Ya a la temprana edad de diez años ofrecí muestras de no estar muy en mis cabales. Estuviera yo cuerdo o no, mi madre sí estuvo mucho tiempo preocupada conmigo: no era inusual que me quedase quieto, mirando absorto al infinito y más allá, y que se me cayese al suelo lo que tuviese en las manos, por ejemplo, el bocadillo de la mañana o un vaso de agua. Con el tiempo, la gente empezó a considerarme un bicho raro porque discrepaba de las opiniones de mis compañeros de clase e incluso de las de los profesores.
A aquellos embelesamientos que me arrobaban, viniendo a aumentar el muestrario de mis rarezas, se unió una extraña disposición para cuestionarme las verdades firmemente establecidas, así como un sentimiento amargo ante las mentiras. Mi madre me advertía con regaños: “si hablo con fulanita de cualquier cosa, no corrijas nada de lo que yo diga, pues las pequeñas mentiras que digo son fórmulas de cortesía social”. Pero yo, erre que erre, solía poner en repetidos aprietos a mi madre o a su interlocutora, señalando las faltas a la verdad que cometían. Es como si las falsedades me produjeran urticaria.
Lo cierto es que con el tiempo se me fue desarrollando una extraña capacidad para percibir las fallas lógicas de los asuntos que desfilaban ante mis ojos. Y aún perdura. Por ejemplo, pongo atención a un documental televisivo que relaciona la historia de las comunidades humanas con los cambios climáticos de la época, y mis antenas pronto descubren medias verdades, excesos en las generalizaciones, especulaciones que son presentadas como verdades científicas, deducciones que no son tales, etc. etc. Ahora que el Cambio Climático está de moda, los divulgadores aprovechan el filón y cargan las tintas en supuestas verdades recién inventadas. En el documental del que hablo, quienes no estén atentos pueden sacar la equivocada conclusión de que toda acción humana a lo largo de la historia se debe al cambio climático; incluso los más antiguos enigmas históricos son aquí explicados por el clima. Por ejemplo, los antiguos “pueblos del mar” de que hablan la Biblia y los anales egipcios y sirios sin aclarar el misterio de su procedencia, son tratados en el documental como emigrantes climáticos.
Una verdad que está de moda, que cabalga en la cresta de la ola de la más rabiosa actualidad, es un poderoso atractivo para que la gente se adhiera a ella. Si pasa de moda, la verdad se resquebraja. En los años setenta y ochenta Marx era idolatrado por la tribu filosófica; hoy ha pasado de moda y su verdad ha dejado de ser objeto de adoración.
El gran público –y todos formamos parte de él, sobremanera en la juventud—tiene necesidad de que la realidad le sea interpretada. Así que, en cuanto a creencias políticas o religiosas, nos solemos adherir –sentimentalmente—a verdades cuyas intríngulis conceptuales desconocemos pero cuya imagen, puesta de moda, satisface nuestras ansias de rebeldía social o de amparo existencia en caso de verdad religiosa.
De joven me adherí al marxismo y a Lenin y al Che Guevara, sin conocer de ellos un ápice más allá de la fatua pretensión del ‘todos iguales’. Posteriormente leí y razoné y descubrí nuevas verdades y a la verdad anterior se le cayó el velo y apareció ante mí llena de pústulas e infección. Aprender es, más que nada, descreer de lo previo.
Sin embargo, más que por el hecho de aprender verdades nuevas que rebaten a las antiguas, la mayoría de la gente cambia sus verdades políticas cuando cambia de estatus social. Quien sube de estatus suele enseguida ver agujeros en la verdad que predica el socialismo, mientras que quien baja de estatus empieza a ver a éste mucho más justo. Nuestra verdad la solemos amoldar a nuestros intereses.
Pero algunos no cambian nunca de verdad. Se aferran a ella como el naufrago a un salvavidas. Cierto es que muchos de estos no han cambiado nunca de estatus social ni han aprendido nada nuevo que ilumine alguna falla contenida en su verdad. Son rocas inamovibles y se muestran orgullosos de serlo. El cambio les produce vértigo.
