Hoy hablo de aspectos de la naturaleza humana que propician en algunos individuos la aparición de una visión utópica de la sociedad, algo―hablar de la naturaleza humana―que nunca haría un psicólogo.
Lo expondré sin matices ideológicos de ningún tipo: el débil de carácter envidia al fuerte, el obtuso al inteligente, el menesteroso siente resentimiento hacia el rico, el que a menudo fracasa dirige su malevolencia contra el que triunfa, en el mediocre palpita animadversión contra el excelente, el que carece de dones se carga de rencor contra quien los posee…, hacia el que posee o dones, o capacidades, riquezas, fama o gracias, siente el que carece de ellas una malquerencia que, de perdurar en el tiempo dicha carencia, se puede enconar y volverse odio. Es ésta una ley de nuestra Naturaleza que no entiende de ideologías ni de clases sociales.
Bueno, el Igualitarismo (la mayoría de las utopías en boga propugnan la igualdad) promulga una sociedad que acabe con toda esa panoplia de rencores, envidias, malquerencias, resentimientos…, acabando con el agravio comparativo causante de que se produzcan. Pero, que nadie se lleve a engaño, aunque cada cual ―según su conveniencia―entiende la igualdad social de distinta forma, con grados distintos de igualdad, los más extremistas, la vanguardia igualitarista, pretende rasar en cuanto a dones, capacidades y riquezas de todo tipo. Esta pretensión de rasar todo aquello que destaque (poner en el lecho de Procusto a todos los individuos de la sociedad) lo expresa Ortega y Gasset elegantemente:
«Vivimos rodeados de gentes que no se estiman a sí mismas y casi siempre con razón. Quisieran los tales que a toda prisa fuese decretada la igualdad entre los hombres; la igualdad ante la ley no les basta: ambicionan la declaración de que todos los hombres somos iguales en talento, sensibilidad, delicadeza y altura cordial. Se sienten condenadas a formar parte de la plebe moral e intelectual de nuestra especie. Cuando se quedan solas les llega de su propio corazón bocanadas de desdén para sí mismas. Lo que hoy llamamos opinión pública y democracia no es en gran parte sino la purulenta secreción de esas almas rencorosas.»
Escribiendo esto me llega a la memoria el lema empleado por los igualitaristas en los tiempos primeros de implantación del sistema educativo conocido como LOGSE. A modo de lema o de máxima, clamaban: «Que nadie sepa más que nadie». Lo que no pretendía otra cosa que igualar en el aula los conocimientos de todos los alumnos con los del más lerdo y obtuso. De manera similar proclamaban un lema semejante para la Universidad: «Que nadie se quede sin título universitario». Como se ve, para el Igualitarismo la excelencia es un mal a erradicar.
Vistas así las cosas, la utopía igualitaria nace del resentimiento, del rencor y de la falta de potencia individual para embarcarse uno en su propia utopía personal, en un proyecto de vida (también puede tomar parte en ese ansia de utopía la obsesión de cada cual y la ambición de estar a la cabeza de esa utópica sociedad). Pero con esa sociedad igualitaria no podrían estar de acuerdo los que tienen éxito en sus relaciones sociales, los capaces, los fuertes, los ricos, los famosos y todos aquellos que sienten esperanzas de ascenso. Así que, ¿qué hacer con estos que muestran desafección a la utopía igualitaria? Nunca ningún utópico se ha atrevido a decir nada al respecto, pero en cualquier cabeza cabe que la solución que se ha empleado siempre (en los sistemas comunistas o socialistas que en el mundo han sido) la misma, ha sido la de obligarles a ser iguales. Y, ¿cómo se les podía obligar ―en esos nuevos paraísos igualitarios, encarnación de la utopía liberadora―a ser iguales? Pues con represión, encarcelamientos, expropiaciones, traslados forzosos de residencia, y todo tipo de amenazas, privaciones y vejaciones, cuando no el paredón.
Claro, los utópicos no pueden declarar la necesaria represión que habría que llevar a cabo con los que padecen de desafección a la utopía, al fin al cabo, desde siempre la utopía ha sido considerada, en teoría, la derrota de la opresión, la puerta de la liberación, la libertad para todos, la felicidad aquí en este mundo. Pero más que una teoría era un deseo salpicado de creencias mágicas, pues, ¿cómo, si no, suponer que la muda de una sociedad represiva, en la que reina el agravio comparativo entre las gentes, a una sociedad libre, igualitaria, feliz, se iba a producir sin quebranto ni opresión de los más favorecidos, cómo suponer que estos iban a dar su conformidad a esa muda de otro modo que no fuera por arte de magia?
