CONDUCTA SOCIAL Y NATURALEZA HUMANA III

 

 

LAS CREENCIAS Y LA CONVENIENCIA QUE PRESENTAN

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¿Cómo resaltar la importancia de las creencias en nuestra conducta social?

 

La gente vive y muere por sus creencias. Por creencias se hicieron pirámides gigantescas, catedrales inmensas, monumentos grandiosos, en fin, altares magníficos a las creencias humanas. Por creencias se lanzaban contra las naves enemigas los kamikazes japoneses en la Segunda Guerra Mundial; en la India, por creencias la viuda del difunto era ofrecida  a morir en la pira funeraria; por creencias se fundan o se destruyen los imperios, se suicidan colectivamente grupos humanos, se inmolan los terroristas del Daesh en sangrientos atentados; por creencias se altera la razón o se pierde la visión de la realidad y se ve a ésta transformada en fantasía o en esquizoide ilusión. Cuando una creencia se implanta en una comunidad y crea en ella un clima de opinión, y aporta criterios y verdades nuevos,  acaba imponiendo una dictadura moral, es decir, nos dice lo que está bien y lo que está mal, y ejerce de rectora de nuestra conducta social.

Si, tal como se ha explicado en las dos entradas anteriores de este blog,  el sistema instintivo y el sistema sentimental, nos dictan –mediante la pulsión que nos hacen sentir—las  conductas sociales a seguir (y en ese dictado para realizar tal o cual acción muestran la conveniencia percibida en él por dichos sistemas), para dicho menester de dictar nuestra conducta las creencias que anidan en nuestra conciencia acerca de la realidad son la crème de la crème.

Asumimos  las creencias de nuestros padres, de los medios, de los líderes de opinión, de los políticos; seguimos sus criterios, hacemos nuestros sus juicios; confiamos en ellos buscando seguridad. Entendemos el mundo a través de su opinión y juzgamos según su juicio. Delegamos en ellos, fiamos en ellos, hacemos dejación en ellos de nuestra responsabilidad para entender la realidad. Así que ponemos nuestra seguridad, nuestra conducta y nuestras esperanzas en sus manos. Nos convertimos en rebaño de conciencia moldeada de acuerdo a los propósitos de los líderes. Hitler y Mussolini crearon así su rebaño fiel. Cuando murió Stalin, millones de personas que habían sufrido opresión y que habían perdido a algún ser querido por la política asesina del tirano, lloraban con dolor la muerte del ‘padrecito’.

 

Pero, ¿qué son las creencias, de dónde proviene su fuerza?

 

Nos dice Julián Marías que  «Las creencias son sistemas socializados de conceptos e ideas que organizan la percepción de partes del mundo –o de su totalidad—en el que vive la sociedad de referencia». Ciertamente una creencia es una perspectiva, es un particular enfoque cromático través del cual miramos la realidad. Miramos al mundo y lo vemos con la perspectiva que nos aportan las creencias que tenemos. Bueno, en realidad, debemos decir que son ellas las que nos tienen, las que se apoderan de nosotros. Una creencia anida en la conciencia del individuo y hace que éste sienta y se comporte de tal o cual manera ante una situación determinada. La creencia se suelda a nuestra conciencia y construye aquí la base de nuestra conducta, de nuestros juicios, de nuestro sentir e incluso de nuestro pensar. De ahí su fuerza. Las creencias nos dirigen, nos zarandeas, nos señalan dónde está el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, la mentira y la verdad.

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¿Qué beneficios nos reporta el ‘creer’?

 

En primer lugar, sirven para automatizar nuestra conducta. Gracias a que nos proporcionan una previsión de la realidad, ante cada acontecimiento no tenemos que sopesar a cada instante la conducta más adecuada o conveniente, es decir, nos evita ese delirio en que nos introduce la duda, ese delirio de análisis y pros y contras que ésta trae consigo. O dicho de otra manera, las creencias nos proporcionan, criterios,  juicios y sentimientos para escrutar el mundo y posicionarnos frente a él. Nos indican el camino de lo que se anhela, su busca o se teme. Nos proporcionan certezas, un suelo por el que caminar desprevenidamente.

Y no importa si contienen o no verdad. Lo que importa es que nos proporcionen convencimiento. Si analizamos cualquier creencia en profundidad la derrumbamos. Ahí tenemos creencias sin ton ni son que están profundamente arraigadas en una parte importante de la humanidad: la astrología, el tarot, la homeopatía, las cosmovisiones místicas, etc., etc. Lo que satisface de ellas es que proporcionan previsión de la realidad, satisfacen las ansias de saber de sus acólitos, dan cobijo y amparo, o generan ilusiones satisfactorias. Generalmente se amoldan a la horma de nuestros deseos y temores. De ahí que las creencias más poderosas –como las creencias religiosas y otras de las que hablaremos— manejan profusamente el temor y el deseo.

