentimientos. La vergüenza, la timidez, el pudor, el miedo al ridículo, no son otra cosa que temor a aparecer a los ojos ajenos disminuido, a que los demás nos perciban carentes de cualidades y méritos. La compasión representa el temor a encontrarse uno mismo en el lugar del compadecido en el futuro. Los mismos celos representan el temor que sentimos ante el peligro de perder la posesión afectiva que creemos nuestra.

El quid del asunto estriba en que en el pensamiento se produce un juego a tres bandas en el afán de prevenir los peligros: las creencias del individuo sobre el asunto que le preocupa, las razones que emplea para su análisis, y la emoción que el asunto le genera; de la mutua influencia entre ellas se genera el pensamiento del que se alimenta el temor. Recursiva y retroactivamente se influyen las tres[i], pudiendo llegar a imaginar situaciones imposibles en las que el peligro, la amenaza o el daño se agrandan hasta límites fuera de la realidad, produciendo un temor desproporcionado que puede hacerse terror.

Un temor de actualidad

Cuando desaparecen los valores sociales o son relativizados hasta perder su misma esencia, ocurren cosas como las ocurridas en Roma en el siglo III d. C., que la guardia pretoriana asesinaba a los emperadores a su antojo y vendía el cargo al mejor postor. Varias decenas de ellos se sucedieron en un solo siglo (algunos sólo duraron días), pues la soldadesca de las legiones copiaron a los guardias pretorianos y elegían un emperador hoy para asesinarlo mañana, dándose el caso de que varias legiones eligieran cada cual al suyo en distintos territorios y disputando guerras por imponerse a los demás.

El circo que organizan a diario Podemos y el nacionalismo catalán me recuerdan enormemente este asunto. Haciendo caso omiso de leyes, valores y símbolos, o despreciándolos,  no les preocupa otra cosa que salir cada día en el noticiario de televisión diciendo sandeces que lleguen fácilmente a los intestinos de la audiencia. Ya hemos tenido en un año tres votaciones para el Congreso y me temo que se producirán algunas más en un corto periodo de tiempo. También tenemos a nuestros  invasores bárbaros,  cuyo ánimo secreto es acabar con nuestro sistema democrático. Y tenemos nuestro senado romano, el Congreso de Diputados, que, como aquel, parece una chirigota.

Malos tiempos nos aguardan.

 

[i] Mediante las creencias categorizamos situaciones, hechos y personas y  esa categorización lleva aneja una etiqueta emocional que, a su vez, es germen de determinados pensamientos, que en la vía de doble dirección que señala Damasio, influye en las emociones, que influye a su vez en los pensamientos, que influye en las creencias, que…

CONDUCTA SOCIAL Y NATURALEZA HUMANA II

 

CONVENIENCIA SENTIMENTAL

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Los sentimientos nos sugieren que determinada conducta o acción frente a los demás es aceptable y grata o, por el contrario, es reprobable. Nos hacen sentir atracción o repulsión, malquerencia o bienquerencia, gozo o malestar, paralizan la acción o nos impulsan a ella. Frente al otro, frente a quien nos relacionamos, nos concitan un rumbo y una intención. En resumidas cuentas, mediante dicho sentir hacen resaltar en nuestra conciencia lo conveniente  de tal o cual modo de actuar en relación a tal o cual individuo, predisponiéndonos a estar alerta o a confiar despreocupadamente.

Los sentimientos surgieron como tales en las primitivas agrupaciones de homo sapiens ( muy plausiblemente, se esbozaron en la época del homo erectus), con vocación de actuar a modo de reguladores sociales. La compasión, la vergüenza, la culpa, la envidia, los celos…actúan como instrumentos de la naturaleza humana. Procuran por un difícil equilibrio entre los intereses individuales y los sociales. Propugnan una difícil entente entre el competir con los demás y el cooperar con ellos.

Para sobrevivir en un medio hostil, nuestros primitivos ancestros tuvieron que competir y cooperar entre ellos. Lo mismo ocurre hoy en día en cualquier  negocio: en la empresa los trabajadores cooperan y compiten entre ellos por obtener beneficios empresariales y por alcanzar estatus a costa de los demás. Para estas labores resultaron y resultan de gran utilidad los sentimientos (y también para la convivencia y para la defensa del grupo y del individuo…).

La crueldad, los celos, el odio, la envidia –en  ciertas circunstancias—, actúan en nosotros en forma de pulsiones que nos impelen a competir; la compasión, la vergüenza, el afecto, facilitan, en cambio, la cooperación. Así que los sentimientos, con las pulsiones y la predisposición que nos producen hacia los demás, muestran a la conciencia el comportamiento que al sistema emocional le resulta conveniente cuando un individuo se encuentra frente a otros individuos.

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El compasivo “percibe” conveniencia en actuar con misericordia frente a unos y con odio frente a otros; el vergonzoso “percibe” conveniencia en evitar situaciones en las que podría aparecer deshonroso; la conveniencia del envidioso se cifra en hacer desaparecer al oponente que le hace sombra…

Los sentimientos tienen una importante particularidad: son en alto grado educables, lo cual les confiere un plus de potencial peligro. Incluso pueden ponerse de moda, tal como la compasión y la conmiseración lo están ahora. Los horrores de la 2ª Guerra Mundial fueron un toque de clarín para que se evitara la crueldad e imperase  la compasión. En el fondo, ese es el programa de la filosofía de la llamada Escuela de Frankfurt. El buenismo, cuya moralidad impera hoy en día en Occidente, hunde sus raíces en esa fuente.