Luego, resumiendo, las grandes verdades de la política, de la religión, del orden social, no son tales, sino meros encajes y acomodos a los intereses particulares de cada cual. Pero, ¿qué decir de la verdad científica o filosófica?
Se plantea este interesante asunto: ¿Cómo determinar o establecer la verdad o falsedad de una determinada proposición? En la Ciencia, el método de indagación empleado y la constatación empírica son quienes proporcionan el valor probatorio, quienes sustentan la fiabilidad. Cuando nos alejamos de las ciencias experimentales, la verdad se torna resbaladiza. Tal cosa ocurre en el campo de la Historia, por ejemplo.
Algunos otros se arrogan una suerte de excelsitud por la que dejan de estar sometidos al fuero de la realidad y la experimentación. Tal cosa la hacen los metafísicos. Otros colocan la etiqueta ‘científicas’ a sus teorías y alegan estar exentos de tener que presentar pruebas experimentales. Tal pretensión ha sido empleada por el psicoanálisis, la homeopatía y el materialismo dialéctico marxista. La etiqueta es un mero disfraz para disimular su desnudez.
La solución práctica más plausible –fuera de algunas elucubraciones filosóficas—para establecer o determinar la verdad de una proposición, parece ser la del consenso entre estudiosos y entendidos en el tema de que se trate. Del consenso entre historiadores se edifica la verdad histórica; del consenso entre climatólogos se determina la verdad sobre el clima etc.
Pero esta solución no está exenta de inconvenientes graves. Uno de los mayores es el que yo llamo “el inconveniente de la grey abducida”. Los miembros del rebaño formado alrededor de una idea o un personaje, por contacto y ósmosis, suelen adquirir el mismo criterio y suelen usar todos los mismos argumentos, de manera que, más por seguidismo ciego que por indagación, acaban todos sosteniendo y defendiendo la misma verdad. ¡Aviados estaríamos si fuesen exclusivamente psicoanalistas quienes establecieran la verdad o falsedad del carácter científico del psicoanálisis! ¡Y, sin embargo, así ha sido hasta hace poco!
¡Y qué decir si tuviésemos que fiar de la ‘verdad’ de Hegel, de Lacan, de Derrida o de Heidegger por el veredicto que emita sobre el asunto cada uno de sus respectivos rebaños, más teniendo en cuenta que la grey suele otorgar a todo lo oscuro y enrevesado un plus de reconocimiento de veracidad! ¡Y, sin embargo, así ha sido hasta ahora!
Todas las grandes ‘verdades’ políticas, metafísicas, históricas, etc., alejadas de la verdad científica, tienen un reconocimiento de verdad en proporción a la fuerza del rebaño que cree en ellas; y dicha fuerza depende tanto del número de los miembros del rebaño como de su estupidez. Uno lee la verborrea sin sentido de muchos personajes idolatrados por poseer una ‘profunda verdad’ y se hace cruces de cómo tienen tantos estúpidos que les levantan altares. Y es que la gente adora lo que no entiende y viene envuelto en pomposos ajuares, pues lo identifican como la obra de un ser superior o incluso de un ser supremo. En el fondo seguimos siendo religiosos.
Pero si fuera de las ciencias experimentales la verdad establecida ha de ser cogida con pinzas, ha de ponerse en cuarentena y ha de sacudirse con fuerza con el fin de descubrir si está hecha de un buen tejido o es de estambre basto y quebradizo, ¿quiere esto decir que todas esas supuestas verdades son mentiras más o menos bien urdidas? Más que mentiras, la mayoría de ellas son ilusiones que han ganado adeptos por diferentes motivos y que son aupadas por ellos a la categoría de verdades sin discusión. Pero algunas de esas ilusiones despiden un cierto tufo.
Alarmados mis progenitores a causa de mis embelesos, acudieron conmigo a una mutua médica a la que estaban asociados. Como yo me quejaba también de molestias intestinales, consultamos a tres médicos distintos acerca de mis males. El veredicto que estos emitieron no pudo ser más demoledor: de no operarme urgentemente de hernia inguinal, de los llamados cornetes o vegetaciones, y de amigdalitis, aseguraron que en el futuro sería un idiota. (He de aportar el dato de que las operaciones no estaban costeadas por el seguro suscrito con la mutua médica, las tenían que pagar mis padres).