 

Somos crédulos

 

Podemos creer en supersticiones que ya aparecen en tablillas mesopotámicas  de  cinco mil años de antigüedad: que nos sobrevenga el infortunio si derramamos descuidadamente la sal, si un gato negro cruza en nuestro camino, si pasamos por debajo de una escalera de mano apoyada en la pared… También creemos en magias diversas: vudú, hechizos, encantamientos, en el poder de San Cristóbal o San Eulogio, en la licuación esporádica de la sangre de San Pantaleón o de San Genaro, en lo funesto de una maldición, en la alquimia… Y cómo olvidarnos de las creencias acerca de las  ‘ciencias’ de la adivinación: tarot, quiromancia, presciencia, astrología…, y en el Cielo, en el Infierno, en el fenómeno OVNI, en los dioses, en la reencarnación, en Satán… Y tales creencias nos transforman, nos pueden aportar ánimo o desesperación, deseos de vivir o de morir. Tracios y Celtas creían en la transmigración de las almas, en la metempsicosis, y poseían un gran desprecio de sus vidas, lo que les proporcionaba una gran valor en las batallas.

Toda creencia es una ilusión de la realidad, una fantasía acerca del mundo. El ser humano necesita ilusión. Cuando la realidad no le satisface –y casi nunca lo logra—la ilusión, la esperanza, son su salvaguardia. La ilusión, al satisfacer virtualmente el deseo encerrado en ella, alivia la realidad, la hace soportable, incluso la reemplaza.  El temor y el deseo son las entidades que fabrican las ilusiones en nuestra mente; y lo hacen tomando las alas de la imaginación y edificando, fijando y organizando creencias a su albedrío. La mente se halla ocupada a todas horas en trazar ilusiones a la medida de los deseos y de los temores. Para entender que sea posible tener fe en las creencias más absurdas, conviene resaltar nuestra naturaleza ilusoria. Tenemos que entender que son el temor y el deseo quienes suscitan esas ilusorias creencias; que son el temor y el deseo quienes nos hacen crédulos.

 

Creencias potentes y peligrosas

 

Los hombres están poco preparados para afrontar creencias basadas en la racionalidad, así que, para imprimir una dirección a los afectos y un norte a la conducta,  la expresividad simbólica, la  ritual y la mitológica resultan mucho más eficaces que el análisis racional. Sirva como ejemplo de esta simplificación conceptual  la religiosidad andaluza: lo que provoca el llanto de los rocieros o de los cofrades en una procesión, lo que exalta el ánimo al ver la imagen de la Virgen María, no son los misterios de la trinidad ni los valores de la ética cristiana ni la organización celestial, sino el simbolismo pagano, la imagen representativa del poder o la bondad. El símbolo desata de inmediato la pasión.

Las creencias Redentoras son las que manejan con más empeño la ilusión y el símbolo. Nada menos que pretenden redimir al que sufre, al oprimido, al descontento, al infeliz, al mísero. Las más conocidas y más en boga son: el nacionalismo, las religiones del Libro, el Igualitarismo marxista o comunista… Todas ellas proponen la ilusión de un Paraíso –así en el Cielo o en la Tierra—que se logrará siguiendo la conducta conveniente o pertinente al caso: la lucha por la independencia, el acatamiento a ciertos dictados religiosos, la revolución sangrienta… Las banderas, las insignias, las imágenes, los símbolos que utilizan cada una de ellas focalizan la atención del creyente, le infunden pasión y le identifican con el grupo. Su principal fuerza reside en la obnubilación que concitan las  pasiones y sentimientos. El deseo, el temor, el odio, el resentimiento que dichas creencias concitan y agavillan en las gentes, son sus armas más poderosas.

Las nuevas creencias místicas

 

Son esas creencias seudoreligiosas que los nuevos tiempos han traído. Unos tiempos de vida acomodada, de evitación a toda costa de todo cuanto huela a sufrimiento, de evitación de lucha y enfrentamiento…; unos tiempos en que se trata de eludir el temor social buscando refugio en los animales o la naturaleza. Unas creencias que han sustituido al clásico dios etéreo por esos nuevos dioses que son la Naturaleza, la Vida, la cosmovisión mística del Todo relacionado, la Justicia entretejida en los actos y en sus consecuencias…Me refiero, claro, al animalismo, al veganismo, al ecologismo extremo.

Y hacia esos dioses se vuelca el afán religioso de sus seguidores: el proselitismo, el militarismo en la creencia, la imposición de su ideario por la fuerza etc., etc.

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¿Qué conveniencia percibimos?

 

Tal como se ha podido ver,  al hombre no lo mueve la realidad, sino las ilusiones que la conciencia —sugestionada por las creencias— construye de esa realidad. Las creencias distorsionan y alteran la percepción de la realidad, categorizan esa realidad percibida, emiten juicios de valor acerca de ella, estiman la conveniencia que representa para el individuo, y disponen a los deseos y a los sentimientos al arbitrio de aquellas. Temor, deseos y sentimientos brotan, se disponen y se desarrollan en el suelo de las creencias del individuo, así que según la sustancia de éstas, adquirirán aquellos su peculiar color, su tallo, su fortaleza, su fruto, su singular desarrollo, y, las ilusiones que se construyen con ellas terminarán adquiriendo su estructura, vitalidad, colorido y forma.