La compasión es hoy, a nivel social, el sentimiento estrella, pero la compasión se alimenta de temor, y este sentimiento es el gran reconductor de conciencias. El temor es un miedo anticipado imaginativamente, es el sentimiento que nos produce la percepción de una amenaza en ciernes. Sentimos temor por un peligro supuesto, no por un peligro presente.

En el espectro humano se pueden observar caracteres más o menos medrosos (y también algún Juan Sin Miedo) pero, como sentimiento que es, es educable. Lo sentimos especialmente cuando otros lo sienten y lo comunican.

El temor se propaga entre las gentes como una llama en la estopa; es altamente contagioso y puede agrandarse en nuestra conciencia hasta el delirio. Voy a poner un ejemplo. En marzo de 1220 Gengis Khan tomó Samarcanda y masacró a su población. Igual suerte sufrió el Jorasán iraní y Afganistán. Las ciudades fueron reducidas a escombros y los cronistas musulmanes de la época narran que los cráneos apilados formaban montañas. Tal devastación provocó en el imperio musulmán un temor inmenso hacia los mongoles. Un temor que podemos apreciar por el relato del cronista Ibn al-Athir:[i]

Me han contado cosas que apenas pueden creerse; tan grande era el es­panto que Alá había puesto en todos los corazones. Se cuenta, por ejem­plo, que un solo jinete tártaro entró en una ciudad muy poblada y se puso a matar a todos sus habitantes uno tras otro sin que nadie se atreviera a defenderse. He oído decir que un tártaro, no teniendo ningún arma y que­riendo matar a uno que había hecho prisionero, le ordenó que se acostara en tierra, fue a buscar un sable y después mató a ese desgraciado, que no se había movido.

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La conveniencia que manifiesta un temor prudente es provechosa; no lo es, en cambio,  la conveniencia de actuar de acuerdo a los dictados de un temor desbocado, pavoroso, ni tampoco la de actuar sin temor alguno –es decir, no ser precavido—cuando existe peligro. El temor prudente nos alerta sobre los peligros, mientras que en el temor desbocado esa alerta se hace obsesiva y nos paraliza o nos hace huir despavoridos.

En cualquier caso, la conveniencia que dictan los sentimientos es de por sí peligrosa si no está sometida al control de las razones del intelecto que miran por nosotros mismos. No ha sido infrecuente en la historia que el compadecido clave un puñal en la espalda del compasivo. En la encrucijada en que nos hallamos, con la mitad de la población africana y de Oriente Medio queriendo llegar a las costas europeas, esa historia es muy probable que se repita.

Percibimos otro tipo de conveniencia que no he nombrado hasta ahora y que quizá sea la más determinante en nuestra conducta. Me refiero a la conveniencia que percibimos en las cosas a través de las creencias que poseemos, pero de esto hablaré en una próxima entrada.

 

 

 

 

[i] René Grousset, El Imperio de las Estepas, página 304

Esencias en tarro pequeño

 

De las creencias

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  1. La verdadera Historia es la historia de las creencias que acerca del mundo han anidado en la conciencia de las gentes.
  2. Una creencia es una ilusión de la realidad.
  3. Percibimos las cosas y las gentes a través de los anteojos que construyen nuestras creencias. No solo nos proporcionan el tono y la intensidad cromática, sino también la perspectiva.
  4. Mediante las creencias categorizamos el Mal y el Bien, lo correcto y lo incorrecto, lo justo y lo injusto.
  5. Las raíces de las creencias se nutren de emoción.
  6. Al rebaño no se le alimenta con creencias, sino con lemas, símbolos, mitos y eslóganes destilados de las creencias y empapados de emoción.
  7. Las certezas acerca del mundo y los prejuicios acerca de las gentes nos lo proporcionan las creencias.
  8. Por las creencias que tenemos “entendemos”.
  9. Ninguna evidencia es suficiente para hacer dudar al fundamentalista.
  10. El rebaño filosófico es el más crédulo.
  11. El temor y el deseo dibujan rápidamente en la imaginación los más variados castillos: Paraísos utópicos, cielos, dioses, infiernos, inexistentes peligros o gratificantes esperanzas. Posteriormente surgen las creencias que justifican esas construcciones.
  12. La ilusión que proporcionan las creencias hace soportable la realidad.
  13. Las creencias nos proporcionan previsión y posibilitan el automatismo en nuestro actuar. En caso contrario el mundo sería para nosotros una sorpresa y una duda continuadas.
  14. Nuestro comportamiento está dirigido por nuestras creencias, pero lo impulsan nuestros deseos y
  15. Para que una creencia nos impregne, basta con que venga avalada por el deseo o el interés.
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  17. Casi todas nuestras creencias las recibimos de fuera, sobre todo de aquellos en quien confiamos.
  18. En los apriscos políticos y en los religiosos las creencias las dicta el rabadán y son de obligada adquisición.
  19. Cuanto más penosa resulta la realidad, más crece la ilusión de otra realidad diferente.
  20. El hombre necesita entender el mundo y prever el mañana, así que hace suyas las creencias que le aportan atajos para ello: la astrología, los dioses, el Cielo, la cartomancia, la presciencia…
  21. La razón siempre opera sobre el suelo de las creencias. Los racionalistas eran unos ingenuos que creían estar sustentados en suelo firme cuando construían castillos en el aire.
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El subconsciente pasional

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Presento a continuación El subconsciente pasional, el segundo ensayo del libro Animal moral.  El libro, ya saben, versa sobre la conducta individual y la organización social, en cuanto a sus bases biológicas y el papel que juegan las creencias que poseemos.

