De La Verdad

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Ya a la temprana edad de diez años ofrecí muestras de no estar muy en mis cabales. Estuviera yo cuerdo o no, mi madre sí estuvo mucho tiempo preocupada conmigo: no era inusual que me quedase quieto, mirando absorto al infinito y más allá, y que se me cayese al suelo lo que tuviese en las manos, por ejemplo, el bocadillo de la mañana o un vaso de agua. Con el tiempo, la gente empezó a considerarme un bicho raro porque discrepaba de las opiniones de mis compañeros de clase e incluso de las de los profesores.

A aquellos embelesamientos que me arrobaban, viniendo a aumentar el muestrario de mis rarezas, se unió una extraña disposición para cuestionarme las verdades firmemente establecidas, así como un sentimiento amargo ante las mentiras. Mi madre me advertía con regaños: “si hablo con fulanita de cualquier cosa, no corrijas nada de lo que yo diga, pues las pequeñas mentiras que digo son fórmulas de cortesía social”. Pero yo, erre que erre, solía poner en repetidos aprietos a mi madre o a su interlocutora, señalando las faltas a la verdad que cometían. Es como si las falsedades me produjeran urticaria.

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Lo cierto es que con el tiempo se me fue desarrollando una extraña capacidad para percibir las fallas lógicas de los asuntos que desfilaban ante mis ojos. Y aún perdura. Por ejemplo, pongo atención a un documental televisivo que relaciona la historia de las comunidades humanas con los cambios climáticos de la época, y mis antenas pronto descubren medias verdades, excesos en las generalizaciones, especulaciones que son presentadas como verdades científicas, deducciones que no son tales, etc. etc. Ahora que el Cambio Climático está de moda, los divulgadores aprovechan el filón y cargan las tintas en supuestas verdades recién inventadas. En el documental del que hablo, quienes no estén atentos pueden sacar la equivocada conclusión de que toda acción humana a lo largo de la historia se debe al cambio climático; incluso los más antiguos enigmas históricos son aquí explicados por el clima. Por ejemplo, los antiguos “pueblos del mar” de que hablan la Biblia y los anales egipcios y sirios sin aclarar el misterio de su procedencia, son tratados en el documental como emigrantes climáticos.

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Una verdad que está de moda, que cabalga en la cresta de la ola de la más rabiosa actualidad, es un poderoso atractivo para que la gente se adhiera a ella. Si pasa de moda, la verdad se resquebraja. En los años setenta y ochenta Marx era idolatrado por la tribu filosófica;  hoy ha pasado de moda y su verdad ha dejado de ser objeto de adoración.

El gran público –y todos formamos parte de él, sobremanera en la juventud—tiene necesidad de que la realidad le sea interpretada. Así que, en cuanto a creencias políticas o religiosas, nos solemos adherir –sentimentalmente—a verdades cuyas intríngulis conceptuales desconocemos pero cuya imagen, puesta de moda, satisface nuestras ansias de rebeldía social o de amparo existencia en caso de verdad religiosa.

De joven me adherí al marxismo y a Lenin y al Che Guevara, sin conocer de ellos un ápice más allá de la fatua pretensión del ‘todos iguales’. Posteriormente leí y razoné y descubrí nuevas verdades y a la verdad anterior se le cayó el velo y apareció ante mí llena de pústulas e infección. Aprender es, más que nada, descreer de lo previo.

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Sin embargo, más que por el hecho de aprender verdades nuevas que rebaten a las antiguas, la mayoría de la gente cambia sus verdades políticas cuando cambia de estatus social. Quien sube de estatus suele enseguida ver agujeros en la verdad que predica el socialismo, mientras que quien baja de estatus empieza a ver a éste mucho más justo. Nuestra verdad la solemos amoldar a nuestros intereses.