 

Otro sistema que poseemos en el cerebro para percibir la conveniencia de nuestras actitudes y nuestra conducta, es el sistema intelectivo, pero sospecho que hablar de él me exigirá un arduo trabajo, así que lo dejo por ahora en el tintero.

 

OJOS PARA VER

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Tenemos los ojos para ver, el corazón para sentir (metafóricamente hablando), la inteligencia para relacionar conceptos, y la sabiduría para descubrir la conveniencia que nos ofrecen los hechos y las cosas. De entre todas estas capacidades nombradas, la sabiduría es la más rara –escasa—entre nosotros, la que menos abunda. De hecho es tan rara que no conozco que se haya hecho un estudio de ella en ningún ámbito académico. Posiblemente haya millones de estudios sobre la percepción, sobre los sentimientos, sobre la inteligencia, pero ni uno solo sobre la sabiduría. Ni siquiera creo que esté bien determinada su definición. Pero sabemos que la persona sabia es aquella que sabe escoger fácilmente el camino que le conviene en la vida, el camino que mejor se adecúa a sus circunstancias en busca de encontrar una parcela de felicidad o de ausencia de sufrimiento.

En Occidente, hoy en día, el corazón se ha puesto de moda. La compasión, la piedad, la conmiseración, la vergüenza, la culpa, los sentimientos que en parte regulan nuestra relación social prescriben hoy nuestra moral e incluso el espíritu de nuestras leyes. Sobremanera la compasión, que ha devenido en sentimiento radical de nuestra conducta social.

Pero, ¿es bueno que el corazón domine nuestro comportamiento? Desde luego que no. Si la inteligencia casi que está desahuciada en nuestras relaciones con los demás, y la sabiduría para con estos temas brilla por su ausencia, dejar al corazón como guía rector puede llevarnos al abismo a la vuelta de la esquina. De este asunto quiero hoy tratar, y me serviré para ello de un ejemplo de rabiosa actualidad.