  1. Evolución de la mente.
  2. El subconsciente pasional.
  3. Creencias mágicas y religiosas.
  4. Las creencias en el grupo.
  5. La médula de las creencias.
  6. Moral, instinto y orden social.
  7. Moral, sociedad e historia.
  8. Hegel y Marx.
  9. El psicoanálisis,
  10. Marcuse
  11. El «buenismo».

 

Para comprar el libro puede dirigirse a http://www.eraseunavez.org o a www.agapea.com

En esta dirección puede echar un vistazo a los temas:

 

 

Ensayo 2º: EL SUBCONSCIENTE PASIONAL

 

Resumen

Los mecanismos instintivos y emocionales y otros muchas mecanismos reflejos, sin que seamos conscientes de ello, elaboran en el laberinto del subconsciente  nuestro modo de pensar, nuestras apetencias, la conveniencia o inconveniencia que sintamos hacia ciertas razones, doctrinas, objetos, hechos o conductas. Después se representa todo ello en el escenario de la conciencia, con lo cual nos percatamos de lo cosas que ocurren en el interior de nosotros mismos, como los deseos y los sentimientos. Además, esa representación nos produce el delirio de que es la razón la principal gestora de nuestra mente. Pero en el fondo todo resulta ser pura conveniencia del organismo.

Deseamos a una mujer o a un hombre  hermoso, o un rico pastel, o ser el más amado o el más listo…,  pero es el instinto quien nos lo sugiere y nos lanza a conseguirlo. La ira nos lanza a la violencia o a la malquerencia, la compasión nos empuja a ofrecer y ayudar, el temor nos impele a alejarnos, la culpa nos infringe castigo, los celos nos lanzar a aprisionar a la persona amada… Y son también esas razones del subconsciente las que nos inducen el pensamiento correspondiente. El organismo, desde el subterráneo de la conciencia nos seduce y nos dicta lo que le resulta conveniente y nos empuja para que lo logremos.

En muchos aspectos apenas nos hemos alejado unos pocos pasos de nuestros cercanos parientes primates. Nuestros instintos y nuestras emociones son muy semejantes. Es en el deseo y en el temor y en los instintos y en la conciencia en donde radica la diferencia.

En el surgimiento del deseo se interrelacionan la conciencia y el instinto. En la conciencia, mediante los mecanismos de la imaginación y del pensamiento, se focaliza y se mantiene en candelero el objeto que el instinto señala como conveniente para la vida del individuo, el objeto que debe ser “poseído” en la consumación del deseo.

Todos los deseos están guiados hacia tres grandes finalidades: la sexualidad, la alimentación y la prominencia del propio individuo sobre los demás.

El temor es al miedo lo que el deseo al instinto. Mediante la imaginación se representa y es la imaginación quien lo fortalece o lo desvanece. El temor es un miedo al por-venir concitado imaginativamente. Percibimos una posible amenaza  y la conciencia produce mediante la imaginación situaciones de futuro en la que lidiamos con ella. En ese acto de lidia se gesta el temor, es decir, se concita al miedo.

Los sentimientos contienen emociones, un modo alterado de pensar ―con pensamientos acordes a la emoción sentida―, y ciertos grados de placer o dolor. Nacieron con vocación de ser reguladores de la conducta social. En otras palabras, un sentimiento es la marejada mental que nos sobreviene cuando el organismo percibe la importancia que un hecho social tiene para nuestra supervivencia y nuestro éxito reproductivo.

Añado un último apunte a este esquemático resumen: casi todos los sentimientos están cargados de temor y de deseo. La vergüenza, la culpa, la envidia, el orgullo, la soberbia… tienen todos que ver con el deseo de éxito social y con el temor al fracaso.

 

 

LA VERGÜENZA (II)

Sigo a partir de lo expuesto en la entrada anterior, LA VERGÜENZA (I).

La timidez, el pudor, el sentimiento del ridículo son las formas de esa vergüenza expuesta. Es la timidez una turbación sentida frente a extraños o ante  quienes se carece de confianza.  Un caso especial de  timidez aparece a causa de la mirada del «otro».

El pudor también se debe a la presencia del «otro» y a su mirada, pero se trata de una mirada que nos desnuda. Deseamos ser percibidos con cualidades honrosas, dignos, sobre lo alto de un pedestal, así que intentamos ocultar nuestras flaquezas, nuestras miserias, nuestro cuerpo a los ojos de los demás. El temor al juicio ajeno se refiere aquí a lo que mostramos.

Que un comportamiento ha resultado poco digno se suele manifestar mediante el sentimiento del ridículo, que es una  vergüenza en peligro de extinción, promoviéndose en el día de hoy su desaparición por inservible y perniciosa: «últimamente se ha perdido el sentido del ridículo», se dice. Este sentimiento se manifiesta al realizar un acto que resulta fallido y poco honroso, como resbalar y caer aparatosamente en un charco, quedarse sin habla en un acto público[i], derrumbar un grupo de latas apiladas en un supermercado… No se trata tanto aquí del temor al posible juicio negativo que los demás muestren ante el fallo que hemos cometido, sino del miedo inducido por la certidumbre de que es así, por la certeza de que esa posibilidad ha ocurrido. No nos cabe duda de que nuestra acción ha resultado fallida. José Antonio Jaúregui, en su libro Cerebro y Emociones, manifiesta de forma acertada la singularidad de este sentimiento:

Cuando se desencadena el mecanismo del ridículo se desencadena al mismo tiempo la vergüenza, pero no siempre ocurre al revés. Un marido sorprendido pegando a su mujer es castigado con la sensación de vergüenza, pero no con la del ridículo. Un marido sorprendido recibiendo una paliza de su mujer es penalizado con la vergüenza y el ridículo.

