OJOS PARA VER

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Tenemos los ojos para ver, el corazón para sentir (metafóricamente hablando), la inteligencia para relacionar conceptos, y la sabiduría para descubrir la conveniencia que nos ofrecen los hechos y las cosas. De entre todas estas capacidades nombradas, la sabiduría es la más rara –escasa—entre nosotros, la que menos abunda. De hecho es tan rara que no conozco que se haya hecho un estudio de ella en ningún ámbito académico. Posiblemente haya millones de estudios sobre la percepción, sobre los sentimientos, sobre la inteligencia, pero ni uno solo sobre la sabiduría. Ni siquiera creo que esté bien determinada su definición. Pero sabemos que la persona sabia es aquella que sabe escoger fácilmente el camino que le conviene en la vida, el camino que mejor se adecúa a sus circunstancias en busca de encontrar una parcela de felicidad o de ausencia de sufrimiento.

En Occidente, hoy en día, el corazón se ha puesto de moda. La compasión, la piedad, la conmiseración, la vergüenza, la culpa, los sentimientos que en parte regulan nuestra relación social prescriben hoy nuestra moral e incluso el espíritu de nuestras leyes. Sobremanera la compasión, que ha devenido en sentimiento radical de nuestra conducta social.

Pero, ¿es bueno que el corazón domine nuestro comportamiento? Desde luego que no. Si la inteligencia casi que está desahuciada en nuestras relaciones con los demás, y la sabiduría para con estos temas brilla por su ausencia, dejar al corazón como guía rector puede llevarnos al abismo a la vuelta de la esquina. De este asunto quiero hoy tratar, y me serviré para ello de un ejemplo de rabiosa actualidad.