  • Occidente está hoy rendido a una ética promovida en buena medida por el sentimiento de la compasión. Una compasión que nos rodea, que nos obliga, que está de moda; de la compasión hiperextendida a todos aquellos que sufren y pasan miserias; extendida a los animales e incluso a las plantas; una compasión universalizada.
  • Sin embargo, las relaciones humanas básicas siempre han tenido como rector un principio que emana de la entente que establece la naturaleza egoísta de uno en conflicto con la naturaleza egoísta de los demás: el Principio de Reciprocidad. Yo te doy, te auxilio, te presto…, para que tú me des, me auxilies, me prestes… en igual medida en el futuro. Si no se devuelve la ayuda, la donación, el auxilio, queda el que dio o ayudó agraviado; lo cual es motivo de conflicto o de rotura de la relación entre uno y otro.
  • Algo semejante ocurre en la cooperación. Entre los individuos cooperantes se establece el pacto tácito de considerar justo un reparto de beneficios que sea proporcional a la labor que realizó cada cooperante (la parte del beneficio total que se debe a su labor). Tal es la forma que adquiere el Principio de Reciprocidad en la simple cooperación social. Cuando se trata de una propiedad comunal, tal principio sirve y ha servido para regular la cooperación; y, aunque se altera y se desvirtúa cuando aparece por medio la propiedad privada, parece tan adecuado para las relaciones de cooperación, ayuda o  auxilio, que todos venimos a considerarlo de justicia.
  • Cuando la relación de cooperación, ayuda o auxilio no se atiene al dicho principio de Reciprocidad, aparecen lo que se denominan comportamientos egoístas y altruistas. Objetivamente, en ese tipo de relaciones, el comportamiento egoísta es aquel en el que un sujeto percibe en mayor cantidad de lo que le corresponde en justicia (ateniéndose a la reciprocidad debida); mientras que el comportamiento altruista es aquel en que uno aporta o da más de lo que en justicia le corresponde dar. En un extremo se encuentra el comportamiento parasitario: cuando uno no da ni aporta pero recibe de los bienes de los demás. El parásito parasita a aquellos de quienes recibe.
  • Situémonos en la realidad: En toda sociedad conviven gentes de comportamiento altruista con otros de comportamiento egoísta, con parásitos sociales. Lo que llama la atención es que, desde el punto de vista objetivo con que he definido esos conceptos, muy pocas veces el objetivamente egoísta o el objetivamente altruista son señalados como tales, sino que, muy frecuentemente, una parte importante de la sociedad les asigna los papeles inversos, cambiados. Muy frecuentemente, quien hace alarde de altruismo es, de manera objetiva, un egoísta social; mientras que el señalado como egoísta resulta ser netamente altruista.
  • Por ejemplo, el individuo con arte para escabullirse de trabajar y vivir de subsidios y cambalaches, suele llamar egoístas y explotadores a todos los laborantes y suele aparecer dibujado socialmente como un altruista que busca el bien general, pero, objetivamente, no es otra cosa que un egoísta e incluso un parásito social que medra a costa de los demás. Este tipo de gente se especialista en pedir y en recibir gratuitamente todo tipo de derechos para él sin aportar nada a cambio.
  • Esto nos lleva a otro apartado, al de que los derechos sociales de que disfrutamos todos no son gratuitos. Los derechos que disfruta el parásito provienen de la diferencia entre lo que aportan a la comunidad los altruistas y lo que a cambio reciben de ella.
  • Volvamos a la compasión y a la dramática situación de la corriente migratoria hacia Europa. La compasión se ha puesto de moda y cuando algo está de moda todos quieren subirse a su carro y reprobar a quienes son reticentes a subirse. Leo en las redes sociales que han surgido en Europa cientos de miles de ciudadanos dispuestos a acoger en sus casas a inmigrantes islámicos. (Conviene hacer alguna puntualización: 1.-parece ser que los de procedencia siria que llaman a las puertas de Europa apenas representan un 30% del total; 2.-hemos de suponer que el ofrecimiento de acogida que se efectúa es gratuito, sin recibir remuneración del Estado por ello). Me jugaría una taba a que, si esa acogida por parte de particulares se produjese, no pasaría una semana sin que una mayoría de los anfitriones no estuviesen arrepentidos. Piense el lector en convivir con inquilinos que dan muestras del machismo trasnochado que se producían en España hace un siglo; con inquilinos con usos y costumbres sociales que chocan de frente con los nuestros; con inquilinos cuya religión es contraria a las libertades y a la democracia.
  • En todo caso, piense el lector ¿hasta qué grado está dispuesto a ejercer su compasión con los dolientes y necesitados del mundo?, ¿hasta el grado de perder por ello gran parte de sus propios derechos, e incluso hasta el grado de convertir nuestra sociedad en un escenario de confrontación de culturas y religiones, e incluso hasta la posible pérdida de nuestra democracia y nuestras libertades?, ¿o solo hasta el grado de que nuestro sacrificio compasivo no altere sustancialmente nuestros derechos, riquezas y libertades, y que, en compensación, sirva para aliviar nuestra conciencia? Porque dependiendo del grado de compasión que estemos dispuestos a ofrecer –si somos conscientes de nuestros actos y de las consecuencias que acarrean—a los refugiados, será mayor o menos la amenaza de desestabilización social que traerá consigo.
  • Naturalmente que se ha de atender humanitariamente, con alimentación, sanidad, enseñanza y cobijo, a los cientos de miles de desplazados por la guerra en Siria, pero otra cosa distinta es la pretensión de algunos –tal  vez sintiéndose responsables de todas las desgracias del mundo—de exigir a España y a Europa que se reparen esas desgracias y que se otorgue a todo el mundo nuestros derechos y libertades a costa de nuestros bolsillos.
  • Porque lo que está demandando esa ola compasiva que recorre Europa –sin un claro juicio, tan solo utilizando el corazón—con sus exigencias de libre entrada y derechos a la carta para todo emigrante, es ni más ni menos que el desmantelamiento de nuestra civilización. Porque, que a nadie le quepa la menor duda: si Europa abre sus puertas y acoge sin reticencias a todo el que quiera venir a ella, toda África, todo Oriente Medio y la mitad de Iberoamérica plantarían sus reales en el viejo Continente.
  • ¿Estamos dispuestos a pechar con las consecuencias que tal hecho traería consigo?, ¿estaría usted dispuesto?
    • ¿Estaría dispuesto a que España tuviese que aumentar drásticamente su deuda y disminuir hasta niveles de espanto los derechos de sus ciudadanos para mantener a una abultada población emigrante que actuaría de parásito al no haber trabajo?
    • ¿Estaría dispuesto a afrontar los conflictos religiosos y culturales que se derivarían de ello (en Alemania y Francia la política de integración basada en la multiculturalidad ha demostrado ser un fracaso, y la población en paro en esos países es muy mayoritariamente musulmana de segunda o tercera generación en Europa. Por lo general, esos musulmanes rechazan los valores occidentales y su cultura, encerrándose en su grupo?
    • En encuestas recientes del Reino Unido, casi la mitad de los jóvenes musulmanes apoyan moralmente al DAESH, ¿estaría usted dispuesto a convivir con tal amenaza?
    • Otro problema, la libertad y la democracia es algo extraño al Islam, sólo en Turquía e Indonesia se puede hablar de democracia (y con graves y grandiosas restricciones). En Egipto, Argelia, Sudán, las elecciones democráticas sirvieron para imponer la ley coránica como ordenamiento jurídico y acabar con la democracia. No es extraño que en ciertas regiones europeas el islamismo se haga mayoritario y, tal como ocurre en todos los países islámicos de Oriente Medio, reprima duramente a los no musulmanes, no solo en sus manifestaciones religiosas, sino en sus derechos y libertades. ¿Está usted dispuesto a afrontar estas posibilidades?
    • ¿Aceptaría usted que su permisividad en materia religiosa, cultural y de libertades no fuera, en reciprocidad, correspondida, y que grupos egoístas cada vez más numerosos medrasen a costa de su permanente altruismo hacia ellos?
    • ¿Es mucho pedirle que no sea solo su corazón quien juzgue, que utilice también los ojos, la inteligencia, el conocimiento, la sabiduría, y que actúe en consecuencia de la conveniencia que perciba?