 

Pero existe otro tipo de vergüenza por la que se suele pagar un alto tributo. El Diccionario de uso de María Moliner lo define de esta manera: «Sentimiento penoso de pérdida de dignidad por alguna falta cometida por uno mismo o por persona con quien uno está ligado, o por una humillación o un insulto sufridos.» En un ámbito social en donde todos se conocen, conduce a menudo al desastre. El hijo que roba, la joven que ha quedado embarazada de un desconocido, el padre de familia que ha sido objeto de mofa en público, quien ha realizado una estafa en la empresa en que trabaja, la mujer que ha sido descubierta engañando al marido… En todos los casos, el sujeto y toda su familia sufren rebaja en la altura de su pedestal social: una pérdida de honra, buen nombre, dignidad, confianza. La acción vergonzosa puede seguir produciendo sus efectos toda la vida del individuo; dichos sucesos no prescriben moralmente, se mantienen latentes, callados, pero prestamente pueden ser recordados, utilizados contra quien los cometió. De ahí que en esos ámbitos en que tal vergüenza adquiere los tintes señalados, resultan primordiales los comportamientos que eviten los hechos que se reprueban; resulta primordial mantener incólume la dignidad y la honra, el juicio favorable del ojo ajeno. Aún se conoce otro tipo de vergüenza, con el sentido de diligencia para preservar la dignidad que tanto se estima. Produce los comportamientos debidos por «el qué dirán». Una hija de ella es la llamada vergüenza torera. Más que sentir vergüenza, el sujeto percibe lo vergonzoso y lo evita.

En cualquier caso, como es fácil de ver, la vergüenza resulta aliada de la moral, o más propiamente, la vergüenza es el principal instrumento coercitivo de la moral. La vergüenza como constreñidora de los instintos por temor al ojo ajeno. La vergüenza como reguladora de la conducta humana. Y podemos extender esa acción más allá de la vergüenza: los sentimientos en general, como instrumento principal de la acción moral, incluso: los sentimientos como raíces de la moral, como sustancias vitales de la moral, como naturaleza moral del hombre. Los sentimientos, parte de la naturaleza humana, con la utilidad para lidiar un compromiso entre la necesidad de competir y de cooperar, de un compromiso entre la búsqueda de prominencia y de juicio social favorable. Tratan de conciliar las necesidades de dominio y de estima social, de pulsión a sobresalir y de temor al ojo ajeno. Producen conductas adecuadas al equilibrio entre esos impulsos.

 

 

[i] Recuerdo mi asistencia como espectador a la lectura de una tesina en la Facultad de Filosofía de la Universidad Central de Barcelona. El título de la tesina era El pecado según San Jerónimo. Subió el sujeto al estrado, miró al público y al jurado, se detuvo, apoyó su mano derecha en la mesa, bajó lo ojos… y así hasta que pasaron diez minutos de reloj, sin pronunciar palabra alguna. Hasta que el director de su tesina le vino a disculpar por su ofuscación.  El miedo lo había mantenido paralizado.

LA VERGÜENZA (I)

            Hoy voy a hablar de la vergüenza, uno de los sentimientos más conspicuos  y, hasta no muchos años atrás, un instrumento de la moral reprobadora para el mantenimiento de un estilo de vida y de un determinado orden social. Pero un instrumento que obedece a razones del subconsciente.

El sentimiento de vergüenza en el hombre atiende a la necesidad y a la pretensión de aparecer ante los demás (sobre todo ante quienes más nos importan) cargado de cualidades, magnífico, sobresaliente, relevante; atiende a que lo que uno muestre sea un calco de aquello que idealmente se desea mostrar, a que la impresión que reciban los demás sea la deseada, a que el «yo ideal» se manifieste y luzca a los ojos ajenos con toda su perfección y potencia. Pero la clave del sentimiento se encuentra en la propia inseguridad. El sujeto[1] percibe en los otros (en aquellos que juzgan su actuación) una  amenaza a su prestigio social y se concita el temor; un temor que puede maniatar el pensamiento o lanzar al vuelo a la imaginación. El temor empieza entonces a quebrantar el ánimo. El deseo de obtener una alta nota en el examen  junto al temor a sacar un suspenso, forman el antagónico tándem que construye la vergüenza. Así que el deseo y el temor aparecen como artífices de nuestro estado sentimental. El conferenciante o el enamorado se han cargado de deseos de gloría en su propósito, de aparecer a los ojos de su público o de su amada subidos a un alto pedestal, pero momentos antes de aparecer en el proscenio o de presentarse a la mujer deseada, empiezan a dudar de si darán de sí todo lo que esperan dar; perciben la amenaza de los «otros», del público o de la amada, y perciben la amenaza de su posible rechazo. Aparece el temor. Notan la boca reseca, un malestar angustioso, paralización; las palabras se niegan a salir, las ideas dejan de brotar, todo lo domina la emoción: el miedo se ha hecho presente. Tal es una de las más frecuentes escenas que desarrolla la vergüenza.