Marcuse, el teórico de Mayo del 68 y del movimiento Hippy, se percató de que una utopía presentada de tal guisa no era creíble, así que se esmeró en justificarla. Sin embargo, ateniéndonos a la lógica, el remedio fue mucho peor que la enfermedad, pues, recreando las artes alquímicas, Marcuse mezcló en su marmita esos oscuros y pegajosos materiales que son el metapsicoanálisis freudiano y la dialéctica de Hegel, y removiendo la mezcla con pasión nos quiso sugestionar con la creencia de que la liberación estaba cercana, pues las condiciones económicas en las sociedades industriales hacían posible el surgimiento de buen salvaje Rousseauniano que todos llevamos dentro dormido, una bondad natural del ser humano que haría posible sin duelo ni quebranto la muda de esta sociedad al territorio de la Utopía. Pero ya dije que en su análisis la lógica no aparece por ninguna parte.
Sin embargo, los dirigentes teóricos del Igualitarismo aprendieron bien la lección. Los integrantes de la Escuela de Frankfurt llegaron a la conclusión de que la liberación y el Igualitarismo vendrían luego de un avance pausado pero continuo en cambiar la moral reinante en las sociedades de Occidente. Para ello se tendría que formar una alianza moral del Igualitarismo con todos aquellos grupos que presentan un historial de agravios comparativos y de marginalidad frente a la liberal democracia capitalista. Igualitarismo, feminismo, animalismo, ecologismo, indigenismo, homosexuales, incluso el Islam, forman parte activa de ese proyecto moral.
Tal alianza, con la beligerante fuerza de la marginalidad de sus integrantes, pretende subvertir todos los valores que definieron hasta mediados del siglo XX la cultura y la moral occidental. La fuerza, la disciplina, la familia, la religión, la patria, el matrimonio, el patriarcado, la heterosexualidad, han de voltearse y transformarse en protección absoluta de lo débil, protección de los animales, del medio ambiente, el matriarcado, la indefinición en la sexualidad, han de ser destruidos los conceptos patria, familia, religión, matrimonio…La nueva moral debe ser represora ―dictaminaron aquellos padres de la nueva moral―, pero mediante el control de los reprobadores medios de comunicación se podrá imponer sin respuestas incómodas. Y encontraron para ese fin el catálogo de Lo políticamente correcto y el amedrentamiento de la clase política.
Tal moral ya reina entre nosotros, eso lo sabemos todos; y el siguiente paso es el de conseguir el poder democráticamente. Después, una vez sometidos los discrepantes a la nueva moral y con el poder en la mano la utopía igualitarista aparecerá como agua de mayo en los corazones del pueblo.
No obstante, existen aún problemas sin resolver para alcanzar tal propósito. El socialismo cubano y el venezolano los han puesto recientemente de manifiesto. Al condenar a la excelencia al ostracismo, la economía se contrae hasta grados de miseria, y el malestar crece hasta estallar. La respuesta del poder utópico es la de aumentar la represión hasta convertir el territorio utópico en una cárcel. Por otro lado, la Globalización económica exige una creciente competencia entre países e individuos para mantenerse a salvo de los vaivenes que se producen. Quienes no compiten con la suficiente eficacia pueden caer al abismo de la miseria en poco tiempo, tal como le pasó a Argentina y ahora le ocurre a Venezuela.
Así que la utopía igualitaria, como tantas veces ha ocurrido cuando se ha tratado de llevarlas a la realidad, encierra el gran peligro de convertirse en una distopía que nos empuje a todos al más profundo abismo. Como ocurre con mucha frecuencia, los extremos son los más expuestos a las graves consecuencias, y el centro resulta una zona protegida. Si la utopía deja de tener su carácter sectario y extremista, sin duda que su visión iluminadora podría producir beneficios sociales, en caso contrario no traerá sino distopía repugnante.