Pero algunos no cambian nunca de verdad. Se aferran a ella como el naufrago a un salvavidas. Cierto es que muchos de estos no han cambiado nunca de estatus social ni han aprendido nada nuevo que ilumine alguna falla contenida en su verdad. Son rocas inamovibles y se muestran orgullosos de serlo. El cambio les produce vértigo.

Luego, resumiendo, las grandes verdades de la política, de la religión, del orden social, no son tales, sino meros encajes y acomodos a los intereses particulares de cada cual. Pero, ¿qué decir de la verdad científica o filosófica?

Se plantea este interesante asunto: ¿Cómo determinar o establecer la verdad o falsedad de una determinada proposición? En la Ciencia, el método de indagación empleado y la constatación empírica son quienes proporcionan el valor probatorio, quienes sustentan la fiabilidad. Cuando nos alejamos de las ciencias experimentales, la verdad se torna resbaladiza. Tal cosa ocurre en el campo de la Historia, por ejemplo.

Algunos otros se arrogan una suerte de excelsitud por la que dejan de estar sometidos al fuero de la realidad y la experimentación. Tal cosa la hacen los metafísicos. Otros colocan la etiqueta  ‘científicas’ a sus teorías y alegan estar exentos de tener que presentar pruebas experimentales. Tal pretensión ha sido empleada por el psicoanálisis, la homeopatía y el materialismo dialéctico marxista. La etiqueta es un mero disfraz para disimular su desnudez.

La solución práctica más plausible –fuera de algunas elucubraciones filosóficas—para establecer o determinar la verdad de una proposición, parece ser la del consenso entre estudiosos y entendidos en el tema de que se trate. Del consenso entre historiadores se edifica la verdad histórica; del consenso entre climatólogos se determina la verdad sobre el clima etc.

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Pero esta solución no está exenta de inconvenientes graves. Uno de los mayores es el que yo llamo “el inconveniente de la grey abducida”. Los miembros del rebaño formado alrededor de una idea o un personaje, por contacto y ósmosis, suelen adquirir el mismo criterio y suelen usar todos los mismos argumentos, de manera que, más por seguidismo ciego que por indagación, acaban todos sosteniendo y defendiendo la misma verdad. ¡Aviados estaríamos si fuesen exclusivamente psicoanalistas quienes establecieran la verdad o falsedad del carácter científico del psicoanálisis! ¡Y, sin embargo, así ha sido hasta hace poco!

¡Y qué decir si tuviésemos que fiar de la ‘verdad’ de Hegel, de Lacan, de Derrida o de Heidegger por el veredicto que emita sobre el asunto cada uno de sus respectivos rebaños, más teniendo en cuenta que la grey suele otorgar a todo lo oscuro y enrevesado un plus de reconocimiento de veracidad! ¡Y, sin embargo, así ha sido hasta ahora!

Todas las grandes ‘verdades’ políticas, metafísicas, históricas, etc., alejadas de la verdad científica, tienen un reconocimiento de verdad en proporción a la fuerza del rebaño que cree en ellas; y dicha fuerza depende tanto del número de los miembros del rebaño como de su estupidez. Uno lee la verborrea sin sentido de muchos personajes idolatrados por poseer una ‘profunda verdad’ y se hace cruces de cómo tienen tantos estúpidos que les levantan altares. Y es que la gente adora lo que no entiende y viene envuelto en pomposos ajuares, pues lo identifican como la obra de un ser superior o incluso de un ser supremo. En el fondo seguimos siendo religiosos.

Pero si fuera de las ciencias experimentales la verdad establecida ha de ser cogida con pinzas, ha de ponerse en cuarentena y ha de sacudirse con fuerza con el fin de descubrir si está hecha de un buen tejido o es de estambre basto y quebradizo, ¿quiere esto decir que todas esas supuestas verdades son mentiras más o menos bien urdidas? Más que mentiras, la mayoría de ellas son ilusiones que han ganado adeptos por diferentes motivos y que son aupadas por ellos a la categoría de verdades sin discusión. Pero algunas de esas ilusiones despiden un cierto tufo.