La  vergüenza, tal como ocurre con todos los sentimientos, posee un innato fondo emocional, pero adquiere carácter, forma e intensidad mediante aprendizaje. Desde la infancia se inculca a los niños el temor a ciertos comportamientos y actitudes sociales; se condiciona el temor a ciertas situaciones, a ciertos sucesos y a ciertas personas; bajo la pena de castigos se exhorta a una manera de obrar de acuerdo al criterio socialmente aceptado; se enseña la gravedad de perder tal afecto o tal apoyo; en fin, se induce el temor a la reprobación social y a conculcar las normas. Sin embargo, el temor se acrecienta cuando hay mucho que perder, y así como el rico teme perder sus posesiones en mucho mayor grado que teme el pobre perder su habitáculo, quien haya cargado su «yo ideal» con excesivas «riquezas», quien haya puesto mentalmente su pedestal a una altura extraordinaria, sentirá mayor temor a la pérdida, a la caída, sentirá mayor vergüenza.

En esa doble acción de las pasiones, del desear y del temer, se encierra la vergüenza. Es una lid entre dos caballeros: el deseo de aparecer triunfante, y el temor a la derrota. Ante los «otros» se juega el individuo su valor social, el valor que los demás le otorguen, y eso es tanto para el hombre como jugarse la vida, así que ante tal peligro, se entiende que el temor le ronde, que el temor aparezca.

El temor, realimentando en la imaginación los miedos del pasado, trayendo a colación experiencias semejantes a la se dibuja en el presente, anuncia de antemano el fracaso de la empresa. El deseo presenta imágenes de triunfo; el temor las presenta, de fracaso. El resultado de ese debate es la vergüenza. En otros términos se entenderá quizá mejor el asunto: la vergüenza (la timidez en este caso) como esencia de lo social: el impulso a presentarse ante los «otros» con prominencia, y, a la vez, el miedo  a su alteridad, al peligro que esa alteridad representa; y el miedo a ser rebajadodel pedestal  de la prominencia que se desea tener. Como resultado: una zozobra del ánimo, un enzarzamiento entre fuerzas opuestas, un quebranto, una actividad mental constreñida a ese combate interno que opera en círculo.

Como es el temor su principal causante, los efectos que produce esa suerte de vergüenza son, derivativamente, los que produce el miedo. Sumisión: el sujeto se conduce humildemente, quiere ofrecer apaciguamiento, quiere evitar el conflicto. Paralización: el sujeto se muestra rígido, aterido, cabizbajo, incapaz de articular palabra. Huida: evita encontrarse con fulanito, no se atreve a subir al estrado, desearía desaparecer en ese momento, echa a correr… Agresividad: se muestra violento en la defensa de sus tesis…

 

[1] Puede suceder que no sea la conciencia en realidad quien perciba la amenaza, sino la parte inconsciente del cerebro.

Del amor y otros fenómenos (VI)

Logística del amor con la intención de que sea perdurable (II)

Considerando que evaluamos con las razones del intelecto y con las razones que presentan los sentimientos, en la evaluación que preconicé en el post precedente pueden presentarse los siguientes casos:

Caso A: Unas y otras razones o conveniencias son adversas. Ni los sentimientos hacia la otra persona de la pareja ni los juicios que emitamos acerca de ella ni ningún recuerdo feliz ni ninguna esperanza presentan un dictamen favorable. En tal caso la mejor opción posible es romper la relación (y este consejo se sale de la intención del escrito que no es otra que analizar el comportamiento humano. Es un consejo gratuito). Algunos, ingenuamente, y solo guiados por el temor a la soledad o a perder prerrogativas separándose, creen factible un futuro mejor para la pareja; un futuro a imagen del propio deseo o del propio temor. Es una ilusión que puede resultar muy dolorosa, ya que sus probabilidades de éxito son escasísimas, pues falta la llama del amor o al menos un rescoldo de ella. Las pavesas no sirven.

(Un blog muy refrescante, ameno y candoroso de una psicóloga da unas recomendaciones muy adecuadas para aventar esas pavesas: http://porquenohaypsicologosencorea.wordpress.com/2014/01/   )

Caso B: unas razones y otras discrepan. Problema arduo se presenta. Los sentimientos hacia el otro muestran conveniencia mientras que las razones que dicta la conciencia enseñan inconveniencia de seguir la relación. Unos promueven el amor, los otros el rechazo. Lo que es imprescindible es un elemento motivador al que agarrarse, un rescoldo aunque dé poco calor. Puede ser el recuerdo de momentos dichosos o de bondades que el tiempo ha ido difuminando, o una virtud o una cualidad del otro que aún hace sentir hacia él bienquerencia, que aún se ama. Rehacer a partir de ese rescoldo la llama del amor o al menos del bienaventurado afecto compartido, significa encaminarse por un largo y pedregoso camino. Esto hay que tenerlo en cuenta en el momento de decidirse.

Si es la sentimentalidad quien alega el dictamen del “no”, la separación no conllevaría pérdida afectiva, pero puede que lo que se pierda sea seguridad, nombre, posición, amparo, riqueza, afecto filial… Si, por el contrario,  quien niega o alega inconveniencia  es la razón intelectiva, mientras que los sentimientos son favorables a seguir la relación, separarse puede resultar muy doloroso.

Como se puede ver aquí también, al tomar la decisión de separarse o de intentar recomponer la convivencia y el amor, el deseo y el temor juegan un importante papel. El deseo de libertad, de cambio de pareja, de empezar otra vida… y el temor a perder la seguridad que la pareja ofrecía, de perder afecto y otros dones que se poseían. Siempre es recomendable ―y vuelvo a hacer notar que esto es una recomendación gratuita y nunca un consultorio sentimental―ser valiente. El valor, si no es temerario, siempre es recomendable en cualquier situación.