  • Occidente está hoy rendido a una ética promovida en buena medida por el sentimiento de la compasión. Una compasión que nos rodea, que nos obliga, que está de moda; de la compasión hiperextendida a todos aquellos que sufren y pasan miserias; extendida a los animales e incluso a las plantas; una compasión universalizada.
  • Sin embargo, las relaciones humanas básicas siempre han tenido como rector un principio que emana de la entente que establece la naturaleza egoísta de uno en conflicto con la naturaleza egoísta de los demás: el Principio de Reciprocidad. Yo te doy, te auxilio, te presto…, para que tú me des, me auxilies, me prestes… en igual medida en el futuro. Si no se devuelve la ayuda, la donación, el auxilio, queda el que dio o ayudó agraviado; lo cual es motivo de conflicto o de rotura de la relación entre uno y otro.
  • Algo semejante ocurre en la cooperación. Entre los individuos cooperantes se establece el pacto tácito de considerar justo un reparto de beneficios que sea proporcional a la labor que realizó cada cooperante (la parte del beneficio total que se debe a su labor). Tal es la forma que adquiere el Principio de Reciprocidad en la simple cooperación social. Cuando se trata de una propiedad comunal, tal principio sirve y ha servido para regular la cooperación; y, aunque se altera y se desvirtúa cuando aparece por medio la propiedad privada, parece tan adecuado para las relaciones de cooperación, ayuda o  auxilio, que todos venimos a considerarlo de justicia.
  • Cuando la relación de cooperación, ayuda o auxilio no se atiene al dicho principio de Reciprocidad, aparecen lo que se denominan comportamientos egoístas y altruistas. Objetivamente, en ese tipo de relaciones, el comportamiento egoísta es aquel en el que un sujeto percibe en mayor cantidad de lo que le corresponde en justicia (ateniéndose a la reciprocidad debida); mientras que el comportamiento altruista es aquel en que uno aporta o da más de lo que en justicia le corresponde dar. En un extremo se encuentra el comportamiento parasitario: cuando uno no da ni aporta pero recibe de los bienes de los demás. El parásito parasita a aquellos de quienes recibe.
  • Situémonos en la realidad: En toda sociedad conviven gentes de comportamiento altruista con otros de comportamiento egoísta, con parásitos sociales. Lo que llama la atención es que, desde el punto de vista objetivo con que he definido esos conceptos, muy pocas veces el objetivamente egoísta o el objetivamente altruista son señalados como tales, sino que, muy frecuentemente, una parte importante de la sociedad les asigna los papeles inversos, cambiados. Muy frecuentemente, quien hace alarde de altruismo es, de manera objetiva, un egoísta social; mientras que el señalado como egoísta resulta ser netamente altruista.
  • Por ejemplo, el individuo con arte para escabullirse de trabajar y vivir de subsidios y cambalaches, suele llamar egoístas y explotadores a todos los laborantes y suele aparecer dibujado socialmente como un altruista que busca el bien general, pero, objetivamente, no es otra cosa que un egoísta e incluso un parásito social que medra a costa de los demás. Este tipo de gente se especialista en pedir y en recibir gratuitamente todo tipo de derechos para él sin aportar nada a cambio.
  • Esto nos lleva a otro apartado, al de que los derechos sociales de que disfrutamos todos no son gratuitos. Los derechos que disfruta el parásito provienen de la diferencia entre lo que aportan a la comunidad los altruistas y lo que a cambio reciben de ella.
  • Volvamos a la compasión y a la dramática situación de la corriente migratoria hacia Europa. La compasión se ha puesto de moda y cuando algo está de moda todos quieren subirse a su carro y reprobar a quienes son reticentes a subirse. Leo en las redes sociales que han surgido en Europa cientos de miles de ciudadanos dispuestos a acoger en sus casas a inmigrantes islámicos. (Conviene hacer alguna puntualización: 1.-parece ser que los de procedencia siria que llaman a las puertas de Europa apenas representan un 30% del total; 2.-hemos de suponer que el ofrecimiento de acogida que se efectúa es gratuito, sin recibir remuneración del Estado por ello). Me jugaría una taba a que, si esa acogida por parte de particulares se produjese, no pasaría una semana sin que una mayoría de los anfitriones no estuviesen arrepentidos. Piense el lector en convivir con inquilinos que dan muestras del machismo trasnochado que se producían en España hace un siglo; con inquilinos con usos y costumbres sociales que chocan de frente con los nuestros; con inquilinos cuya religión es contraria a las libertades y a la democracia.
  • En todo caso, piense el lector ¿hasta qué grado está dispuesto a ejercer su compasión con los dolientes y necesitados del mundo?, ¿hasta el grado de perder por ello gran parte de sus propios derechos, e incluso hasta el grado de convertir nuestra sociedad en un escenario de confrontación de culturas y religiones, e incluso hasta la posible pérdida de nuestra democracia y nuestras libertades?, ¿o solo hasta el grado de que nuestro sacrificio compasivo no altere sustancialmente nuestros derechos, riquezas y libertades, y que, en compensación, sirva para aliviar nuestra conciencia? Porque dependiendo del grado de compasión que estemos dispuestos a ofrecer –si somos conscientes de nuestros actos y de las consecuencias que acarrean—a los refugiados, será mayor o menos la amenaza de desestabilización social que traerá consigo.
  • Naturalmente que se ha de atender humanitariamente, con alimentación, sanidad, enseñanza y cobijo, a los cientos de miles de desplazados por la guerra en Siria, pero otra cosa distinta es la pretensión de algunos –tal  vez sintiéndose responsables de todas las desgracias del mundo—de exigir a España y a Europa que se reparen esas desgracias y que se otorgue a todo el mundo nuestros derechos y libertades a costa de nuestros bolsillos.
  • Porque lo que está demandando esa ola compasiva que recorre Europa –sin un claro juicio, tan solo utilizando el corazón—con sus exigencias de libre entrada y derechos a la carta para todo emigrante, es ni más ni menos que el desmantelamiento de nuestra civilización. Porque, que a nadie le quepa la menor duda: si Europa abre sus puertas y acoge sin reticencias a todo el que quiera venir a ella, toda África, todo Oriente Medio y la mitad de Iberoamérica plantarían sus reales en el viejo Continente.
  • ¿Estamos dispuestos a pechar con las consecuencias que tal hecho traería consigo?, ¿estaría usted dispuesto?
    • ¿Estaría dispuesto a que España tuviese que aumentar drásticamente su deuda y disminuir hasta niveles de espanto los derechos de sus ciudadanos para mantener a una abultada población emigrante que actuaría de parásito al no haber trabajo?
    • ¿Estaría dispuesto a afrontar los conflictos religiosos y culturales que se derivarían de ello (en Alemania y Francia la política de integración basada en la multiculturalidad ha demostrado ser un fracaso, y la población en paro en esos países es muy mayoritariamente musulmana de segunda o tercera generación en Europa. Por lo general, esos musulmanes rechazan los valores occidentales y su cultura, encerrándose en su grupo?
    • En encuestas recientes del Reino Unido, casi la mitad de los jóvenes musulmanes apoyan moralmente al DAESH, ¿estaría usted dispuesto a convivir con tal amenaza?
    • Otro problema, la libertad y la democracia es algo extraño al Islam, sólo en Turquía e Indonesia se puede hablar de democracia (y con graves y grandiosas restricciones). En Egipto, Argelia, Sudán, las elecciones democráticas sirvieron para imponer la ley coránica como ordenamiento jurídico y acabar con la democracia. No es extraño que en ciertas regiones europeas el islamismo se haga mayoritario y, tal como ocurre en todos los países islámicos de Oriente Medio, reprima duramente a los no musulmanes, no solo en sus manifestaciones religiosas, sino en sus derechos y libertades. ¿Está usted dispuesto a afrontar estas posibilidades?
    • ¿Aceptaría usted que su permisividad en materia religiosa, cultural y de libertades no fuera, en reciprocidad, correspondida, y que grupos egoístas cada vez más numerosos medrasen a costa de su permanente altruismo hacia ellos?
    • ¿Es mucho pedirle que no sea solo su corazón quien juzgue, que utilice también los ojos, la inteligencia, el conocimiento, la sabiduría, y que actúe en consecuencia de la conveniencia que perciba?