Brillantísima y magistral exposición, el mejor ‘post’, a mi entender, que te he leído. Para releerlo no una sino varias veces y luego guardarlo en el libro de «cosas valiosas». Sólo discrepo -o mejor dicho, me atrevo a abundar en- de un «si» condicional y de la frase que le sigue, en el último párrafo. Porque ¿en realidad existe utopía que no revista carácter «sectario y extremista»? ¿O ha de entenderse la ‘utopía’ como «plan o sistema ideal de gobierno en el que se concibe una sociedad perfecta y justa, donde todo discurre sin conflictos y en armonía», al modo de la irrealizada e irrealizable ‘República’ de Platón? Éstas no pasan de probas propuestas de organizar la sociedad según una mente bondadosa; aquéllas, las de Hegel, Marx, Marcuse, Gramsci y otros, llevan a lo que llevaron en el Este de Europa -de lo que nadie de allá quiere acordarse- y a lo que se cierne peligrosamente sobre las incautas naciones que no sufrieron el horror de esas dictaduras de la Mediocridad. Gracias, y enhorabuena por la valentía implícita.
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Gracias por tus elogios. Respecto a tus comentarios, te doy la razón en que los modelos utópicos que han imperado hasta nuestros días han tenido todos ellos ese carácter sectario y extremista de que hablas, pero una sociedad en donde las ideologías de cada cual fuesen respetadas, en donde el mérito aportado por cada uno a la comunidad fuese el motivo de las diferencias sociales, en donde el poder político y económico no estuviese en manos de unos pocos, y en donde la libertad y el sentido común reinasen, sería para mí un buen modelo utópico, y no olvidemos que pensar en clave utópica ilumina el camino. En lo relativo a lo político, tal vez el pensamiento de Stuart Mill prefigure un buen modelo.
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«Pensar en clave utópica ilumina el camino» hasta que no se cree en la utopía. Y se descree cuando se observa, una y otra vez, por ejemplo, que el sentido común es el menos comün de los sentidos y que, a fin de cuentas, no hay utopía realizable sin la puesta en práctica de una determinada moral. ¿Sería posible la aceptación absoluta de una determinada moral, por parte de una «masa social», sin estar fanatizada? Todas esos «ideales» recuerdan a la Ilustración, y ya vimos cómo acabó… Madame Guillotine haciendo de las suyas y pasando por su afilada cuchilla hasta a los que le dieron barra libre.
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Sí, la visión utópica conduce a menudo a desastres, pero iluminó el camino de ese largo viaje que empezó con The Bill of rights de los ingleses y con Locke, que pasó luego por la Ilustración, y que acabó con los reyes absolutistas y despóticos en Europa.
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Buen analisis de la dinámica perversa asociada a la utopía igualitarista-progresista, aunque también yo desconfió de todo tipo de utopías, sin importar lo que prediquen. El concepto de utopía que yo abomino sin paliativos, porque siempre acaba mal si se llega a poner en practica, es aquel en el que un individuo iluminado diseña en su imaginación una nueva forma de sociedad que a él le parece superior y a la que ha de llegarse introduciendo cambios drásticos sobre los individuos y sobre las estructuras sociales.
Yo pienso que la sociedad humana es tan compleja que el único método para cambiarla es dejar que los acontecimientos vayan introduciendo pequeños (o grandes) cambios y limitarse a observarlos y a intervenir puntualmente cuando se esté muy seguro de lo que se está haciendo, y para ello nada como hacerlo paso a paso y observando las consecuencias antes de dar el siguiente paso.
Por ejemplo, la revolución industrial supuso un cambio rápido y profundo hacia una sociedad mucho mejor en casi todos los sentidos, pero el motor del cambio fueron los descubrimientos técnicos que sin que nadie pudiera impedirlo, transformaron en sucesivas oleadas la sociedad hasta hacerla irreconocible.
Si un cambio de esta envergadura se hubiese intentado a partir de las ideas del iluminado de turno, habría acabado necesariamente en una catástrofe, como de hecho lo fue el marxismo.
Tenemos que concentrar nuestra atención y nuestros esfuerzos en cambios a pequeña escala cuyas consecuencias podamos imaginar y prever, evitando las utopías basadas en ocurrencias redentoras.
Saludos cordiales.