Caso C: los dictados de la razón y los dictados sentimentales son conformes y favorables. Uno tiene el convencimiento de que las desavenencias son pasajeras y la llama del amor aún ilumina lo suficiente. En este caso y en el anterior ―siempre que la decisión tomada haya sido la de remendar o reconstruir la convivencia amorosa― conviene empezar a obrar en el edificio del amor.

Pero hay que tener en cuenta lo siguiente: dado que las creencias morales acerca de las relaciones de pareja, así como las creencias sobre posibilidades de futuro que dicha pareja tenga, son quienes modelan el perfil sentimental del individuo hacia la relación, y dado, consecuentemente, que si se intenta reconstruir el amor habrá que reconstruir sentimientos, se hace necesario el intentar que las creencias de la pareja cambien. Y deben cambiar en cuanto a lo correcto e incorrecto aplicado al comportamiento amoroso, en cuanto a las relaciones sociales, en cuanto a las labores a desarrollar por cada cual, en cuanto a resolver los problemas etc. y ese cambio debe ir en la dirección de confluir pareceres y de lograr consensos. Nada más útil para ello que utilizar la siguiente argucia que resulta ser un potente algoritmo: ponerse en la piel del otro para examinar los problemas en común.

Así pues, en esa Odisea hacia Ítaca habrá que luchar contra los vientos desfavorables, contra los cantos de sirena que enloquecen a los hombres, contra las ilusiones malignas de Circe la hechicera por convertir a la pareja en animales, contra el cíclope Polifemo,  el ojo social reprobador, y contra los sediciosos e insidiosos pretendientes de Penélope, que incitarán su deseo.

Se poseen para ello los instrumentos de la inteligencia, del valor y de la palabra. El impulso de la llama de amor que aún reluce y se quiere reavivar. Se utiliza la eficaz argucia de ponerse en la piel del otro, de ver las cosas desde su punto de vista. El proyecto es el de consensuar democráticamente  un nuevo modelo de convivencia amorosa. Se posee también la finalidad, la de reconstruir el amor mediante ese modelo dicho. Que la navegación sea venturosa.

¿Cuáles son los peligros principales con que se han de enfrentar esos navegantes?

  • En los comienzos de la relación, un descenso abrupto desde la elevada posición del amor ideal al suelo áspero y duro de la realidad cotidiana.
  • Las desconfianzas, que levantan muros separadores.
  • Los pensamientos negativos sobre los comportamientos del otro, que de no ser comunicados y examinados se hacen venenosos y exhalan su pestilencia en la relación.
  • La falta de comunicación de las alegrías y los pesares.
  • La negación a destilar los conflictos con palabras para evitar que se vuelvan añejos y se conviertan en rencor.
  • El considerarse superior al otro miembro de la pareja.
  • Los problemas sexuales.
  • La falta de afectividad.
  • La rigidez mental.
  • La falta de voluntad de obrar en el edificio…

Y ahora me doy cuenta que esto se ha alargado demasiado considerando que nunca había escrito una sola palabra sobre el amor, así que seguiré otro día.

Del amor y otros fenómenos (V)

Logística del amor  con la intención de que sea perdurable (I)

Lo que sigue no pretende ser, en absoluto, un remedo de consultorio sentimental sino un esbozo acerca de la naturaleza de las relaciones humanas de pareja. Pero, aviso, entre la pretensión y el resultado puede haber un abismo.

La empresa que me ocupa, la de reconstruir el edificio del amor o cuanto menos arreglar las paredes, los techos y los basamentos para evitar que se derrumbe y conseguir que siga siendo habitable, es un empresa humana y, como tal ―y dada la preponderante importancia que los asuntos humanos cobran en el hombre―, exige el mejor tratamiento, un tratamiento que goce de un carácter científico.

En este sentido, los pasos a seguir deben ser: un análisis de la situación de ruina en que se encuentra el edificio, un análisis de la factibilidad de su arreglo, tomar o no la decisión de arreglarlo, la elaboración, en consecuencia, de un proyecto en esa dirección, y, finalmente, el desarrollo de dicho proyecto con los esfuerzos que se requieran para ello.

Pero previamente, para un conocimiento adecuado del terreno por donde nos movemos, me resulta necesario realizar algunas aclaraciones sobre la naturaleza humana (dada la escasa atención que la filosofía tiene a este respecto ―con magníficas excepciones como la de José Antonio Marina―y la veleidosa y escasa capacidad que muestra la psicología, contaminada aún por las influencias del psicoanálisis, en este asunto).

En primer lugar se ha de hacer notar que el temor y el deseo son las entidades que mayormente marcan nuestro rumbo y manejan nuestro ánimo. Son la argamasa de los sentimientos y ellos son quienes propician y frecuentemente dirigen nuestros pensamientos.