ANIMALISMO RELIGIOSO

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Cuando hablo del animalismo no me refiero al individuo que siente cariño hacia un animal de compañía, ni tampoco me refiero a quien se refugia afectivamente en uno de esas mascotas que nos acompañan y  que tanta satisfacción producen, ni siquiera a quien hace de su relación con los animales el leitmotiv de su vida, sino que me refiero a aquellos  que pretenden imponer socialmente una ética de corte totalitaria, absurda desde el punto de vista de la evolución humana, y represora contra quienes discrepan de sus mandamientos. Una ética con tintes religiosos propia de un régimen teocrático.

En ese magnífico libro de divulgación científica que es Los tres primeros minutos del universo, nos dice su autor, Steven Weinberg, que “Para los seres humanos es casi irresistible el creer que tenemos alguna relación especial con el Universo; que la vida humana no es solamente el resultado más o menos absurdo de una cadena de accidentes que se remonta a los tres primeros minutos, sino que de algún modo formamos parte de él desde el comienzo.”

Algo semejante nos dice Jesse Bering en El instinto de creer, que “Importantes factores cognitivos  nos inducen a pensar que hemos sido creados para una finalidad especial, o que los sucesos naturales contienen mensajes importantes procedentes de otro mundo, o que nuestra existencia psicológica está misteriosamente ligada a un impreciso pacto moral con el universo.”

Los que estos autores nos señalan no es nada raro: las religiones, las seudociencias adivinatorias, las religiones mistéricas, muchas religiones orientales… nos indican que en la persona humana existe una percepción religiosa de conexión con el Todo, de formar parte activa y dinámica del Universo y de que místicamente cualquier acción que efectuemos nos traerá consecuencias morales.

Las religiones tradicionales de Occidente dirigieron esa religiosidad a propósitos sociales, y la vistieron con rituales, liturgias e imágenes. Hoy en día, en este mundo que dispara contra esas religiones tradicionales, la religiosidad reaparece camuflada en forma de ecologismo radical o animalismo. Los seguidores de estas corrientes adquieren y fijan una creencia y la adoran como a un dios y proclaman su fe en ella e incluso arriesgan sus vidas por defenderla e imponerla a los demás.

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Pueden llegar a ser más peligrosos que los más encarnizados enemigos y que las religiones que ellos mismos intentan combatir. Pueden llegar a santificar a los animales, a las plantas, a las tierras, e incluso ofrecer a esos nuevos dioses sacrificios humanos.

Bill Devall, que publicó en 1985 el libro Deep Ecología, llega al extremo de considerar la tala de árboles con el exterminio llevado a cabo por los nazis en Auschvitz. Pentti Linkola no es menos extremo: propone volver a una sociedad preindustrial gobernada de manera totalitaria y donde el consumo se limite a los recursos renovables. Algunos grupos ecologistas hablan del derecho de los árboles y del derecho de las montañas. Christopher D. Stone publicó el ensayo, ¿Deberían los árboles tener derechos? En los grupos animalistas produjo una gran influencia el libro de Peter Singer, Liberación animal. En él se opone al especieísmo (la discriminación positiva de nuestra especie), y defiende una igual consideración de todos los seres capaces de sufrir.

Naturalmente, todos estos movimientos pueden llegar a ser un obstáculo para el progreso y para la felicidad humana.

Sorprenden esas propuestas porque sin dejar de obedecer al egoísmo propio de quien las formula, y conteniendo en sí razones totalitarias, atentan contra la primacía humana. No es lugar éste de analizar las incongruencias que contienen, pero sí de resaltar que son un despropósito evolutivo y biológico. El carácter relativo que el postmodernismo otorga a cualquier planteamiento ético o social ha dado alas a este tipo de propuestas. Todo planteamiento que no tome en cuenta el egoísmo individual y el egoísmo de la especie humana como cimiento ético, se acaba convirtiendo en el absurdo de ir contra las previsiones biológicas de la supervivencia y el éxito reproductor.

Sí que conviene analizar que el ecologismo radical[1] y el animalismo se desarrollan en lo macrourbano principalmente, en sociedades urbanas de dimensiones abrumadoras. En esas grandes ciudades, las relaciones y vinculaciones de parentesco, vecindad y amistad, que mantenían antaño el orden social y los lazos de afectividad y seguridad de los individuos, han desaparecido casi por completo. Hoy no resulta extraño que las gentes que viven piso con piso apenas se conozcan y apenas se saluden si se encuentran en el ascensor. Ello origina grados de soledad impensables hace unas décadas. Además, la interacción con ‘el otro’ se convierte en motivo de malestar por la alteridad que ofrece. Todo se convierte en desconfianza, y, en consecuencia, se produce una huida de la realidad hacia la virtualidad del televisor, de Internet, de la lectura…Pero en ocasiones el refugio afectivo se encuentra en los animales de compañía o en volver a comunicarse de manera más directa con la naturaleza.