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Aunque en buena medida esté de acuerdo con el horror que muestras hacia las utopías, percibo que discrepamos en cuanto a aborrecer de ellas de manera absoluta. Es verdad que las utopías han conducido a profundos despeñaderos generalmente, pero el dejarse guiar, sin más, sin otra guía, por el rumbo de los acontecimientos, también conduce generalmente hacia la catástrofe. En toda reacción a una situación de profunda miseria o de esclavitud social ha sido la mirada utópica quien ha dado fuerzas y quien ha señalado el camino (aunque bien es cierto que de haber triunfado la utopía hubiera creado un desastre mayúsculo). Ahí tienes la Revolución industrial inglesa que nombras, que trajo miseria generalizada y solo una respuesta guiada por una visión utópica recondujo hacia una mayor riqueza para todos; o ahí están las revoluciones del XIX que acabaron con las monarquías absolutistas. Al dejarse guiar por los acontecimientos sin tener una luz que indique hacia dónde dirigirnos lo veo yo como una conducta incapaz de cambiar las cosas. En esa dialéctica del cambio encuentro yo la mirada utópica como una fuerza que puede llegar a producir una homeostasis social aceptable, que puede llegar a establecer un equilibrio gratificante. Los equilibrios de poder que han propiciado la socialdemocracia alemana o la inglesa son ejemplos de ello. La liberal democracia capitalista ha sido hasta el presente un buen ejemplo de equilibrio homeostático en que dos fuerzas, una de ellas con una cierta mirada utópica, la socialdemocracia, propugna un reparto, y la otra, el liberalismo económico, propugna la obtención de riqueza, digo que estas dos fuerzas, compitiendo, han dado lugar al equilibrio homeostático de las sociedades occidentales. Cuando una fuerza se hace todopoderosa (en cuanto a la imposición moral, la izquierda domina en Occidente) y la utopía deja de ser una luz que ilumina para convertirse en una luz cegadora, tal como está ocurriendo en España y en Europa, entonces sí hay que temer a la utopía, porque en vez de producir homeostasis la destruye. Para mí, lo peligroso es que una sola fuerza se imponga sin tener la otra fuerza capacidad de reacción. Los tenebrosos tiempos del comunismo en Rusia y del nazismo en Alemania son dos ejemplos en que una fuerza había triunfado sin tener a ninguna otra fuerza enfrente.
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Quizás lo más difícil es definir qué se entiende por utopía y, más difícil todavía, decidir cuáles son las utopías buenas o malas antes de que lleguen a explosionar.
Yo soy de los que creen que la revolución industrial supuso un salto de gigante para la humanidad, porque la renta per cápita se disparó exponencialmente debido a los nuevos descubrimientos técnicos (la máquina de vapor, por ejemplo).
Luego llegaron los utópicos y en lugar de ver una época de esplendor como nunca se había conocido, solo se fijaron en las desigualdades entre los proletarios y los ricos industriales y pensaron que eso se arreglaba con una teoría simplista y rencorosa que pusiera las cosas en su sitio, es decir, a donde el iluminado le pareciera que deberían de estar según su superior criterio.
En cuanto a las monarquías totalitarias, pienso que en su momento eran la mejor forma de gobierno posible, frente a la alternativa de interminables guerras civiles por el poder. Luego vino la utopía de que el pueblo era sabio y podía autogobernarse y acabó en una masacre revolucionaria que se salvó por la intervención de Napoleón, que se autoproclamó emperador para acabar con el caos que tal utopía había generado.
Pienso que sin necesidad de pasar por el baño de sangre del marxismo o de la revolución francesa, la sociedad se hubiera reorganizado por sí misma, en función de las nuevas fuerzas emergentes y el mundo no sería muy distinto de cómo es ahora si hubiéramos prescindido de tanta utopía y tantas guerras fratricidas.
Toda la gente de bien aspira a mejorar el estado de la sociedad humana, pero el problema es que cada cual tiene su propio plan de acción diferente y la mayoría catastrófico. Entonces, para evitar riesgos, como Roberpierre, Mao, Hitler o Lenin, lo mejor es limitarse a dejar que las cosas sigan su curso natural procurando, eso sí, buscar mejores fórmulas y procedimientos para avanzar (la rueda, el fuego, las carreteras, los acueductos, etc.).
Fíjate, por ejemplo, que la mayor revolución sociológica que los tiempos han conocido la trajo la televisión, mostrándonos lo que hacían los personajes de los telefilmes americanos y sin derramar una sola gota de sangre, la píldora cambio drásticamente los roles de hombres y mujeres más que todo el feminismo militante pasado, presente y futuro, e Internet ha puesto al alcance de todo el mundo la totalidad del conocimiento humano y nos ha intercomunicado como jamás se pudo imaginar. Esos si son los motores del cambio real en los que yo creo y se bastan por sí mismos para transformar una sociedad hasta el punto de no reconocerla en un par de décadas.