De egoísmo, altruismo, Mesías y partidos políticos

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No niego que la filantropía, la compasión, el altruismo, la ayuda al necesitado, no produzcan efectos sociales benéficos y que resulta necesario que se practiquen y deben ser, en ciertas ocasiones y casos, aplaudidos, pero es mi parecer que, oculto o desvelado, todo acto humano es un acto egoísta, aunque su faz venga engalanada con los más bellos colores del altruismo. Y también sostengo que el animal político destaca en lo del egoísmo de conseguir poder, estatus y otros beneficios, aunque asegure laborar abnegadamente por el bienestar de los ciudadanos.

Recientemente se han celebrado en España elecciones a cargos municipales y autonómicos. Las banderas de la pasión se han empezado a agitar en estos comicios que son el preludio de las elecciones generales que vendrán al finalizar el año. En la derecha se ha agitado el miedo a que un cambio de gobierno destruya privilegios, valores y riquezas; en el PSOE, que representa al socialismo moderado, como andan perdidos en el laberinto de autodefinirse y de encontrar qué querer y qué aborrecer, apenas se ha agitado nada; en Podemos, sucursal del pensamiento bolivariano en España, se han agitado el odio y el resentimiento.

Podemos es la nueva máscara del viejo Igualitarismo. Es una máscara hecha con retales de populismo, mesianismo y engaño. Se asemeja más a un movimiento religioso que a un partido político. Tiene a un líder a imagen de Jesucristo; el Jesucristo representado en  los iconos mostrando su bondad a Marta y a María, y mostrando su odio a los mercaderes del templo. Un líder, un Mesías, Pablo Iglesias, que promete un Paraíso Terrenal, una nueva Tierra Prometida: por el hecho de nacer, todo el mundo tiene derecho a todo, basta quitárselo a los ricos: vivienda, 30 horas de trabajo a la semana, jubilación a los 60, paga universal de 600 euros, sanidad y educación gratuitas en todo el amplio espectro de operaciones quirúrgicas y en todo ámbito educativo. ¡La tierra de Jauja de nuevo!

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A él acuden obnubiladas las muchedumbres hambrientas de palabras y esperanzas nuevas, a su silbo acuden, a despeñarse con él si fuera preciso. La muchedumbre airada que no se resigna a haber perdido sus coches y sus vacaciones y sus subvenciones y sus lujos, la muchedumbre que quiere seguir teniendo todos los derechos del mundo solo por haber nacido, que quiere recuperar todos sus privilegios con el mero argumento del deseo de conseguirlo y de la confianza ciega en quien se lo ofrece con voz templada y le asegura que así será si le siguen y le votan y odian a quien no sea de los suyos.

Y para que esa muchedumbre se inflame, el mesías erige altares al viejo dios laico, Papá Estado, ahora remozado con plumas de nuevos colores, que protegerá a las gentes en su andar por el desierto y pondrá remedio a todos los males y extenderá sobre todo hombre y mujer su amplio manto de riquezas y bendiciones sin cuento. Y lo público reinará para siempre por los siglos de los siglos sin agobiar a nadie en el trabajo y todos ricos y felices.