Alarmados mis progenitores a causa de mis embelesos, acudieron conmigo a una mutua médica a la que estaban asociados. Como yo me quejaba también de molestias intestinales, consultamos a tres médicos distintos acerca de mis males. El veredicto que estos emitieron no pudo ser más demoledor: de no operarme urgentemente de hernia inguinal, de los llamados cornetes o vegetaciones, y de amigdalitis, aseguraron que en el futuro sería un idiota. (He de aportar el dato de que las operaciones no estaban costeadas por el seguro suscrito con la mutua médica, las tenían que pagar mis padres).

Mi padre, que no tenía un pelo de tonto y que no andaba sobrado de dinero, acudió a un inspector médico a exponer mi caso, y éste ordenó que otros galenos repitieran sus exámenes conmigo. Resultado: sano sanote de arriba abajo. Ni era idiota ni estaba en proyecto de serlo. (No negaré que en ocasiones he dudado de que el tal veredicto fuera el correcto). Lo que sucedía es que aquellos ínclitos doctores pretendían estafarnos.

El suceso me enseñó dos cosas: que el engaño y la falsedad son moneda de uso corriente –cuando  hay intereses por medio—incluso  entre quienes aparentan ser más dignos y honrados; y, segunda cosa, que yo no era más que un tipo raro que se hacía del mundo unas preguntas  raras.

Uno se explica entonces que la verdad del psicoanálisis y la verdad de la homeopatía no sean puestas en cuestión por sus respectivas greyes: porque producen buenos dividendos a sus profesionales. Con una buena remuneración, es preferible no cuestionarse la verdad de lo que se hace.

No se fíen. La verdad es voluble, esquiva, descarnada, y a veces tiene aspecto de mentira. La mentira, en cambio, casi siempre presenta un buen aspecto. Y una advertencia: desconfíe de las proposiciones que se presentan con un bonito rostro pero que no dicen nada.

 

 

 

Manchas del psicoanálisis

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Sheri Storm se había divorciado recientemente y acudió al psiquiatra Kenneth Olson para tratarse de un insomnio leve y una ansiedad moderada. Una vez comenzada la terapia empezó a sufrir migrañas, vértigos, dolores de espalda, nauseas, trastornos intestinales e insomnio grave. Tras de soportar sesiones de hipnosis, tomar litio, Prozac, Desyrel, Tegretol, Xanax, Cytomel, medicamentos para la migraña, una rotación de inductores del sueño, amital sódico e internamiento en hospitales mentales, Storm empezó a ‘recordar’ que su padre la había sometido a abusos sexuales a la edad de tres años, la había obligado a participar en actos de bestialismo y en rituales satánicos y sacrificio y antropofagia de bebés humanos, creyendo poseer hasta 200 personalidades diferentes. Hoy en día, muchos años después de aquello, Storm sigue atormentada por los ‘recuerdos’ de las demoledoras escenas ‘resucitadas’ en la consulta de su terapeuta.

La técnica de la recuperación de la memoria reprimida implantó en la paciente falsas evocaciones.

En una encuesta que comprendía 183 casos de represión de recuerdos de abusos sufridos en la infancia, un equipo financiado por el estado de Washington seleccionó al azar 30 de ellos para su estudio. Se extrajo la siguiente información:

  • El 100% de los pacientes informó de torturas o mutilaciones, aunque ninguna pudo ser corroborada.
  • El 97% recuperó recuerdos de abusos en rituales satánicos.
  • El 76% recordó actos de canibalismo con bebés.
  • El 69% recordaba haber sido torturado con arañas.
  • El 100% seguía bajo terapia 3 años después.
  • El 10% manifestó haber tenido pensamientos suicidas antes de la terapia; el porcentaje se elevó al 67% al seguir la terapia.
  • La hospitalización aumentó del 7 al 37% consecutivo a la terapia.
  • Las automutilaciones aumentaron desde el 3 al 27%.
  • El 87% de los pacientes tenía un empleo antes de la terapia; al cabo de tres años de terapia sólo lo tenía un 10%.