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El temor a lo social, produce así conductas precavidas o incluso conductas evasivas. La solución del trato con animales de compañía resulta gratificante en estos casos, pues se encuentra un refugio afectivo en el que protegerse de la agresividad social. Uno vuelca su afecto en su perro sin prevención  porque sabe que no representa peligro alguno, y, a cambio, recibe la gratificación de su compañía y su interacción lúdica. El siguiente paso hacia el animalismo, tras de ese arrebujamiento en sí mismo, consiste en categorizar a ciertos animales  en el ‘nosotros’ del afecto. Y tras de pasar a depositar la confianza y el afecto en los animales hasta límites de sensibilidad semejantes a los que tiene una madre o un padre con su hijo, la mirada hacia ellos puede hacerse mística. La proclama “Respeto a la vida de los animales” que contiene en su esencia el veganismo, o bien, “Respeto a todas las formas de vida”, tiene únicamente sentido con las connotaciones religiosas que conlleva. Lo sienten como un mandato divino y construyen un santuario a cualquier ser vivo.

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Cuanto más desaparece hoy en día la fe de las gentes en dioses y cielos, más crece el sentimiento religioso de comunión con la Tierra, los animales… Tal como ocurría en las religiones animistas, muchos necesitan sentirse conectados al cosmos de alguna manera. . Como dice Jesse Bering, que “importantes factores cognitivos nos inducen a pensar … que nuestra existencia psicológica está misteriosamente ligada a un impreciso pacto moral con el universo”, y de ahí que muchos que no perciben al mundo mediante los argumentos de la razón o la de los dioses tradicionales, parecen hacerlo con un sentimiento de fraternidad[1]. De ahí la celebridad que ha tomado la frase “… todo el universo conspira…” de Pulo Coelho.

Leo el programa del Partido animalista-PACMA: “Sacrifico cero de animales; prohibición de la exhibición y venta de animales en comercios; endurecimiento de las penas por abandono, maltrato y asesinato animal; fin de la experimentación animal; prohibición de circos y atracciones con animales; prohibición de granjas de cría intensiva de animales»; y termina con un exhorto: “Si crees que los derechos de los animales necesitan ser defendidos; si crees que los animales necesitan tener representación en las instituciones: ¡¡¡Apoya al PACMA!!!”. Esto es: un carácter antisocial, un querer prohibir la libertad y el disfrute de las gentes en atención a su mirada religiosa, un ataque contra el instinto humano.

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Lo curioso es que presentan el movimiento animalista como un ejemplo de bondad cuando en realidad no responde a otra cosa que al egoísmo. Se muestran totalitarios al querer imponer a los demás su ‘verdad’ y su  reblandecida sensibilidad; carecen de base ética razonable; detraen gran cantidad de recursos al acervo económico social; parecen despreocuparse del sufrimiento humano[2]; pretenden el absurdo de hacer a los animales sujetos de derecho (la pretensión de que todos los animales posean conciencia de que tienen un derecho y lo pueden ejercer y defender, lo cual es absurdo); consideran enemigos a quienes contradicen sus dictados y emplean otra sensibilidad distinta a la suya con los animales; y, finalmente, contradiciéndose una vez más, no les importaría la muerte de todos los animales en cautividad, lo que ocurriría si dejaran de ser útiles para la alimentación o el entretenimiento humano.

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Ese fanatismo religioso de que he hablado lo comparten con los ecologistas radicales. Ambos grupos, muy afines y aguerridos ambos, han lanzado una cruzada en favor de esas cosmovisiones místicas de armonía universal ante las cuales la especie humana se debe someter al ecosistema global. La radicalidad de algunos ecologistas empaña la benéfica labor del ecologismo. Pero con su militancia agresiva (muchos se convierten  en guerreros de esa fe), a la que los poderes públicos temen como al diablo, y con su alianza con el buenismo, consiguen hacer pasar por buenos los disparates más extremos. Plagas de estorninos en algunas ciudades, desvío, paralización y encarecimiento en la construcción de algunas autopistas y vías férreas debido al simple hecho de no molestar a unas mariposas o a unas avutardas, y así un larguísimo etcétera de prohibiciones sin sentido. Baste resta señalar que han realizado propuestas a favor de enterrar los tendidos eléctricos de alta tensión, lo que significaría un gasto inasumible, inmenso, con motivo de que alguna cigüeña no se electrocutase (de lo cual apenas hay ejemplos). Lo curioso del caso es que algún grupo político ha tomado en serio la propuesta.

[1] El Jainismo, una religión originaria de la India, nacida en el siglo VI a.C. tiene un basamento parecido: “la vida animal es sagrada”, lo cual les conduce a cubrirse la nariz y la boca tratando de evitar tragarse mosquitos, o les hace ir barriendo con una pequeña escoba el suelo que pisan para evitar pisar a cualquier animal pequeño.