Pero, a menos que el Mesías señalado sea un redomado idiota ―que no lo es―, no puede ignorar que la Tierra Prometida es un espejismo que envenena la imaginación de las gentes y que nunca podrá calmar su sed, y que incluso conduce al abismo; pero sigue adelante con su propósito redentor porque odia mucho, porque está hecho de odio, y porque el poder le ciega. ¡Apañados estamos con él!

Recordemos las palabras de Bertrand Russell:  «Hay personas que al sentirse desdeñadas se vengan desatando revoluciones en el mundo o mojando su pluma en hiel … Muchas veces tales personas se engañan a sí mismas creyendo que están arrasando para construir de nuevo, pero cuando se les pregunta qué construirán más tarde hablan vagamente y sin entusiasmo, después de haber hablado de la destrucción con precisión y calor. Esto es aplicable a no pocos revolucionarios, militaristas y otros apóstoles de la violencia. Actúan siempre sin darse cuenta de ello, movidos por el odio: la destrucción de lo que odian es su propósito verdadero, y sienten una relativa indiferencia por lo que ha de suceder después.»

Pues eso.

Altruismo versus egoísmo

El organismo humano es el eslabón de una cadena que obra con la intencionalidad –consciente o inconsciente—de prolongarse y de persistir en el tiempo. Todos nuestros sistemas y órganos laboran con esa intención, aunque no con infalibilidad en el propósito de la acción, pues están sujetos a errores y, consecuentemente, al desgaste y al fallo. Somos, de esa guisa, esencialmente egoístas, siempre miramos –en lo más íntimo del organismo—por nosotros mismos.

Sin embargo, no podemos obviar nuestra historia como especie: conseguir eficacia biológica a través de la supervivencia del grupo al que se pertenece; ser subsidiarios en nuestra eficacia biológica de la supervivencia del grupo. De dicha subsidiariedad nace el altruismo: me sacrifico por el beneficio de mi grupo o de alguno de sus miembros para obtener, derivativamente, un beneficio que compense con creces el sacrificio que realizo[1]. Lo cual, claro es si es así, no hace sino poner de manifiesto el carácter de egoísmo camuflado que tiene el altruismo.

¡No hay que alarmarse!: Los términos «sacrifico», «beneficio», «compensación», no se refieren necesariamente a conceptos ni a conciencia, aunque en ocasiones lo hagan, sino que actúan como operadores en el ámbito sentimental del organismo. Aclaremos esto: un altruista «puro» no se sacrifica por el bien de otro individuo por cálculo consciente, sino por necesidad imbuida de sentimientos. El organismo[2] «percibe»[3] –errónea o acertadamente—lo que le resulta conveniente (y todos sus órganos y sistemas obran «para» la supervivencia) y emite el correspondiente sentimiento para lograrlo.

Se puede alegar: ¿Cómo sabe el organismo aquello que le conviene?, y ¿cómo reconoce esa conveniencia en las cosas y los hechos?, es decir, ¿cómo maneja el organismo ese a priori y ese a posteriori? Recuérdese que nos movemos en busca de la seguridad y del placer, y huyendo del dolor y del peligro; y adviértase que obramos en el presente con la mirada puesta en el futuro, y con los pertrechos –conciencia, conocimientos e idiosincrasia sentimental—esbozados en el pasado mediante el aprendizaje.