Mi padre, que no tenía un pelo de tonto y que no andaba sobrado de dinero, acudió a un inspector médico a exponer mi caso, y éste ordenó que otros galenos repitieran sus exámenes conmigo. Resultado: sano sanote de arriba abajo. Ni era idiota ni estaba en proyecto de serlo. (No negaré que en ocasiones he dudado de que el tal veredicto fuera el correcto). Lo que sucedía es que aquellos ínclitos doctores pretendían estafarnos.
El suceso me enseñó dos cosas: que el engaño y la falsedad son moneda de uso corriente –cuando hay intereses por medio—incluso entre quienes aparentan ser más dignos y honrados; y, segunda cosa, que yo no era más que un tipo raro que se hacía del mundo unas preguntas raras.
Uno se explica entonces que la verdad del psicoanálisis y la verdad de la homeopatía no sean puestas en cuestión por sus respectivas greyes: porque producen buenos dividendos a sus profesionales. Con una buena remuneración, es preferible no cuestionarse la verdad de lo que se hace.
No se fíen. La verdad es voluble, esquiva, descarnada, y a veces tiene aspecto de mentira. La mentira, en cambio, casi siempre presenta un buen aspecto. Y una advertencia: desconfíe de las proposiciones que se presentan con un bonito rostro pero que no dicen nada.
Razón, razón……..y quien tiene la razón………….cada cual la suya.
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Cada cual tiene su razón, pero hay razones más razonadas que otras.
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Subiste una foto de la primavera, así la pienso yo, con los ojos verdosos repletos de ensueños. Una belleza mirando el futuro de frente.
Así, que sí eres algo de la hermosa juventud, ahí va mi primera verdad..
«Aprender es, más que nada, descreer de lo previo.» Creo que has simplificado lo difícil que es el saber, en el sitio que nos ha tocado crecer, progresar. Cambiar mediante el conocimiento, sin miedo a lo que puedan pensar los demás.
Es tan rico tu escrito que abarca desde la equivocación de diagnóstico ante tu distraída niñez, hasta tu adhesión, al partido comunista.
Te doy la razón en muchas de tus razones, porque creo que nadie la tiene plenamente.» Somos hijos de las circunstancias »
Te leo y pienso…Si yo pudiera aportar algo, ante tus amplios conocimientos.
Así, que ahí va mi abrazo desde el tórrido Río de la Plata, ancho como Mar.
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Gracias por tu comentario Stella. Tú ya aportas el exquisito encanto de tus escritos. (Así en petit comité: me halagas con lo de la foto de la primavera, pero me temo que es provisional. Durará hasta que mi hija pequeña se entere que he puesto una antigua foto suya, jaja). Un abrazo desde esta España tan revuelta.
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Todo esto que describes puede deberse a un trauma infantil reprimido. ¿Has consultado a un psicoanalista? Ja, Ja, Ja…
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Uno es como es por no haber consultado a un psicoanalista; de haberlo hecho, tengo la duda de si sería un neurótico, un paranoico, un histérico, un esquizofrénico, o simplemente un zumbado. Menos mal que no los he consultado
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«Nuestra verdad la solemos amoldar a nuestros intereses», los propios, los del grupo y los de la sociedad. Creo que algo que nos está mostrando el actual estado de cosas del mundo en que vivimos es que la verdad es un vaivén permanente que empieza a ahogarse en su relativismo y en lo endeble que se hace cualquier intento por defenderla. No sé si pudiéramos hablar de una era de «neo-fanáticos» (eso me lo acabo de inventar), en la que nos agarramos de cualquier cosa con tal de sentir que tenemos algún piso, pero en el fondo, a sabiendas de muchas contradicciones, estamos esperando la «nueva» verdad que venga en camino para aferrarnos a ella mientras esperamos a que llegue otra nueva y así sucesivamente.
De una amplitud sobrecogedora tu reflexión, admite debate y cocción mental lenta. Me ha gustado mucho.
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La verdad, además de amoldarse a nuestro interés, debe estar de moda, de esa manera nos declaramos rápidamente creyentes de ella. Es esnobismo nos encanta.
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