Todos estos datos, extraídos de la revista Mente y Cerebro, nº 34, muestran a las claras dos cosas: que los efectos de la terapia mencionada pueden ser terribles; y que el negocio de sanador, por el hecho de que se prolonga indefinidamente, resulta bien lucrativo. Cierto es que en la técnica mencionada el psicoterapeuta es mucho más inquisidor que lo debe ser el psicoanalista, pero ambos parten de las mismas premisas, que los abusos sexuales en la infancia son la causa de gran parte de los trastornos mentales y de personalidad que se dan en la madurez.

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A Freud no le pasó inadvertida esta circunstancia: Primeramente abandonó el método de la hipnosis que utilizó en la primera época porque  se percató de lo ilusorio de muchas de las «confesiones» de los pacientes interrogados hipnóticamente, y algo después,  también tempranamente, en carta a su amigo Wilhelm Fliess de 21 de septiembre de 1897, asevera «…la conclusión de que en el inconsciente no hay «indicio de realidad», de tal manera que es imposible distinguir la verdad de la ficción teñida de afecto.».  Tal reconocimiento vale tanto para la introspección que realizan los pacientes como para la introspección del propio Freud en la que «recordó» el amor por su madre, así que, de haber actuado en consecuencia, le tendría que haber llevado a reorientar la teoría, pues indicaba que los datos extraídos mediante la asociación libre eran meros indicios dudosos, pero no realizó tal reorientación. En realidad, el citado reconocimiento significaba el derrumbe total de la teoría, pues derrumba el pilar justificador, destruye el aval que avala a todo el edificio, borra el tinte científico con que se había embadurnado.  Freud se debió sentir como aquellos personajes de dibujos animados que andando  sobre lo  que consideran suelo firme, miran de pronto  hacia abajo y ven el abismo a sus pies; debió verse sentado sobre la rama que estaba cortando.

Pero algunos seguidores de Freud fueron mucho más freudianos que él mismo, y en los años 90, en USA, eran mayoritarios entre los psicoanalistas.  Durante la década de los 90 los tribunales tuvieron que dictaminar en varias decenas de miles  de denuncias de incesto que las denunciantes alegaban haber tenido lugar durante su infancia.  Tardó un tiempo en ponerse claro que en todos los casos las pacientes habían ‘recordado’ el incesto a preguntas (intencionadas) de los distintos psicoanalistas. Una investigación más exhaustiva determinó que en la mayoría de los casos se trataba de falsos recuerdos inducidos durante la sesión de psicoanálisis.

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El psicoanálisis nunca ha presentado prueba alguna de sanación (no les ha hecho falta, el negocio de diván siempre ha marchado viento en popa). Un caso que pretendió ser prueba de sanación fue el del llamado «hombre de los lobos», un tal Sergei Pankejeff, que sufría una neurosis grave, y que fue tratado por Freud. Mediante la interpretación de sus sueños, se concluyó que sus dolencias se relacionaban con traumas sexuales de la infancia. Freud aseguró haber encontrado la pista que llevaría a su sanación por un lapsus cometido por el paciente al comunicar un número distinto al que dibuja, que es el V. Freud encuentra en esta cifra-letra la forma de una mariposa, la abertura de las piernas de una mujer… Cuando se le comunicó el origen de su problema, curó. Pero la historia es diferente. La periodista Karin Obholzer investigó el caso y descubrió que nunca había curado, sino que fue empeorando de forma ostensible hasta su muerte, así como que cobraba un sueldo mensual a cargo de la Fundación Sigmund Freud con el propósito de mantenerlo oculto en Viena para que el fraude no se hiciera público.

Yo no sé si acogerme al diván o al confesionario.