A la primera pregunta: el organismo «sabe» a priori  que lo conveniente se halla en el mejor-estar y sentir que resulta factible. Ese «saber» es obra de todos sus sistemas y órganos, pergeñados por la utilidad de que hicieron gala para la supervivencia; todos ello miran y velan por el mejor-estar del organismo. Y, en relación a la segunda pregunta, ¿cómo y en qué lugar reconoce el organismo ese mejor-estar-y-sentir, esa conveniencia? Para ello, percepción de seguridad, de peligro, de placer, de dolor, confluyen y batallan, pero con proyección de futuro; no se evalúa e interpreta sin más el presente, sino las consecuencias de una acción u otra en el futuro; y se ponen para ello en acción la conciencia, con su imaginería, con su razón, con sus recuerdos…, y las emociones y los instintos, y se produce un acuerdo sentimental: «ha reconocido». Ha reconocido, ha elegido el mejor-estar-y-sentir, aunque sea la muerte (la muertecomo mal menor, entiende el organismo). Lo cual parece paradójico, pero no lo es si se tiene en cuenta el carácter operativo de los sentimientos y que en gran medida han sido aprendidos. Los mecanismos de sentimentalización los tenemos ahí porque resultaron ser beneficiosos para nuestra supervivencia; pero ese beneficio pertenece al ámbito estadístico, a lo que se fijó en el acervo genético: algunos del grupo podían morir (movidos por sentimientos) intentando auxiliar a otros miembros, pero en conjunto sobrevivieron más individuos que en caso de no haberse ayudado, y sobrevivirían con mayor probabilidad aquellos que se ayudaron, aquellos que tenían sentimientos para ello, para comportarse altruistamente. Así que, retorciendo la paradoja: el actuar altruistamente incluso con el resultado de morir por ello, no contraviene el que íntimamente seamos egoístas, es decir, que miremos y sintamos siempre por el mejor-estar-y-sentir nuestro. Uno se siente impulsado a salvar a costa de su vida a su hijo que se está ahogando, porque en caso de no hacerlo su sufrimiento en forma de dolor por culpa y remordimiento será tan grande que desearía morir y haber muerto. Los mecanismos sentimentales producen esa culpa y ese remordimiento.

Ayudar a una anciana a cruzar la calle conlleva sentirse bien consigo mismo, conseguir miradas de aprobación de los viandantes, satisfacción por cumplir las enseñanzas recibidas en la infancia, sentirse orgulloso de ser un buen ciudadano, evitar el punzamiento de la culpa en caso contrario… Un misionero o un miembro de una ONG actúan altruistamente porque sienten un deber con el prójimo, que puede obedecer al sometimiento a la idea de Dios o a otra idea, y porque obtienen bienestar en el agradecimiento de los beneficiados de su ayuda, o porque se sienten mejor consigo mismo si tratan con gente dignas de conmiseración, o porque tratando con esa gente, que suele ser humilde, evitan la alteridad que les producen «los otros», o porque disfrute de unas vacaciones socialmente bien vistas. Siempre que se mire en el interior del altruista se encuentran razones egoístas, se encuentra un beneficio propio que se oculta. Lo cual no niega que el acto altruista no basado en el altruismo recíproco sea un medio ideal de convivencia social (aunque muy mal visto hasta épocas recientes por el marxismo y por la izquierda en general, que consideraban a la caridad nefasta).

El altruismo nació con vocación de cohesionar los grupos y permitir la cooperación entre sus miembros; ya ha sido recalcado que categorizamos el «nosotros» y el «ellos», y que aplicamos la compasión y el altruismo al nosotros, y otros sentimientos como la malquerencia y la crueldad al ellos. Pero al hiperextender el «nosotros» y contraer el «ellos» mediante el aprendizaje social, el altruismo y la compasión la extendemos a casi todos los miembros de la especie humana, e incluso a los animales.


[1] Tal como señala Edward O. Wilson (Consilience, p. 377), «Existe una ventaja selectiva hereditaria en pertenecer a un grupo poderoso unido por la creencia y el propósito devotos». Esto es, los grupos que manifiestan altruismo en la cooperación, tuvieron en el pasado mayor probabilidad de supervivencia, ¡sobrevivieron!, frente a los grupos menos altruistas.

[2] Recalco el «organismo» porque aunque el cerebro rige en gran medida la funcionalidad de los sistemas orgánicos, células de cualquier parte del cuerpo responden –individualmente o en grupo—al medio expresando proteínas de funcionalidad diversa, y sin la intervención directa del sistema cerebral; también el sistema nervioso autónomo, que recibe información de las vísceras y del medio interno para actuar sobre glándulas, músculos y vasos sanguíneos, aunque su acción viene mediada en muchos casos por el sistema nervioso central, en otros su impulso no llega al cerebro sino que es la médula espinal quien recibe la señal y envía la respuesta; este sistema se encarga de los reflejos viscerales. Así pues, resultaría muy erróneo hablar de la conciencia para explicar nuestras acciones, incluso sería insuficiente hablar del cerebro en su totalidad; hablar del organismo es lo adecuado.

[3] Percepción en el sentido amplio, como información de los sentidos, evaluación e interpretación.