[2] En el caso del perro de la enfermera que se contagió con ébola, parece ser que hubo más de 300.000 entradas en las redes sociales clamando porque le tratasen médicamente, pero a los toreros asteados en las corridas de toros les desean la muerte. Cientos de comentarios de internautas consideraban la vida del perro más valiosa que la de la ministra Ana Mato. Hubo incluso quien comparó el sacrificio del perro con la ejecución de Miguel Ángel Blanco a manos de ETA.

[1] No el ecologismo en general, análisis científico de las relaciones de los seres vivos con el medio ambiente.

De La Verdad

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Ya a la temprana edad de diez años ofrecí muestras de no estar muy en mis cabales. Estuviera yo cuerdo o no, mi madre sí estuvo mucho tiempo preocupada conmigo: no era inusual que me quedase quieto, mirando absorto al infinito y más allá, y que se me cayese al suelo lo que tuviese en las manos, por ejemplo, el bocadillo de la mañana o un vaso de agua. Con el tiempo, la gente empezó a considerarme un bicho raro porque discrepaba de las opiniones de mis compañeros de clase e incluso de las de los profesores.

A aquellos embelesamientos que me arrobaban, viniendo a aumentar el muestrario de mis rarezas, se unió una extraña disposición para cuestionarme las verdades firmemente establecidas, así como un sentimiento amargo ante las mentiras. Mi madre me advertía con regaños: “si hablo con fulanita de cualquier cosa, no corrijas nada de lo que yo diga, pues las pequeñas mentiras que digo son fórmulas de cortesía social”. Pero yo, erre que erre, solía poner en repetidos aprietos a mi madre o a su interlocutora, señalando las faltas a la verdad que cometían. Es como si las falsedades me produjeran urticaria.

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Lo cierto es que con el tiempo se me fue desarrollando una extraña capacidad para percibir las fallas lógicas de los asuntos que desfilaban ante mis ojos. Y aún perdura. Por ejemplo, pongo atención a un documental televisivo que relaciona la historia de las comunidades humanas con los cambios climáticos de la época, y mis antenas pronto descubren medias verdades, excesos en las generalizaciones, especulaciones que son presentadas como verdades científicas, deducciones que no son tales, etc. etc. Ahora que el Cambio Climático está de moda, los divulgadores aprovechan el filón y cargan las tintas en supuestas verdades recién inventadas. En el documental del que hablo, quienes no estén atentos pueden sacar la equivocada conclusión de que toda acción humana a lo largo de la historia se debe al cambio climático; incluso los más antiguos enigmas históricos son aquí explicados por el clima. Por ejemplo, los antiguos “pueblos del mar” de que hablan la Biblia y los anales egipcios y sirios sin aclarar el misterio de su procedencia, son tratados en el documental como emigrantes climáticos.

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Una verdad que está de moda, que cabalga en la cresta de la ola de la más rabiosa actualidad, es un poderoso atractivo para que la gente se adhiera a ella. Si pasa de moda, la verdad se resquebraja. En los años setenta y ochenta Marx era idolatrado por la tribu filosófica;  hoy ha pasado de moda y su verdad ha dejado de ser objeto de adoración.

El gran público –y todos formamos parte de él, sobremanera en la juventud—tiene necesidad de que la realidad le sea interpretada. Así que, en cuanto a creencias políticas o religiosas, nos solemos adherir –sentimentalmente—a verdades cuyas intríngulis conceptuales desconocemos pero cuya imagen, puesta de moda, satisface nuestras ansias de rebeldía social o de amparo existencia en caso de verdad religiosa.

De joven me adherí al marxismo y a Lenin y al Che Guevara, sin conocer de ellos un ápice más allá de la fatua pretensión del ‘todos iguales’. Posteriormente leí y razoné y descubrí nuevas verdades y a la verdad anterior se le cayó el velo y apareció ante mí llena de pústulas e infección. Aprender es, más que nada, descreer de lo previo.

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Sin embargo, más que por el hecho de aprender verdades nuevas que rebaten a las antiguas, la mayoría de la gente cambia sus verdades políticas cuando cambia de estatus social. Quien sube de estatus suele enseguida ver agujeros en la verdad que predica el socialismo, mientras que quien baja de estatus empieza a ver a éste mucho más justo. Nuestra verdad la solemos amoldar a nuestros intereses.

Pero algunos no cambian nunca de verdad. Se aferran a ella como el naufrago a un salvavidas. Cierto es que muchos de estos no han cambiado nunca de estatus social ni han aprendido nada nuevo que ilumine alguna falla contenida en su verdad. Son rocas inamovibles y se muestran orgullosos de serlo. El cambio les produce vértigo.

Luego, resumiendo, las grandes verdades de la política, de la religión, del orden social, no son tales, sino meros encajes y acomodos a los intereses particulares de cada cual. Pero, ¿qué decir de la verdad científica o filosófica?

Se plantea este interesante asunto: ¿Cómo determinar o establecer la verdad o falsedad de una determinada proposición? En la Ciencia, el método de indagación empleado y la constatación empírica son quienes proporcionan el valor probatorio, quienes sustentan la fiabilidad. Cuando nos alejamos de las ciencias experimentales, la verdad se torna resbaladiza. Tal cosa ocurre en el campo de la Historia, por ejemplo.