En segundo lugar, es muy relevante percatarse de que a todo ser humano lo empuja un deseo de destacar por encima de los demás hombres en todo aquello que estima conveniente. Esto no es menos cierto en el caso de la pareja amorosa y, de forma general, en cualquier relación cooperativa. Pero siempre que en una relación libre de este tipo ―y la amorosa lo es―hay uno que destaca, otro u otros se sienten rebajados en su valer, apareciendo en ellos un sentimiento de agravio comparativo, de malestar y malquerencia hacia el que destaca que amenaza con dar al traste con la  cooperación; y también aparece ese sentimiento de agravio en el que participa en la cooperación con mayores bienes, mejores cualidades, mayor esfuerzo o mayor capacidad. De forma que la única estrategia que resulta factible para continuar la relación colaboradora, se asienta en el igualitarismo de poseer, dar y recibir cantidades semejantes, se asienta en el llamado Principio de reciprocidad. En las relaciones libres entre personas, sean de ayuda, sean de auxilio, sean de amor, sean de pretendido altruismo, sean de cualquier empresa… la reciprocidad es condición necesaria. Te doy, te ayudo, te auxilio, te presto, coopero, para que tú me des, me auxilies, me prestes, cooperes conmigo, me devuelvas en igual medida que la que te he dado o cooperado contigo. Sólo las relaciones libres que se basan en el Principio de reciprocidad se pueden sostener en el tiempo.

En tercer lugar, las creencias morales del hombre, junto a las creencias acerca de sus posibilidades en la relación social, son las principales modeladoras de su perfil sentimental y, consiguientemente, resultan determinantes en su conducta. Una vez explicitado esto, pasemos al análisis de la situación.

Cuando se va cumpliendo el plazo de caducidad del torrente químico que opera en la atracción sexual como copartícipe del enamoramiento, o bien cuando las diferentes circunstancias de la realidad van erosionando la imagen ideal que el sujeto enamorado edificó de su objeto amado, o bien si por motivos diversos los roces, los caracteres antagónicos, los daños y perjuicios recibidos, las decepciones y los enfrentamientos van introduciendo en cada miembro de la pareja rencores y malquerencias, digo que entonces, consciente o inconscientemente, cognitiva o sentimentalmente, el antaño enamorado siente la necesidad de realizar una evaluación de su vida de pareja. Realiza una doble evaluación: valora y mide lo que aporta y lo que cree obtener de la pareja; y, por otro lado, valora lo que podría obtener cambiando de objeto amoroso. Y la dicha evaluación es también doble en otro sentido, en el mecanismo que  pone en uso: es evaluación emotiva y sentimental, y es evaluación cognitiva, de pensamiento, y en contadas ocasiones se emplean también en ella los argumentos  de las razones y de la lógica. Los principales elementos de juicio para realizar dicha evaluación son el temor y el deseo; el temor a perder lo que se posee: cobijo, tranquilidad, placer sexual, bienes materiales, compañía, hijos…; y el deseo de poseer otro hombre u otra mujer distinta a la que actualmente se posee, el deseo de nuevas posibilidades…

Se evalúa lo que uno percibe que aporta a la pareja y lo que percibe que recibe de ella, ateniéndose el juicio evaluador al Principio de reciprocidad. Se perciben como elementos a juzgar, la satisfacción afectiva, la sexual, la satisfacción de las relaciones sociales logradas a través de la pareja, la belleza de cada cual[1], la posición económica y social de uno y otro, la inteligencia, la capacidad, la fama (naturalmente,  al tener presentes las ofensas recibidas, los rencores acumulados…, el juicio sobre lo que uno da y recibe no resulta imparcial, echándose más en el platillo de lo que uno da, por lo que el Principio de reciprocidad suele falsearse).  Tal es la evaluación de lo que da y recibe cada cual en la pareja. Cierto es que como en el juicio evaluador intervienen el temor, el deseo y los sentimientos, el sentido de la reciprocidad  puede también resultar erróneo por dicho motivo. Uno puede creerse  superior en belleza a su esposa o en inteligencia, o en capacidad, en posibilidades o posición social. El deseo es productor de espejismos e ilusiones.

Pero en donde el deseo produce más trastornos en la apreciación de la realidad es en la valoración de lo que podría obtener el sujeto cambiando de objeto amoroso, quiero decir, cambiando de pareja. Ahí tenemos el usual caso de quien cree que sin lugar a dudas es correspondido por la mujer que ama; o del que se enamora de toda mujer bella que le mira de soslayo, creyendo que esa mirada es un signo de amor irrefutable; o del que ve posibilidades de ser correspondido en cuanto lance un requiebro amoroso a cualquier mujer; o del que cree que puede engañar impunemente a su mujer pero que ella nunca le engañaría; o del que se cree un galán y es un hazmerreír… Todos ellos tienden equivocadamente a suponer que ganarían con un cambio de pareja.

Así que una buena evaluación requiere indagar honrada y valientemente en la realidad de sus atributos y de lo que da y recibe, requiere alejar las ilusiones y las sombras, requiere adaptarse al Principio de realidad. En caso contrario, cuando solo se persiguen espejismos, cuando el deseo se convierte en único o principal elemento para evaluar, la evaluación será desastrosa y cualquier decisión que se tome a partir de ella conllevará una posterior penalización y el correspondiente arrepentimiento. Una estrategia que puede ayudar, y mucho, para adaptarse a la realidad, consiste en ponerse en la piel del otro, es decir, sopesar desde el otro lado de la pareja la percepción que ella puede tener de mí y de lo que yo doy y recibo. También puesto en la piel del otro, revisar las causas de las supuestas ofensas recibidas, que han ido llenado de rencores la relación.

Ateniéndonos al Principio de realidad evaluamos la situación de la pareja en cuanto al Principio de reciprocidad, y utilizamos para ello los sentimientos, los deseos, la inteligencia y las creencias. Ya tenemos la evaluación hecha. Corresponde seguidamente tomar una decisión. Pero esto quedará para una posterior entrada porque mi cabeza ya no da para más y esto se ha hecho muy largo (y muy pesado, añadirá más de uno).