Pequeños confites de estupideces sacras (III)

Marcuse, el marrullero

Tengo que ofrecer una verdad que a poco que se escrute la realidad circundante resulta obvia: No somos buenos por naturaleza. A saber: somos crueles con los que consideramos enemigos nuestros, al menos imaginativamente; sentimos con harta frecuencia envidia, odio, rencor, ira, resentimiento… También ofrece la misma verdad cualquier estudio antropológico de cualquier tribu con tecnología primitiva de las que aún existen. Asevera esa verdad la historia evolutiva del hombre. No existe duda posible. ¡Qué más querríamos que poseer en esencia una naturaleza bondadosa que compartir con todos nuestros semejantes, y vivir en armonía y felicidad, sin rencores, sin enfados, sin menosprecios, sin enfrentamientos, los unos con los otros! Pero, desgraciadamente, nunca en la historia de la humanidad se ha producido una situación semejante.

Sin embargo, Marcuse, el profeta y gran santón de las revueltas del 68 y del movimiento hippie, en sus dos libros más famosos, Eros y civilización y El hombre unidimensional, nos quiere convencer de lo contrario.
Increíblemente, gran parte de la intelectualidad de la segunda mitad del siglo XX calificaron esos dos libros de exquisito análisis e implacable ataque a la represiva sociedad industrial del pasado siglo. Algún día se pondrá en solfa la estupidez inaudita de esa ilustre intelectualidad obnubilada por el brillo del materialismo dialéctico y del psicoanálisis (a los que rindió pleitesía y culto durante buena parte del siglo XX), pero, hasta entonces, enseñemos alguna cosilla, demos algún pequeño confite de ello.

No digo que Marcuse, uno de los pensadores de la denominada Escuela de Frankfurt, no pretendiera ―tal como se le reconoce― ejercer una labor crítica de las sociedades industrializadas, pero ese no es el principal cometido de los citados libros, sino el de convencernos de que es posible el paraíso socialista, y el de labrar tal convencimiento desarrollando un simulacro de demostración «científica» que presente al hombre íntimamente infundido de bondad. Esa supuesta bondad natural del hombre avalaría la posibilidad del paraíso socialista.
¿Qué nos trata de decir Marcuse en Eros y Civilización? Que, de acuerdo con Freud, la civilización se ha construido a costa de la represión instintiva del hombre, pero que, en desacuerdo con Freud, nuestras sociedades industriales avanzadas producen las precondiciones para la existencia de una civilización no represiva, para una liberación. Esta es la tesis que intenta «demostrar» Marcuse.

¿Qué gafas utiliza para ello? El psicoanálisis y la metapsicología freudiana son los anteojos que Marcuse utiliza y nos ofrece para la demostración de la posibilidad mencionada. ¡Qué digo!, son también la perspectiva y la panorámica. Marcuse camina cogido de la mano de Freud y no se separa de él ni un instante. Represión, sublimación, regresión, Eros, Instinto de Muerte, principio del Nirvana, recuerdos filogenéticos, complejo de Edipo, sentido de culpa, Horda primigenia, el id, el ego, el superego… toda esa panoplia de intuiciones freudianas, todos esos cachivaches, todo ese material de derribo, le sirve a Marcuse de argamasa para construir ―mediante un tremebundo cambalache― la argumentación de su tesis: la alquímica destilación de la naturaleza bondadosa del hombre al no existir la escasez (que conduce a la lucha por la existencia). Bien conviene señalar que Marcuse se muestra en ello mucho más freudiano que el mismo Freud, pues lo que este consideró como meras hipótesis de trabajo, son tomadas por Marcuse como incuestionable verdad.