Algunos otros se arrogan una suerte de excelsitud por la que dejan de estar sometidos al fuero de la realidad y la experimentación. Tal cosa la hacen los metafísicos. Otros colocan la etiqueta  ‘científicas’ a sus teorías y alegan estar exentos de tener que presentar pruebas experimentales. Tal pretensión ha sido empleada por el psicoanálisis, la homeopatía y el materialismo dialéctico marxista. La etiqueta es un mero disfraz para disimular su desnudez.

La solución práctica más plausible –fuera de algunas elucubraciones filosóficas—para establecer o determinar la verdad de una proposición, parece ser la del consenso entre estudiosos y entendidos en el tema de que se trate. Del consenso entre historiadores se edifica la verdad histórica; del consenso entre climatólogos se determina la verdad sobre el clima etc.

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Pero esta solución no está exenta de inconvenientes graves. Uno de los mayores es el que yo llamo “el inconveniente de la grey abducida”. Los miembros del rebaño formado alrededor de una idea o un personaje, por contacto y ósmosis, suelen adquirir el mismo criterio y suelen usar todos los mismos argumentos, de manera que, más por seguidismo ciego que por indagación, acaban todos sosteniendo y defendiendo la misma verdad. ¡Aviados estaríamos si fuesen exclusivamente psicoanalistas quienes establecieran la verdad o falsedad del carácter científico del psicoanálisis! ¡Y, sin embargo, así ha sido hasta hace poco!

¡Y qué decir si tuviésemos que fiar de la ‘verdad’ de Hegel, de Lacan, de Derrida o de Heidegger por el veredicto que emita sobre el asunto cada uno de sus respectivos rebaños, más teniendo en cuenta que la grey suele otorgar a todo lo oscuro y enrevesado un plus de reconocimiento de veracidad! ¡Y, sin embargo, así ha sido hasta ahora!

Todas las grandes ‘verdades’ políticas, metafísicas, históricas, etc., alejadas de la verdad científica, tienen un reconocimiento de verdad en proporción a la fuerza del rebaño que cree en ellas; y dicha fuerza depende tanto del número de los miembros del rebaño como de su estupidez. Uno lee la verborrea sin sentido de muchos personajes idolatrados por poseer una ‘profunda verdad’ y se hace cruces de cómo tienen tantos estúpidos que les levantan altares. Y es que la gente adora lo que no entiende y viene envuelto en pomposos ajuares, pues lo identifican como la obra de un ser superior o incluso de un ser supremo. En el fondo seguimos siendo religiosos.

Pero si fuera de las ciencias experimentales la verdad establecida ha de ser cogida con pinzas, ha de ponerse en cuarentena y ha de sacudirse con fuerza con el fin de descubrir si está hecha de un buen tejido o es de estambre basto y quebradizo, ¿quiere esto decir que todas esas supuestas verdades son mentiras más o menos bien urdidas? Más que mentiras, la mayoría de ellas son ilusiones que han ganado adeptos por diferentes motivos y que son aupadas por ellos a la categoría de verdades sin discusión. Pero algunas de esas ilusiones despiden un cierto tufo.

Alarmados mis progenitores a causa de mis embelesos, acudieron conmigo a una mutua médica a la que estaban asociados. Como yo me quejaba también de molestias intestinales, consultamos a tres médicos distintos acerca de mis males. El veredicto que estos emitieron no pudo ser más demoledor: de no operarme urgentemente de hernia inguinal, de los llamados cornetes o vegetaciones, y de amigdalitis, aseguraron que en el futuro sería un idiota. (He de aportar el dato de que las operaciones no estaban costeadas por el seguro suscrito con la mutua médica, las tenían que pagar mis padres).

Mi padre, que no tenía un pelo de tonto y que no andaba sobrado de dinero, acudió a un inspector médico a exponer mi caso, y éste ordenó que otros galenos repitieran sus exámenes conmigo. Resultado: sano sanote de arriba abajo. Ni era idiota ni estaba en proyecto de serlo. (No negaré que en ocasiones he dudado de que el tal veredicto fuera el correcto). Lo que sucedía es que aquellos ínclitos doctores pretendían estafarnos.

El suceso me enseñó dos cosas: que el engaño y la falsedad son moneda de uso corriente –cuando  hay intereses por medio—incluso  entre quienes aparentan ser más dignos y honrados; y, segunda cosa, que yo no era más que un tipo raro que se hacía del mundo unas preguntas  raras.

Uno se explica entonces que la verdad del psicoanálisis y la verdad de la homeopatía no sean puestas en cuestión por sus respectivas greyes: porque producen buenos dividendos a sus profesionales. Con una buena remuneración, es preferible no cuestionarse la verdad de lo que se hace.

No se fíen. La verdad es voluble, esquiva, descarnada, y a veces tiene aspecto de mentira. La mentira, en cambio, casi siempre presenta un buen aspecto. Y una advertencia: desconfíe de las proposiciones que se presentan con un bonito rostro pero que no dicen nada.