En general, cuando un pensador tiene una idea feliz, es porque ya se están dando las condiciones para que esa idea se abra camino espontáneamente. Forzar los ritmos del cambio solo genera sufrimiento y en muchos casos, el “pensador” se equivoca y nos arrastra hacia el abismo.
La sociedad funciona como un gran cerebro colectivo que se autorregula y evoluciona hacia la excelencia. Y no hay ningún cerebro individual que pueda cambiar el curso de su evolución mediante ingeniería social sin provocar un desastre. Es como confiar a un niño la mejora de un reactor de fusión: solo puede ocasionar desastres.
Saludos.
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La cuestión que planteamos es si, tal como dices, la sociedad actuando como un gran cerebro colectivo, al modo en que se conducen las hormigas mediante el rastro de feromonas dejado por las que han pasado anteriormente por un sitio, produciría la mejor sociedad posible (en el caso humano el papel de las feromonas lo cumpliría el conjunto de deseos y temores que los demás suscitan en nosotros, siendo nuestro egoísmo el gestor central), o si una ilusión compartida, tal cual es una utopía, puede mejorar la dinámica del sistema social ―al menos a medio y largo plazo.
Retomando los ejemplos históricos planteados, es verdad que la revolución industrial inglesa produjo un gran aumento de riqueza, pero para unos pocos, al menos durante los cincuenta primeros años desde su aparición. Las construcciones suntuosas sin repercusión en el nivel de vida de la mayoría de la población, así como la creación constante de nuevas empresas repercutieron en aumentar el nivel de vida de la nobleza y de la burguesía emergente, pero para la inmensa mayoría significó un crecimiento de los hacinamientos, las enfermedades, la degradación moral y la miseria.
La cuestión es: ¿hubieran mejorado estas clases ―y la sociedad en general― de la forma en que lo hicieron después de no haberse producido un movimiento conjunto, movido por ideas utópicas? Durante el imperio romano se careció de ideas utópicas que agavillaran a las conciencias a un cambio, y sucedió que durante 500 años nada cambió ni mejoró la sociedad ni aumentó la riqueza. Igual podemos decir del Egipto faraónico durante 3000 años o de los 1000 años de nuestra Edad Media. La falta de un paraíso en perspectiva impidió que esas sociedades mejorasen.
Recuerda además que sin movimientos de cambio movidos por utopías Europa hubiera seguido siendo la de la Guerra de los cien años o la de la guerra de los treinta años, en donde el enfrentamiento entre reyes machitos por ver quién tenía más poder causaba millones de muertos y miseria generalizada. Todavía se puede ver esto en las causas de la Primera Guerra mundial, un enfrentamiento entre mandatarios por ver “quién es más”. Las revoluciones han generado grandes catástrofes, pero sin esas revoluciones poco hubiera cambiado, y casi siempre las revoluciones han sido guiadas por sueños utópicos.
En resumen, pienso que las utopías no tienen por qué ser necesariamente perversas si actúan meramente de contrapeso.
En cuanto a la revolución de las televisiones e Internet, tal vez en otra ocasión lo discutamos ―y tiene gran miga y profundidad el asunto―, pero, ¿no es en algún modo la plasmación de una utopía?, ¿no nos encontramos el paraíso detrás de la pantalla del ordenador?, ¿cómo, si no, explicar la abducción que producen?
Saludos
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Estamos de acuerdo en que soñar con el paraíso y tratar de alcanzarlo forma parte de la naturaleza humana y constituye un poderoso acicate para progresar. El riesgo aparece cuando alguien quiere llegar a ese paraíso a grandes zancadas y pasando por encima de todo lo existente.
En la segunda república española, ya estaba todo inventado, teníamos un sistema democrático en pleno funcionamiento y pese a todo, los utópicos de turno con sus prisas en llegar a sus respectivos paraísos, mandaron al traste nuestro esplendoroso futuro y nos sumergieron en la peor de las pesadillas. Y ahora parece que de nuevo regresan los utópicos para rescatarnos otra vez. ¡Dios nos libre de ellos!
Saludos cordiales.
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De acuerdo como casi siempre
Saludos
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