Con toda esa panoplia de «argumentos freudianos» ―pero retorciendo el brazo de Freud para llevarlo hacia donde él cree preciso, para hacerle decir cosas que nunca dijo―nos conduce a esta conclusión gratuita: la «naturaleza» de los instintos es modificable, y Tánatos está subordinado a Eros , así que se abre la posibilidad de que los impulsos destructivos desaparezcan. Esto es, la represión de la sociedad industrial alimenta a Tánatos, pero Eros terminará engulléndole y aparecerá la naturaleza buena del hombre (que hasta entonces había estado como en conserva, reprimida por esos mecanismos freudianos que nunca han mostrado signo alguno de realidad).

Pero como la demostración no le ha llegado a convencer a él siquiera, entonces alega que : La fantasía, el sueño, la imaginación… son los «agujeros» por donde se cuela lo gratificante reprimido de la niñez y de la prehistoria, y por ellos manará la sustancia de la «liberación». Y para remacharlo, después de cantos varios a la unión gratificante de hombre y naturaleza, pasa a ofrecernos la visión que percibe desde su místico estado:

« El Eros órfico transforma el ser: domina la crueldad y la muerte mediante la liberación. Su lenguaje es la canción y su trabajo es el juego. La vida de Narciso es el de la belleza y su existencia es la contemplación.»

Ya tenemos los cimientos de de la nueva civilización: el juego y la belleza. A partir de este momento, reiteradamente, pertinazmente, Marcuse trata de sugestionarnos, trata de convencernos de ello, y habla de la erotización del cuerpo, de las risas, del juego, de la experiencia estética, de la sensualidad, que romperán nuestras cadenas. A fuerza de repetir lo mismo, trata de que lo pongamos de forma permanente en los ojos de nuestra imaginación y que lo demos por bueno. Pero no es otra cosa que mera charlatanería, sin siquiera una sola razón consistente. Estas cosas fueron llamadas filosofía.

A Marcuse el deseo de un paraíso socialista le hace intuir la necesidad del buen salvaje y se lanza con afán a encontrarlo con todas las ocurrencias y marrullerías de que es capaz. Trata de convencernos de que en un mundo sin escasez se dan las condiciones para que emerja una sociedad de ambiente festivo con merienda campestre que aromatiza una exuberante floresta. En ese sinsentido ―porque tal sociedad sería un retorno a la selva―consiste Eros y civilización.

A la vida en una comuna hippie la llamó Marcuse «liberación», pero las comunas han durado lo que dura un suspiro, lo que tarda en aparecer a la palestra la naturaleza del hombre. Una comuna en donde la «enajenación» y la «alienación» estarían ausentes. (¡Cuánto juego han dado esos dos términos en manos de los embaucadores de pensamiento, cuántos mamotretos se han escrito alrededor de esos dos términos hueros!)

Otro día hablaré de El hombre unidimensional, con Marcuse convertido en profeta y odiando a todo el mundo, como cualquier profeta que se precie.

Nacionalismo y psicoanálisis

Tendemos a justificar nuestros actos. Solemos tener a mano una justificación para cualquier disparate o yerro que cometamos. Uno de los recursos más eficaces  para ello consiste en transferir la culpa y la responsabilidad por nuestras iniquidades a los demás: considerar a los «otros» culpables de nuestros propios actos y de nuestra errada conducta.

Freud tuvo la ocurrencia de que todas las alteraciones patológicas de la personalidad adulta se gestan en la primera infancia. En Tres ensayos sobre teoría sexual, Freud, sin aportar prueba alguna (si no es la mera referencia a una supuesta investigación psicoanalítica que nunca expone), postula que las conductas sexuales en la primera infancia están en el origen de las perversiones, neurosis y alteraciones psíquicas que se producen en la madurez. Así, hablando  de los niños que tienen tendencia a chupetear los labios de su madre o su nodriza, llega a decir: «Si esta importancia se conserva ―se refiere al chupeteo―, tales niños llegan a ser, en la edad adulta, inclinados a besos perversos, a la bebida y al exceso de fumar; mas, si aparece la represión, padecerán de repugnancia ante la comida y de vómitos histéricos».