[1] Ulrich Renz en La ciencia de la belleza señala que de modo general, la belleza que posee cada miembro de una pareja es semejante. Si está desequilibrada es porque se compensa con estatus, fama, poder o riqueza. Hasta ese extremo se cumple el Principio de reciprocidad en el dar y recibir.

Psicología del «animalismo»

El igualitarismo marxista tenía como intención lo expresado en el grito aquel de los ciudadanos de Éfeso, «que nadie destaque»; y como fundamento moral la fórmula «desigualdad igual a injusticia»; pero el socialismo del siglo XXI ha rebajado tales supuestos y pone sus cimientos en la sensibilidad. En ese punto adquiere los valores del animalismo.

Aunque aparentemente el código moral de cualquier grupo o movimiento social se funda en Principios, esto es, un discurso-base al que las acciones, valores, proyectos y actitudes sociales referencian su calidad moral, en las razones de su emergencia y aceptación social subyacen motivos de conveniencia pasional. Por debajo del acto de acatamiento a cualquier dictado moral, o por debajo de cualquier posicionamiento ético, discurren operaciones psicológicas cuyas razones dominantes son deseos y sentimientos. Sirva de ejemplo la fórmula psicológica que opera en los animalistas.

«Me duele el sufrimiento de los animales (de algunos), luego se debe obligar socialmente a evitar su sufrimiento, aunque ello implique su muerte (antes muertos que sufriendo)». La máxima moral que proclaman es «compórtate con los animales de acuerdo a evitar que sufran», que se basa en la categorización moral: «El sufrimiento animal es Malo» Pero esta categorización es perversa. El dolor es una reacción orgánica, pero el sufrimiento es un sentimiento, interviene en su aparición la conciencia, cosa dudosa que los animales tengan, así que dicha categorización falsea la cuestión al pretender presentar a los animales revestidos de caracteres humanos. En segundo lugar, el endilgar el tal pretendido sufrimiento animal a la categoría del Mal se basa en razones psicológicas del animalista pero no constituye una razón universalmente reconocida como derivada de lo humano. Tal razón psicológica es la propia sensibilidad ante la percepción del «sufrimiento» animal. Entonces, la fórmula animalista del principio del párrafo lo que pretende es utilizar el lecho de Procusto, medido por la sensibilidad propia, a la sensibilidad de los demás; es decir, los animalistas pretenden imponer a los demás los dictados que surgen de sus razones psicológicas. Más digo, en realidad, lo que pretende el animalista es imponer egoístamente sus razones a los demás.

En cualquier caso, cabe preguntarse por esa especial sensibilidad hacia los animales de que hacen gala el grupo que aquí nos interesa. Quien se haya criado en zona rural sabe que los animales de compañía, perro y gatos, eran apreciados —hasta no hace mucho—por su utilidad para la caza y el pastoreo. La especial sensibilidad que se ha despertado hacia ellos en las zonas urbanas se corresponde en el tiempo con la deshumanización de la sociedad actual, quiero decir, el cambio de hábitos en cuanto a cooperación, a relaciones, la desmesurada competencia que se produce en cualquier ámbito social en el que nos relacionamos, la escasez de relaciones de amistad en los ámbitos laborales, el encierro voluntario de muchos jóvenes delante de las pantallas del ordenador o la televisión, la desaparición de las relaciones entre vecinos… Todo ello produce «temor al otro», temor a su alteridad, y desprotección, social y afectiva. De ello proviene la entrega que muchos realizan hacia el afecto animal, que presenta sus ventajas: se recibe afecto y compañía sin contrapartidas, no hay peligro de traición, no se disputa generalmente con nadie el afecto del animal, el perro o la mascota no producen la alteridad que producen los humanos, el afecto se entrega y recibe desprecavidamente, lo que casi nunca ocurre entre humanos… En fin, que, afectivamente parece salir mucho más a cuenta la relación con una mascota que con un humano. Claro que, hay que resaltarlo aunque ya ha sido mencionado: el dictado que impera en ese desplazamiento de la relación afectiva con humanos a la relación con mascotas es el temor. El temor a la relación humana. O dicho de otro modo, la sensibilidad para con los animales que surge mediante la relación afectiva con ellos, nace del temor y se desarrolla alimentándose de él. Así que, en ese sentido, la sensibilidad hacia los animales significa un reblandecimiento en la «virilidad» que precisa la relación humana para ejecutarse, un reblandecimiento instintivo, una huida de la rudeza, una huida de lo humano, un ampararse en afectos no problemáticos…Y todo ello lleva finalmente a la pretensión de mudar esa naturaleza humana que tiene a los instintos como pilares de la animalidad, a una pura  naturaleza «artificial» basada en la sensibilidad.

Los medios esparcen ese clima moral y la sociedad se impregna de ellos, se impregna de sensibilidad (la conciencia se adapta a los dictados del clima moral imperante por temor al ostracismo y la condena social), y su culpabiliza y condena a cualquier que realice un acto que pueda molestar a un animal (ya no hacerle «sufrir»), se impone la dictadura de la sensibilidad, una nueva forma de totalitarismo.

Pero, no se olvide, en el tras-muro el significado que aparece es el egoísmo personal de unos cuantos, amparados en máscaras como la del sufrimiento animal o la sensibilidad, se pretende imponer a la sociedad una categorización moral perversa, que atenta contra la libertad de los individuos que poseen otras sensibilidades, una nueva deshumanización con apariencia y máscara humanas.