Con tal ocurrencia Freud elimina de un plumazo la responsabilidad por nuestros propios actos, transfiriéndola al «ambiente» en que se desarrolló el individuo en las primeras etapas de su infancia. Ese «ambiente», que inicialmente se considera «sexual», lo generalizan posteriormente sus seguidores, de forma tal que los padres, la pobreza, el orden y organización de la sociedad en donde uno creció, pasan a ser los culpables del desvarío y de las alteraciones psíquicas de los individuos en la madurez, pasan a ser los verdaderos responsables de su conducta y de su iniquidad.

Esta transferencia de responsabilidades le viene a la izquierda como anillo al dedo: La organización capitalista de la sociedad es culpable de todos los males. El «enemigo» es culpable de todo lo que me pasa. En la corriente buenista de la izquierda se ve claramente esta transferencia: el delincuente, el estafador, el asesino, si vivieron en un entorno social humilde, no son responsables de las iniquidades que cometen; lo es la sociedad en que viven. Elusión de la propia responsabilidad.

El nacionalismo catalán tiene su burgués origen en considerarse superiores a las gentes del resto de España; tiene su origen en la doble consideración de que las cualidades individuales del catalán ―inteligencia, laboriosidad, organización social, cultura…―son muy superiores a las del extremeño, andaluz o castellano, y  las colectivas de Cataluña, muy superiores a las españolas.

Pero, más que por la consideración de superioridad, el nacionalismo catalán se funda por el sentimiento de superioridad, que no es sino el sentimiento de desprecio hacia quien es considerado inferior.  Por esa razón el nacionalismo, utilizando todos los medios propagandísticos a su alcance, sobre todo la televisión pública, ha tratado sistemáticamente de despreciar mediante vilipendios, burlas y engañifas, a España y sus valores. Por mor de inculcar ese sentimiento de desprecio en la población catalana, el nacionalismo ―actuando en su propio provecho―convierte a España en «el enemigo».

Con la llegada de la gran crisis que nos afecta en la actualidad, objetivamente, la consideración de superioridad se quebranta.  Si la corrupción de nuestra clase política no es menor que la del resto de España, si nuestra ruina es semejante, si nuestros disparates con el ladrillo no envidian a los de cualquier otro lugar de España, si nuestra deuda es tan abultada, si Madrid es más rica que Cataluña, creernos superiores es ilusorio, tuvo que ser el pensamiento de la sociedad catalana.

Entonces, el nacionalismo dirigente, en vez de reconocer esos hechos y asimilarlos, han echado mano del mencionado recurso del psicoanálisis: transferir la responsabilidad y las culpas de la situación catalana y de los catalanes a España. El «España nos roba», el denigrar sistemáticamente a los dirigentes políticos españoles, el poner en solfa los valores y la historia  de España, obedecen al intento de transferencia de culpas. La pretendida superioridad no queda, así, en entredicho, sino que su sentimiento aumenta: al apuntar a un enemigo al que se desprecia y contra el que se dirigen los sentimientos más violentos, se le está diciendo a la población que la superioridad propia no se puede manifestar por causa de la opresora y esquilmadora España. Cuando a un nacionalista se le pregunta si tiene el Tripartito alguna culpa en los males económicos y morales que padece Cataluña, su respuesta no deja dudas, España es culpable a través de Zapatero y su apéndice Montilla  (que pertenece a los «enemigos» por procedencia). Así, el nacionalismo, con el nuevo hatajo de conversos ganados con ese mecanismo psicológico de transferencia de culpabilidad, castiga al PSC ―que según ellos forma parte del entramado españolista del PSOE―, y  libera de culpa y premia a ERC, el gran artífice del despilfarro en Cataluña (ERC es de los «nuestros»).

Eludir la responsabilidad por los propios actos y transferirla al enemigo. Esa argucia, ese engañabobos, trae nuevos conversos al redil nacionalista.  En aguas revueltas ganancia de pescadores utilizando el recurrente anzuelo de Freud.